Nunca he entendido ninguna obra de arte. Ello no es óbice para que muchas me apasionen. Entender no es lo que espero cuando me dispongo a su contemplación o, en el caso de las interactivas, me relaciono con ellas a través de su interfaz. Muy poco o nada es lo que hay que entender en una obra de arte. Si se pretende la difusión de algún discurso preciso, lo indicado es que se plantee la escritura como medio de transmisión. Y en ese caso, cuanto más formal y precisa, mejor, porque su belleza fácilmente transciende la verdad o la falsedad de los discursos que transporta. Incluso puede no ser consistente con ellos. La verdad intrínseca de una obra de arte no necesita de su contenido manifiesto. Lo que demasiadas veces se ha llamado mensaje, consigna, eslogan, etc., acostumbra a resultarme accesorio. Una gran obra de arte no necesita mostrar directamente lo que otras formas de pensamiento han manifestado ya a través de medios mucho menos arcanos y más eficaces. En el afán por democratizar la función social del arte, por estrechar la brecha entre población y creadores, hemos alcanzando un punto en que otorgamos demasiada relevancia al contenido explícito de las obras de arte. Si tanta es la necesidad social de entendimiento del trabajo de los artistas, se deberá ello a que ya no lo necesitamos o no los queremos. Cabe preguntarse, en cualquier caso, si lo hemos querido alguna vez libre. O quizá deseemos otra cosa en su lugar y, si ese fuera el caso, lo mejor sería que nos enfrentáramos a la realidad. Pero si resulta que no, que deseamos el arte, que sentimos que lo necesitamos, entonces, tal vez convenga renunciar explícitamente a entenderlo. El crecimiento y el desarrollo de nuestra especie requieren admitir mayoritariamente que el mundo está lleno de cosas que no es posible entender, que hay un límite al entendimiento y que nada es ilimitado, por enorme que nos parezca en comparación con nuestras pobres y humanas capacidades. Por eso, siento absolutamente necesario reflexionar con la mayor profundidad acerca de lo que queremos significar cuando hablamos del entendimiento de una obra de arte. Seguramente concluiremos que entenderla no es lo mismo que entender cualquier otra cosa, pero si profundizamos más, quizá nos veamos obligados a admitir que entender, como crear, es un sueño. Una pesadilla.
Es esencial que por fin estemos aceptando la democratización como única posibilidad viable de evolución para nuestra especie. Todos hemos de tener acceso a todos los recursos. Ni uno sólo puede quedar vedado a nadie. En ello está la esencia de la democracia. Pero igualmente imprescindible es reparar en el hecho de que no todos somos iguales y que, en virtud de esa diversidad, nuestras sociedades son complejas, y por ello, flexibles y capaces de reaccionar ante bruscas y dramáticas modificaciones del entorno. En colonias robóticas de individuos relacionados genéticamente, la habilidad de comunicación emerge con especial rapidez cuando la presión evolutiva se ejerce sobre grupos y no individualmente. De manera similar a la habilidad de comunicar, es factible considerar la habilidad ética en términos de resultado evolutivo. Sin ella, la complejidad de nuestras sociedades no podría operar de la manera más eficaz y colaborativa ante las presiones medioambientales. En este contexto de horizontalidad, tiene sentido que cada vez se sienta como menos importante el carisma entre las cualidades de los líderes. También lo tiene que se tienda a relegar la idea romántica de artista tocado por lo divino. De hecho, la asunción de las responsabilidades que con cada vez más insistencia el medio ambiente reclama es incompatible con la misma idea de divinidad. Por ese mismo tipo de razones, por cuestiones evolutivas, pues, los desarrollos posibles de un ser humano en su imprescindible contexto social son muchos y, ya por azar, ya por necesidad, unos adquieren unas habilidades y otros, otras. En cualquier caso, adquirirlas requiere inversión de esfuerzo en uno u otro sentido. Se hace necesario elegir. No podemos seguir todos los senderos al mismo tiempo. A unos se les da el profundizar en unas cuestiones y a otros, en otras, pero la colaboración entre iguales no es posible sin confianza. Pretender entender todo lo que los demás generan entraña falta de confianza y presunción de omnipotencia. No es necesario haber generado previamente un conocimiento para emplearlo en la generación de otro nuevo. Tampoco, comprenderlo en su totalidad. Basta con tejer a su alrededor una trama de significaciones que sean útiles a nuestros proyectos, pero debemos poder creer que el punto de partida es consistente. En eso consiste confiar.
Democratizar el acceso al arte es absolutamente imprescindible. Para la evolución del arte y para la de la sociedad. Su divulgación, que requiere la difusión de importantes cantidades de información crítica a toda la población, es un cometido social importante. Sin embargo, una cosa es la divulgación artística, la tarea de facilitar a la sociedad razones acerca de la significación de los hechos artísticos, y otra muy distinta, el conjunto de procesos de investigación que conduce a la generación de obras. Si las obras plantean cuestiones difíciles de explicar, es tarea del divulgador buscar y elaborar esforzadamente razones y redes de relaciones que las hagan justificables. Puede que tales razones no sean evidentes y por ello se tienda a presionar a los artistas para que hagan sus obras más accesibles, pero, como en el caso de la ciencia, cuya necesidad de divulgación no influye en la producción científica, la del arte no tiene por qué condicionar la producción artística. ¿Cómo se explica a la población que un pequeño grupo de investigadores se decida a estudiar un objeto de 26 dimensiones? Aunque no hay explicación directa asequible, está claro para todo el mundo que deben continuar en ello. Se les da crédito, pues. Entonces, ¿por qué el hecho de que se adhiera a un discurso comprensible debiera ser considerado en términos de criterio de decisión acerca de si una obra artística hubiera o no de ser favorecida? Es justo lo que ahora están haciendo muchos, pero no hay razón. En cambio, la razón para lo contrario es bien poderosa : la libertad de investigación es el único recurso de que dispone el arte para evolucionar. Si se confunde divulgación con investigación, a medio plazo, esta última desaparecerá y con ello, la evolución del arte devendrá involución. Para tener sentido más allá de él, el arte debe perseverar en la manifestación de lo más recóndito e inefable, porque para los otros aspectos de la realidad, ya hemos desarrollado otras maneras de conocer y de pensar. Cuando, a pesar del efímero auge mediático contemporáneo, las religiones pierdan definitivamente toda su influencia, sólo quedará el arte a nuestro alcance para preguntarnos acerca de lo no formulable, un conjunto de realidades, por cierto, que parece mucho mayor que el de lo formulable. No es objetivo fundamental del trabajo artístico el planteamiento de lo que nos parece que en el mundo haya de verdad o falsedad. Hacer arte implica viajar más allá de lo decible y ello impone la reformulación de la creación artística en términos de generación de realidades nuevas. Las verdades afloran de las obras de arte, pero no porque éstas las formulen, sino porque son realidades y, como tales, contribuyen en la generación de verdades al entrar en relación con las consciencias. La realidad existe independientemente de las consciencias. En cambio, las verdades -o falsedades, tanto da-, constataciones conscientes acerca de aspectos de la realidad, no. Desvelar verdades resulta placentero. No es peregrino, pues, preguntarse acerca de la relación de la belleza con la liberación de endorfinas. De ahí el riesgo que entraña el sentimiento de cercanía con la comprensión de la realidad, por que podría ser que comprenderla no fuera más que un sentimiento.
Con la vida me ocurre lo mismo que con el arte : no la entiendo pero me apasiona. Quizá por eso me interesan las obras de arte que tan sólo son. Como la mayoría de seres vivos, que son sin querer quererlo. Ya sean corpóreas, conceptuales o inmateriales, despierta mi atención el hecho de que, sin evocar verdades ajenas a su existencia, resulten ellas mismas ciertas cuando se las inquiere. El arte electrónico ofrece gran variedad de ejemplos que, como resultado de la aplicación masiva de algoritmos elementales, presentan pautas de actuación emergentes cuya complejidad es mayor que la propia formulación inicial. Desde luego que sus grados de complejidad no son equiparables con el de los seres vivientes, pero llevan a reflexionar acerca de lo que significa estar vivo. No importa si son previsibles o imprevisibles, ya que en la vida, el grado de previsión o imprevisión es siempre relativo. Todo el mundo sabe que, si no se le impide de alguna forma, independientemente de los trazados concretos de las trayectorias que describa, la probabilidad de que el mosquito termine posándose sobre la piel es muy alta. Claro que no se sabe cuándo, desde luego, pero sí que lo hará. Igualmente, nunca está claro si, por más que se intente seducirlo, el gato terminará dejándose acariciar antes de un momento dado. En el caso de esas obras de arte de comportamiento complejo, tanto da si parecen evolucionar independientemente de su contexto inmediato, como si muestran cambios relacionados con el hecho de que se les observe o se les intente activar algún comportamiento. De hecho, para mi, lo más atractivo es la posibilidad de descubrir en ellas la contradicción, la lucha por ser lo que son y que se adivina en virtud de sus acciones, siempre derivables de un estado arbitrariamente considerado inicial, pero de incertidumbre a menudo creciente a partir del preciso instante en que se empiezan a crear expectativas en alguna consciencia.
La libertad no es precisamente un atributo exclusivo de la vida, pero el arte electrónico ha tratado a menudo de aproximarse a ella con la generación de complejidad y autonomía. Desde el punto de vista del observador, es difícil concluir si el comportamiento de las obras depende de lo interno o de lo externo, si son arbitrariamente libres o si están condicionadas en algún grado por algo distinto de sí mismas. ¿Cómo se sabe, pues, que algo vive? ¿Significa algo especial que viva? Siempre queda la duda. En cualquier caso, la vida no consiste en la imprevisibilidad que el ser autónomo le atribuye a un objeto. Tampoco puede decirse que los comportamientos de los seres vivos obedezcan a teleología alguna. Con reservas, atribuiría ese tipo de motivaciones a algún sistema inteligente, pero no a todos y, mucho menos, a un sistema viviente cualquiera. De todas maneras, poco importa la propiedad de la vida que se pretenda emular : la conciencia de la magnitud del trecho que falta por recorrer aumenta con el grado de aproximación de la emulación a su modelo y es que las definiciones terminan siempre orbitando en el vacío. Como la de vida, que cuanto más se ahonda en ella, más se revela como objetivo imposible. Una rápida revisión histórica de las definiciones abstractas que de vida se han dado en biología recuerda las que desde la perspectiva de las ciencias cognitivas han tratado de acotar el concepto de inteligencia. A medida que la computación ha ido alcanzando cotas en otros tiempos reservadas a la inteligencia humana, las definiciones han tendido a reservar para esa propiedad aspectos cada vez más etéreos y esquivos al cálculo algorítmico. Parecería también que la simulación, ya electrónica, ya computacional, de ciertas propiedades de los seres vivos y otras estructuras supuestamente inertes generadoras de orden, ha condicionado las concepciones de vida. Una de las ideas más generales de sistema vivo remite a una región acotada donde, de manera continua y sin intervención exterior, se mantiene el orden o incluso aumenta. Como una región no siempre es una porción de espacio físico, la perspectiva computacional de la vida no queda excluida de esta visión. Por el contrario, sí es excluyente de la vía computacional tradicional considerar la vida, como se tiende a hacer en astrobiología, en términos de retraso en los procesos espontáneos de difusión o dispersión de la energía interna de las biomoléculas, inexorablemente abocadas a la degradación en diversos microestados potenciales, menos ordenados. Según esa forma de ver las cosas, la biocomputación sería entonces el único medio artificial apto para la generación de vida genuina. Pero también en astrobiología se acostumbra a pensar que si el ADN de un organismo alienígena fuera tan sólo ligeramente diferente del de la vida terrestre, por ejemplo, con bases nucleicas distintas de las que codifican la información genética conocida, no podría ser interpretado como vivo por las herramientas de análisis al alcance humano. Si se está dispuesto a admitir la posibilidad de vida en una entidad como esa, ¿por qué no atribuirla también a un ser de menor parecido con los seres vivos conocidos? Y en ese caso, ¿dónde situar el punto en que la distancia estructural ya no admitiría la vida? Para mí, la cuestión central no está en las propiedades de la materia misma. Sospecho que sólo tiene sentido buscarla en la consciencia. ¿Qué más da si el contexto en el que esos procesos termodinámicos tienen lugar es el que nos viene dado, el natural, externo a nuestra voluntad humana, o si es uno artificial que nosotros hemos creado? Que se pretenda tanta diferencia entre lo que procede de nosotros y lo que no, siempre me ha parecido sintomático de estar eludiendo responsabilidades. El sentido de la distinción entre naturalidad y artificialidad no puede estar en la realidad externa. Sospecho que el espejismo de la divinidad nos impide nuevamente ser nosotros mismos, pero me reconforto en la idea de que mientras haya arte, la especie tendrá opción a la experiencia de lo inefable sin que por ello deba rendir tributo a los dioses.