El panorama planteado con anterioridad da idea de que el incremento de volumen sonoro en el ambiente no es un fenómeno aislado. Las cosas no acostumbran a darse de forma totalmente arbitraria y, de la misma manera que rara vez un único gen determina un único rasgo fenotípico, tampoco existen causas únicas para un acontecimiento cualquiera. Por más que se centre la atención sobre uno, siempre habrá de ser contemplado como parte de una confluencia de acontecimientos donde todos intervienen de manera conjugada y en magnitudes no necesariamente comparables. Más allá de las unidades elementales de la vida, las células, no parecen existir estructuras que, como el núcleo, confinen los determinantes de los acontecimientos, así que es el propio conjunto de los acontecimientos lo que determina más acontecimientos, en un complejísimo y heterogéneo juego de retroalimentaciones cruzadas sobre el que ninguna voluntad aislada tiene influencia suficiente, puesto que también las voluntades están contenidas en él. Al someter a stress alguna parte de un sistema, la tensión tiende a ser liberada a través de sus puntos más débiles y eso genera remolinos y fluctuaciones. Son procesos caóticos que, en definitiva, a menudo entrañan ruido de diversas clases. Muy comúnmente, los procesos de ese tipo disponen de mecanismos de autoregulación basados en realimentaciones negativas : a mayor salida, mayor restricción de la entrada y, por tanto, la salida del sistema disminuye, con lo que se puede dar paso a la entrada otra vez. Las patologías surgen cuando esos procesos se realimentan positivamente : sin ninguna restricción de la entrada, a mayor salida, mayor entrada, con lo que la salida del sistema aumenta desenfrenadamente hasta que ineludiblemente se satura.
Cuando los demonios brotan, pocas veces lo hacen por un lugar aislado. Quizá por la propia naturaleza de lo que se pretende nombrar y también porque, multiforme, se halla diseminado por todo el Universo, el empleo del término “ruido” siempre entraña indefinición. No sólo el sonido puede ser ruido o contenerlo. Casi todo puede. Toda señal molesta es un ruido, propondrían algunos. ¿Molesta, para quién? podría oponerse. La consideración del ruido como molestia o perturbación presenta problemas, porque, como el dolor, la molestia es una sensación particularmente poco transferible. Muy subjetiva. “¿Cuánto te duele?”. Sea “mucho” o “poco” lo que se conteste, poca información con ello se da : nadie puede hacerse una idea exacta de lo que al otro le duele y, mucho menos, de cómo o cuánto le duele. Incluso uno mismo puede ser incapaz de localizar el dolor con precisión. Casi lo único que puede saberse del dolor de alguien es que su intensidad es tal que le cuesta no ser consciente de él. Es un valor relativo al propio sujeto. La molestia, menos intensa, es más escurridiza. A caballo entre lo consciente y lo preconsciente, es insidiosa y aún menos objetivable. No digamos, ya, si esa borrosidad se asocia a la de la percepción auditiva, tan ligada al mundo inconsciente : “me molesta el ruido del tren”, podría confiarnos alguien. Igualmente, otro podría haber dicho en referencia al mismo fenómeno : “me encanta el sonido del tren”. Hasta hubiera sido posible que lo expresara así la misma persona en ocasiones distintas sin que nadie pudiera sentirse autorizado a opinar que se contradecía. Cabría, incluso, la coherencia entre ambas afirmaciones : todo depende de los contextos en que se hubieran realizado. La molestia surge de la emergencia inesperada a la consciencia de algo cuyo conocimiento obliga a modificar o interrumpir las acciones que nos conducirían a nuestros objetivos, ya sean inmediatos o largo plazo. Se produce en la interferencia con el deseo. Por más que la molestia sea esperada, aún más se ansía que desaparezca. Mientras persista la causa, pues, y no se sea suficientemente consciente de ella, sus formas permanezcan indefinidas o vaya emergiendo fortuitamente sin dar lugar a que se perfilen sus límites, la molestia se manifiesta como ruido de fondo. La experiencia del ruido es inseparable del sujeto. Como la altura del sonido, el ruido es una sensación de quien la experimenta y generalmente depende de estímulos externos con los que se relaciona de manera marcadamente no lineal. Si la relación entre la frecuencia de una señal y la sensación de altura del sonido que desvela en la consciencia es de naturaleza logarítmica -no lineal, pero bastante previsible, pues-, las relaciones entre la sensación de ruido y los acontecimientos cuyo comportamiento podrían inducirla son mucho menos anticipables. El ruido es algo capaz de poner en cuestión su propia existencia. A pesar de que la señal que lo genera continúe emitiendo invariable y siga siendo recibida, deja de existir como ruido a condición de que se le preste atención suficiente. Se esfuma en cuanto se le pone cara y se acepta. Entonces, en ese momento deja de ser ruido para convertirse en algo reconocible.
La esencia del ruido se halla en lo inesperado, que se manifiesta en la perturbación de la expectativa y supone la rotura de la continuidad, la cual, por cierto, no puede ser más que una sensación. Una creencia, podría incluso ser, que, a pesar de haberse erigido en exigencia teórica arcaica y, desde ahí, haber llegado a apropiarse de nuestros imaginarios, quién sabe si no pasa de deseo no consistentemente formulable. La continuidad se parece a Dios : adquiere sentido como bálsamo contra el escozor de la fricción del espíritu con el vacío y la incompletitud. La necesidad de completitud es un sentimiento y es real en quien la experimenta, pero no por eso la completitud misma tiene por qué ser real. Al fin y al cabo, todo indica que el mundo es esencialmente discontinuo. Aunque sea a costa de procesos que absorben cantidades ingentes de energía, hemos aprendido a dividirlo hasta lo que definitivamente reconocemos como último límite de la materia y del espacio. Algo más o menos definido barruntamos acerca de tal límite. Sea cuerdas, puntos o espuma lo que nos encontremos ahí, todo vibra a merced de la agitación cuántica. ¿Será que la continuidad es una virtualidad que se genera en el paso de una teoría de cuerdas a otra?
Si la acción del ruido en el desequilibrio de los ritmos establecidos es evidente para casi todos, también debería serlo que de alguna forma contribuye en la generación de los nuevos. Como mínimo, los traemos a la consciencia y empezamos a construirlos en el momento de la extinción aparente del ruido, tras la cual, el antiguo ritmo nunca se recupera por completo, porque queda marcado por esa huella. Así visto, el ritmo es la resonancia de un sistema tras la exposición episódica a una perturbación. Si el cambio es constante y une instantes, engendra ritmo; es entonces cuando nos enfrentamos al verdadero ruido cuya incertidumbre intrínseca es la semilla del olvido. El ruido, que pone a prueba la predicción de los acontecimientos y, con la misma intensidad, interfiere en la memoria, altera el carácter del ritmo, pero también el nuestro. Con el espíritu y los ritmos modificados casi continuamente, pues, llama la atención el deseo de experimentarlos siempre de la misma manera, en buscar una y otra vez aquella sensación que nunca recuperaremos totalmente y cuyo recuerdo alteramos cada vez que intentamos rememorarla. Como caso particular paradigmático, el ruido se opone a la periodicidad, esa característica del mundo de la que extraemos patrones cuyo reconocimiento despierta en nosotros la sensación de haber comprendido. Tal vez eso, comprender, también sea una creencia. Como el conocer, pero también el desconocer, igual que el no alcanzar a entender. En buena lógica, ni comprendemos ni dejamos de comprender. Sabemos cosas; cierto, pero no son conocimientos del todo y eso nos aleja de una idea global de lo que percibimos. Comprender es el sueño de un límite. La confianza en la relación de causa y efecto entre nuestra voluntad de autoría y el resultado de nuestros actos es otro límite. Lanzas la piedra presumiendo que alcanzará algún punto concreto. Así lo esperas, porque otras veces así ha ocurrido. ¿Pero qué conocimiento extraes de esa periodicidad? Familiarizarte con el hecho, con su lenguaje, incorporar su lenguaje al tuyo, hacerlo tuyo, no implica que hayas penetrado en él y no tiene sentido convertirte en él para comprenderlo. ¿Será innata esa tendencia a considerar positivo lo predecible y negativo lo impredecible? Parece una adquisición evolutiva sin la cual quizá no hubiéramos llegado aquí. Sin embargo, Guattari y Deleuze se preguntan si alguien querría vivir sometido para siempre a la tiranía de un ritmo único. Necesitas algo de viento para hacerte cargo de que no siempre las piedras llegan al destino esperado, que la tensión entre lo predecible y lo impredecible es la dinámica que en verdad te conviene y que la tendencia a permanecer en uno u otro extremo no atiende más que a sentimientos, creencias interesadas, pretensiones dudosas de objetividad, anquilosamiento. No sólo es que el mundo esté tan hecho de periodicidades como de aperiodicidades : es imposible separar unas de otras. Un caso distinguido de ello es el habla, donde el equilibrio entre periodicidad y aperiodicidad se manifiesta en la proporción entre vocales, de composición espectral clásicamente armónica, y consonantes, las cuales, a excepción de unas pocas, como las nasales, se caracterizan por la gran variedad de sus espectros ruidosos. La sorpresa, tan funcional como la rutina, para ser sorpresa, necesita emanar del ruido.
Siempre en relación con algún cambio de régimen, las señales de las que la experiencia ruidosa surge son, en alguno de sus aspectos estructurales, discontinuas, imprevisibles, esencialmente aperiódicas, de autocorrelaciones bajas; con escasa o nula memoria, pues. Cuanto más manifiestas sean en ellas esas características, con el aumento de la probabilidad de error que ello lleva consigo, cuanto más capaces sean de poner a prueba la memoria, más capaces de engendrar ruido habrían de ser consideradas. Más ruidosas, pues. Más ruido.
Sea una superficie plana de porcelana completamente lisa, al menos, en apariencia. Es constante y, como tal, absolutamente previsible desde cualquier punto. El dedo que se desplaza de un lugar a otro sólo siente su suavidad. Es incapaz de distinguir entre dos zonas distintas de la superficie. De hecho, si fuera ilimitada, ¿quién no lo sería? Modifico ahora los niveles de sus puntos de manera que se formen valles y colinas, teniendo cuidado de que no se produzcan desniveles bruscos. El dedo que se desplaza de punto a punto con la misma suavidad que antes es ahora capaz de identificar zonas distintas. Hasta podría darle nombre a cada colina y a cada valle. La periodicidad infinita de la superficie se ha roto y, a partir de un determinado punto, cuanto más se deforma y mayor rugosidad adquiere, el dedo pierde paulatinamente la capacidad de identificar zonas a la par que la sensación de suavidad desaparece. Para el dedo, la superficie ha devenido así ruidosa. Un conjunto de puntos cuya posición se distribuye aleatoriamente en el interior de una superficie conforma un ruido al ser percibido como una unidad. Puede decirse, pues, que, en virtud de la percepción que suscita, tal conjunto es un ruido. En realidad, así se hace comúnmente. Si todas las posibles alturas de los infinitos puntos de la superficie fueran igualmente probables, el ruido sería blanco. Si por el contrario, la distribución de puntos tendiera a favorecer los de alguna altura dada, entonces, sería coloreado : rosa, si las alturas decrecieran linealmente con la distancia relativa a un punto, rojo, si lo hicieran cuadráticamente; azul, si aumentaran linealmente con la distancia; violeta, si ese aumento fuera cuadrático; negro, si sólo unos pocos puntos tuvieran alguna altura distinta del resto. Al fin y al cabo, cualquier ruido puede ser considerado como un conjunto de valores que se atiene a una distribución estadística particular. La distribución de probabilidad de los valores de un ruido gaussiano es una distribución normal; la de un ruido blanco, por ser una distribución uniforme, plana; la de un ruido de Poisson, también llamado ruido de disparo, es una distribución de Poisson; la de un proceso de Bernouilli, una distribución de Bernouilli. Cualquier distribución de probabilidad del bestiario estadístico tiene su ruido asociado, que es, precisamente, el resultado de la aplicación del tipo de proceso aleatorio que observa esa ley.
Estoy a oscuras y ahora mi dedo se halla sobre un punto de una superficie de la que desconozco totalmente su condición. No sé si es rugosa, totalmente llana o si presenta elevaciones y depresiones más o menos suaves. Para saberlo, no me queda otra opción que tratar de realizar un desplazamiento del dedo en alguna dirección. Escojo una y al moverlo, noto que he tenido que subirlo mucho. Había un salto ascendente entre el punto anterior y éste nuevo. Continúo con el desplazamiento del dedo en la misma dirección y ahora constato que he tenido que llevarlo hacia abajo también bastante, pero no tanto como ascendí en el movimiento anterior. ¿Qué pasará en el próximo movimiento? Como no tengo ni idea, continúo con mi desplazamiento y compruebo que mi dedo ha descendido por debajo de la altura inicial. ¿Debo pensar que continuaré bajando? No tengo ningún motivo para pensarlo. De momento. En el próximo desplazamiento, mi dedo desciende y en el siguiente asciende. No encuentro ninguna ley que me permita prever si tendré que llevar el dedo hacia arriba o hacia abajo, así que continúo desplazando el dedo en la misma dirección. Unas veces lo subo y otras lo bajo. Estoy muy lejos del punto inicial y aún no he encontrado la fórmula que me permitiría anticipar el movimiento siguiente. Siento que tengo la misma probabilidad de subir que de bajar. La misma, de ascender o descender tres milímetros que uno y medio o siete con trece o veinte. Todos los sucesos posibles tienen exactamente la misma probabilidad. No puedo prever, pues, el paso siguiente, pero no sólo eso : además, a medida que avanzo siempre en la misma dirección, caigo en la cuenta de que cada vez me es más difícil recordar mis ascensos o descensos anteriores. Como espécimen humano sin dotes especiales que soy, mi memoria a corto plazo almacena, en el mejor de los casos, los seis estados anteriores, a menos que emplee alguna regla mnemotécnica o los vaya registrando de alguna forma. Los anoto, pues, durante un rato, y reparo entonces en que la altura media de los desplazamientos es la media entre el nivel más alto y el más bajo : digamos que cero. Además, a la vista de la sucesión de alturas alcanzadas, no hallo ninguna secuencia repetida. Aparte de extraerlos uno a uno de una memoria suplementaria, no existe ningún procedimiento que me permita recuperar los datos del pasado; es lógico, pues, que no pudiera aplicar ninguna ley para predecir el futuro. Si disminuyo el tamaño del dedo y de sus desplazamientos, obtengo el mismo tipo de resultados : alturas totalmente aleatorias, altura media de los desplazamientos, cero, y ausencia de ley de formación. Lo disminuyo nuevamente y, otra vez, lo mismo. Si, por más reducida que haga la escala de mi dedo y su desplazamiento, voy obteniendo una y otra vez resultados similares, entonces, estoy ante un ruido blanco. Ruido blanco : como el de los electrones en un tubo de rayos catódicos. No se parece a nada. Ni a sí mismo. Los ruidos blancos no tienen memoria.
Podría haberme ocurrido algo bien diferente en mis desplazamientos. De hecho, nadie podría negarme que si continúo a oscuras con el desplazamiento de mi dedo infinitesimal de escala variable, a tientas sobre la superficie desconocida, aquel comportamiento podría cambiar en algún momento. Anoto un movimiento ascendente y, como antes, me pregunto si en el próximo desplazamiento subiré o bajaré. Sigo sin saberlo. Muevo el dedo en la misma dirección que siempre y constato que continúo ascendiendo. De momento, estoy ascendiendo bastante. ¿Continuaré haciéndolo? No. Al siguiente paso he descendido un poco. Luego realizo tres movimientos más y resulta que todos han sido ascensos. Al cuarto movimiento desciendo otra vez, pero al quinto, nuevamente experimento una elevación. ¿Es la ascensión una tendencia generalizada en esta zona? Así lo parece : los desplazamientos sexto y séptimo me llevan el dedo ligeramente hacia abajo, pero al octavo, continúo ascendiendo durante cinco desplazamientos más. De momento, puedo decir que la tendencia es la ascensión, a pesar de que de vez en cuando experimente un ligero descenso. Aunque continúo sin poder prever exactamente el siguiente paso, tengo la impresión de que hay más probabilidad de ascender que de descender. De momento. Puede que la tendencia se invierta a partir de un determinado desplazamiento y que descienda durante un rato. Siento que esté donde esté, el siguiente valor parece depender en cierta medida de los anteriores. Igual que antes, voy registrando las alturas que alcanzo a cada paso y las comparo con todas las obtenidas anteriormente : la autocorrelación de esta zona de la superficie se mantiene por encima de cero, bien al contrario que antes, que con el ruido blanco era casi siempre cero excepto en unos pocos puntos distribuidos aleatoriamente. Ahora, si la altura aumenta en un desplazamiento, tiende a aumentar en el siguiente. Y viceversa. Sin embargo, no puedo decir que exista ninguna relación de causa y efecto entre ellas. Simplemente, ocurre así. La causa de ello, si existe, debe buscarse en la naturaleza del proceso que genera el comportamiento pero no en el propio comportamiento. Este ruido, a diferencia del anterior, se parece a sí mismo a medida que reduces la escala de tu dedo y su desplazamidento y consideras, pues, porciones cada vez más pequeñas. Es autosimilar. Tiene memoria. Es un ruido coloreado.
La naturaleza está llena de acontecimientos para los que tales ruidos son modelos de su forma de ser. El paisaje es una muestra de ello. Mira a tu alrededor. ¿Qué forma, qué mancha, qué elemento no tiene algo de aleatorio que escape a la tendencia general de sus componentes? Montañas, nubes, vegetación, formas de los animales, rugosidades en los materiales de construcción, imperfecciones de todo tipo en las pieles de los animales, de las personas, en las carrocerías de los coches, por más que sus propietarios se afanen en mantenerlas incólumes. ¿Eres capaz de prever con total precisión las formas efímeras y espumosas de las lenguas que dibujan las olas al morir en la arena? El ruido está ante ti cuando te asomas al borde de la tierra plana. Pero observa el cielo nocturno, la única cara que desde la Tierra ves del Universo : la distribución de las estrellas en el firmamento es compatible con un ruido. Concretamente, con un objeto fractal aleatorio de dimensión menor que 3 y mayor que 0, como sugirió Benoit Mandelbrot. Luego, más que mirar, piensa en él. No lo aprecias a simple vista. Necesitarías instrumental, para comprobarlo. Sólo lo sabes porque alguna vez te lo contaron : la fluctuación caótica debida a las influencias gravitatorias mutuas desdibuja la perfección aparente de las trayectorias de los planetas. El famoso problema de los tres cuerpos consiste precisamente en la determinación de en qué medida esa deformación tiene lugar para tres cuerpos de cualquier masa sometidos a influencia gravitatoria mutua. Sol, Tierra y Luna eran los cuerpos cuyas fluctuaciones se pretendía resolver en época de Halley y Newton. Pero el ruido estaba ahí mucho antes de que hubiera planetas y estrellas. Se supo de ello algo más tarde : la radiación cósmica de fondo de microondas, resto reverberante de la gran explosión que llena por completo el universo, es un ruido. Su espectro, claramente sesgado en las longitudes de onda largas, tiende a coincidir con el de un ruido rojo. Similarmente, el mapa cósmico de las pequeñas variaciones de temperatura de esa radiación es la representación de otro fractal aleatorio. Ruido, pues, como el de las señales magnéticas de baja frecuencia que nos llegan del sistema solar y de fuera de él. Ruido, como el que experimentan las partículas de polvo suspendidas en un fluido, fenómeno que se llamó movimiento browniano en honor a Robert Brown, quien supiera por primera vez apreciar el interés de su estudio. Aunque no fue capaz de explicarlo : fue Albert Einstein quien vino a probar que ese movimiento se origina en los impactos que las partículas en suspensión reciben por todas partes de las moléculas del fluido, éstas, en constante movimiento aleatorio, ya que ésa es la única forma en que una partícula puede tener diversas direcciones de propagación. Una partícula en suspensión no se mueve en promedio, pero a pesar de ello, con el pasar del tiempo crece la probabilidad de ser hallada en lugares alejados del punto en el que uno empezó a observarla. Así es el movimiento browniano, cuyas trazas pueden ser halladas tanto en el vuelo de los insectos y el deambular de otros animales, como en el comportamiento de los valores de bolsa, en el tráfico de internet, en el tráfico rodado o en los modelos inflacionarios caóticos del universo. Por todas partes. Pero aunque la materia y los acontecimientos que conocemos desaparecieran, continuaría habiendo ruido. Es el ruido cuántico, del que la teoría, sin dar ninguna explicación ni causa, propone intrínseco a la naturaleza de las cosas. No es posible determinar con precisión arbitraria y al mismo tiempo la cantidad de movimiento y la posición de una partícula, como tampoco la energía de un acontecimiento y su duración. Entre período y período de una onda, cabe una infinidad de instantes y de posiciones entre las que resulta imposible escoger, porque ninguna puede ser considerada más precisa que otra. La existencia de esta incertidumbre esencial plantea un azar muy distinto de aquél que Pierre Simon de Laplace veía como resultado del desconocimiento de lo que él denominaba causas verdaderas; un azar que parecería comparable a la existencia del número Ω, que Gregory Chaitin define como “la probabilidad de que un programa generado por el procedimiento de echar una moneda al aire se detenga”. Se trata de un número cuyos bits son incognoscibles, una información matemática incomprensible -que no puede ser comprendida- y ello se manifiesta en el hecho de que es incompresible, que no puede ser comprimida -o, si se prefiere, codificada- en las instrucciones de un programa de menor tamaño que ella. Los bits de Ω son hechos matemáticos al azar. Constituyen el caso extremo de los hechos matemáticos irreducibles sin estructura alguna. Esa accidentalidad es la que inspira a ese autor la concepción de un sistema especial de ecuaciones diofánticas acerca de las que cabe preguntarse si tienen número finito o infinito de soluciones, para, así, plantear en el seno de la propia Aritmética, teoría elemental de los números, un objeto de n bits no definible con un programa de menos de n bits, lo que supondría la presencia de aleatoriedad también en esta rama tan esencial y abstracta de la Matemática, cuya incompletitud ya había sido probada por Kurt Göedel en 1931.
Sea ahora una vez más la superficie de porcelana lisa en toda su extensión, excepto en una zona al azar, acotada y muchísimo menor, donde los puntos alcancen aleatoriamente niveles distintos. Sin mirar, nuevamente, pasas un dedo de tamaño corriente sobre ella. Sientes la suavidad por toda la superficie, a menos que encuentres la zona rugosa, en cuyo caso, experimentas ruido. Hemos visto que éste es de color negro.
Son las dos y media de una noche de verano. Viernes. Estás solo en la casa de la dehesa. La constancia aparentemente uniforme del canto de los grillos se contrapone al soplo caprichoso de la brisa, que anticipa el murmullo de las hojas de las encinas. A unos centenares de metros, cencerros. Es el ganado que pasta. Apenas muge. De vez en cuando, el tren pasa a lo lejos. No te sobresalta : su sonido aumenta desde la nada y se atenúa según los obstáculos que a su paso van quedando entre él y tú. Unas veces te llega claramente el sonido de la rodadura sobre las vías. Otras, es la fricción de los cojinetes lo que mejor percibes y, otras, los frenos. A veces, depende de la discontinuidad del tramo, escuchas un traqueteo de tempo claro que desaparece enseguida. Te dices que se deberá al paso por un puente. Todos esos sonidos se ubican claramente en dos bandas de frecuencia separadas. Una, centrada alrededor de los trescientos hercios y otra, cercana a los ochocientos. El nivel llega a un máximo y, después, desciende. Sabes entonces que el tren se aleja; pero cuando crees que ha desaparecido del todo, vuelves a escucharlo en una crecida momentánea. Se había escondido tras aquella colina que ahora no puedes ver y ahora la rebasa. Por fin, decrece y termina desapareciendo de tu alcance auditivo en un lejanísimo plano. Llama la atención la gran lejanía de algunos planos sonoros en este contexto. Hasta te sorprendes de tu propia capacidad de escrutar el sonido en la lejanía. Llevas horas inmerso en ese paisaje sonoro que, para ti, hasta ahora es perfectamente análogo a la superficie de porcelana completamente lisa, con sus valles y sus montañas no demasiado pronunciadas. Placidez. Los aviones de línea también habían estado pasando antes de la media noche, pero su sonido, desde aquí mucho más tenue que el del tren, mucho más variable de un avión a otro, alcanzaba gradualmente un máximo al acercarse y luego disminuía. Este mediodía, los hidroaviones antiincendios pasaban muy cerca. Al alejarse, oías un descenso de la altura de una tercera menor en algunos segundos. En cambio, los aviones de línea, mucho más altos, tardaban varias decenas de segundos en producir descensos de frecuencia comparables. Los aviones no acostumbran a jugar al escondite como los trenes. Una vez en tu campo auditivo, tampoco son tan imprevisibles como los cencerros ni varían tan continua y suavemente como los grillos. Lo que sí tienen en común todos esos sonidos es la espacialización : se oyen en algún lugar que puede no ser siempre el mismo.
De repente, en la lejanía, no muy fuerte y con el mismo capricho que las ráfagas de aire, llega a tu oído el bajo insistente, compacto y comprimido, de una música electrónica de baile. Al principio no lo identificas completamente. Te preguntas si habrás oído bien. Quizá no sea lo que te ha parecido hace unos instantes, porque ya no lo oyes. Pero enseguida emerge nuevamente de algún lugar hacia el sudoeste. Ahí no hay nada, te dices. Pero sí. Lo hay : oteas y a un par de kilómetros o más te sobresalta el parpadeo de una luz aislada. Te creías solo, pero alguien anda de rave por ahí. Emerge y se sumerge con la brisa. A veces llegan voces. Si afinas el oído, distingues otros elementos musicales. Son fantasmas de melodías cantadas. Espectros de ritmos que no llegan a constituirse. Es viernes. El viento, a borbotones, te trae ruido negro y revela así la discontinuidad real de tu superficie ideal. ¿Lo hubieras sentido de esa forma si en lugar de una rave hubieras oído otra clase de manifestación musical?
Hasta ahora la imaginabas perfectamente lisa, pero nunca lo fue en realidad. Todo lo contrario. Si hubieras observado tu superficie de más cerca, pronto hubieras descubierto en la porcelana irregularidades que tu dedo no es capaz de detectar. A pesar de que no fueras consciente de ellas, por más que tu percepción no te hubiera informado, siempre estuvieron allí. El rumor de las hojas de las encinas y el viento, el tren, el avión, son ruidos filtrados, más o menos coloreados : blancos, cuando la distribución de potencias para todas las frecuencias es igual; rosas, cuando las potencias decrecen linealmente con la frecuencia; rojos, si decrecen con el cuadrado de la frecuencia; azules, si aumentan linealmente con ella; violetas, si la potencia aumenta con su cuadrado; grises, si las potencias asignadas a las bandas de frecuencia siguen un patrón análogo al umbral de audibilidad; negros, cuando se trata de bandas de frecuencia muy estrechas o cuando no hay ningún sonido, cosa imposible en la realidad a pesar de que la teoría lo contemple.
¿Y a los grillos, que pueden estar horas sonando con una única nota, dónde les pones el ruido? Lo tienen en el tiempo y en el espacio. Si no escuchas atentamente, dirías que en conjunto suenan siempre igual. Pero si te concentras en el fenómeno, fácilmente detectas la imprevisibilidad en el interior de esa masa sonora generada por innumerables fuentes distribuidas aleatoriamente por doquier. Debería resultarte imposible prever con precisión el conjunto completo de acontecimientos para una serie de instantes dados. Igual que el momento exacto en el que rompen las olas. Por supuesto que puedes detectar ciclos de intensidad en ellas, pero nunca predecir exactamente su amplitud máxima ni el momento en que la alcanzarán. De entrada, tu sensación depende extraordinariamente de la posición. El grillo más cercano puede estar alejado o verdaderamente próximo a ti. Si está lejos, el sonido parece venir de todas partes y así es : un campo puede estar lleno de grillos y saltamontes, por lo que, aunque no cambien de posición, tienes la sensación de que el sonido va de aquí para allá y resulta muy difícil identificar la posición de un único individuo, porque en cuanto te acercas, calla y te deja escuchar a los compañeros lejanos. Por cierto : esto es una buena estrategia para despistar depredadores. Cada especie de grillo canta de una forma por la que puede ser identificada. Sin embargo, el mecanismo es general para todas ellas. Generan su canto al frotar entre sí ciertas regiones especializadas de sus alas delanteras. Una de ellas es el nervio ventral del ala, que, en los grillos ha evolucionado segregando una serie de salientes duros, dientes, que juntos forman la lima estridulatoria. La otra es una púa que se esconde en la zona medial de la región dorsal del ala. Cuando la púa se desliza sobre la lima del ala opuesta, se produce una serie de impactos que generan vibraciones en las membranas del ala. Durante el canto, ambas alas delanteras se abren y se cierran. La mayor parte de la energía se produce durante el cierre. Aunque ambas alas poseen púa y lima, en los grillos es muy común que el ala derecha descanse sobre la parte superior de la izquierda. Por eso, durante la estridulación, acostumbra a ser la púa del ala izquierda la que contacta con los dientes del lado ventral del ala derecha. El difusor de sonido más importante de las alas delanteras de los grillos es una región membranosa especializada : el arpa. Sin embargo, las celdillas del ala también contribuyen en su conducta resonante.
El canto de llamada de muchas especies de grillo es particularmente tonal. La energía de la frecuencia portadora es, en general, mucho mayor que la energía de los otros componentes espectrales. Esa característica se explica por el mecanismo de escape, similar al de los relojes, que probablemente emplean los grillos para generar sus sonidos. El modelo se parece un poco al güiro, ese instrumento de percusión afroamericano en cuya superficie se tallan muescas paralelas sobre las que se frota una varilla de material rígido. En el caso del aparato estridulador del grillo, la vibración de las celdillas del ala a su frecuencia de resonancia, determina los movimientos de retención y liberación de la púa que, en un determinado instante, se halla aprisionada entre un par de dientes de la lima. Un raspado entero de la lima crea un único pulso de sonido. Es lo que los bioacústicos llaman sílaba. Tales pulsos están hechos de secuencias de golpes de los dientes, que tienen lugar a una frecuencia relativamente constante, así como por el mecanismo de captura y liberación de la púa por cada par de dientes, lo que también se da a una frecuencia relativamente constante debido a la vibración del arpa y de la lima estridulatoria a sus frecuencias de resonancia. Así es como las alas, al vibrar, producen el sonido que escuchamos en las noches de verano y que a tantos parece tan sugerente. Cada especie produce una frecuencia portadora característica y frases de un número dado de pulsos que pueden estar más o menos espaciadas con mayor o menor regularidad. Además, tanto la amplitud de los pulsos como la frecuencia portadora pueden ser estables o evolucionar en el tiempo. La estridulación de los machos tiene como finalidad la atracción de las hembras, que raramente cantan. Dentro de los márgenes de la especie a la que pertenece, el canto de cada grillo presenta ligeras variaciones con respecto de los demás. La tasa de frases por unidad de tiempo depende de la temperatura. Son animales de sangre fría, así que al aumentar la temperatura, con el incremento de la energía, aumenta el ritmo de las frases. Los grillos también varían la geometría de sus alas, de manera que modifican la frecuencia y la intensidad de su vibración según las necesidades del momento. Tratan de engañar así a las hembras, simulando ser de mayor tamaño, o de confundir a sus depredadores, a quienes el cambio de nivel del canto podría dar la impresión de un cambio de posición. El espectro de posibilidades sonoras es muy amplio, de manera que, dada la gran cantidad de individuos que en un momento dado pueden estar cantando en un campo, es altamente probable que muchas de ellas ocurran en franjas de tiempo solapadas. Las frecuencias portadoras de los grillos de la dehesa, que, según el análisis de las grabaciones, rondan de media los 4900 Hz., se rodean de gruesas bandas de frecuencia de niveles aleatorios de energía y presentan un formante igualmente denso en los 9800 Hz., varían de un grillo a otro en un intervalo de una tercera mayor; casi 300 Hz. a esa frecuencia. Sus intensidades son también claramente distintas, igual que el número de frases por grupo que cada individuo da en una cierta franja temporal. Imposible conocer todas y cada una de las condiciones ambientales de cada individuo. La superposición de elementos sonoros cambiantes atendiendo a causas incognoscibles, de manera aleatoria, pues, en la forma en que Laplace lo concebía, por lo que respecta a los grillos así como a la mayoría de insectos que cantan en grandes grupos, es el mecanismo que hace del conjunto una masa de comportamiento imprevisible, donde la percepción, enfrentada a la totalidad, fracasa en la identificación de las características individuales, pero da una rica imagen de conjunto que puede ser considerada como emergencia de la suma de todas las propuestas individuales, que se diferencian de una a otra sólo por distinciones sutiles.
Si el grillo más próximo se encuentra suficientemente cerca como para que puedas escucharlo independientemente de los demás, a menudo tienes la sensación de que suena con eco, a pesar de no haber a la vista rocas ni otras superficies duras que puedan estar reflejando el sonido. Nuevamente el efecto se debe a la superposición aleatoria de las fases de todos los grillos que, por cantar de manera distinta pero suficientemente parecida, consiguen remedar las cadenas de reflexiones aleatorias que darían lugar a las inexistentes reverberaciones que percibes. Fíjate : cuenta los pulsos de cada frase antes de callar y dejar el tiempo de un pulso en blanco. Durante un rato producía tres pulsos por frase y callaba durante el tiempo de uno. Luego han sido cuatro y luego, tres otra vez. Luego, cinco. Entonces, de repente, lo menos han sido veintitantos pulsos seguidos a un tempo muy fluctuante. No podía decirse que siguiera un pulso estable. A saber por qué ha vuelto a una secuencia de otros cinco pulsos por frase puntuados con un silencio. Luego, ya no he contado más, pero está claro que era imposible prever cuál iba a ser el número de pulsos por frase de la siguiente secuencia. Esto, aunque no coincida perfectamente con el modelo, me recuerda en cierta manera a un paseo aleatorio; algo que en el límite, cuando se hace continuo, se asocia a un proceso denominado de Wiener, plenamente asociable al Movimiento Browniano. Se muestra, pues, que con los grillos nunca abandonamos el dominio del ruido.
El menos ruidoso de todos los sonidos de esa noche en la dehesa eran los retazos deshilvanados del bajo. Pero el caso es que, excepto los puramente electrónicos, todos los instrumentos musicales de todas las épocas han producido ruido en mayor o menor medida : sus componentes de altura determinada, a menudo imprecisamente denominados armónicos que las viejas teorías relacionan directamente con las cualidades musicales, han ido siempre acompañados de señales aperiódicas -es decir, ruidosas- que, con el tiempo, han tendido a ser consideradas como los auténticos vehículos de la identidad sonora de sus dispositivos generadores, así como, también, de la personalidad de los intérpretes. El paso del aire y los golpes de las llaves en los instrumentos de viento, el roce de uñas, plectros y arcos en los instrumentos de cuerda, así como el impacto de baquetas y mazas en las variadísimas superficies de los instrumentos de percusión, emiten señales sonoras desprovistas de altura precisa, de forma de onda tan imprevisible como las variaciones estocásticas de las duraciones, las dinámicas o las frecuencias en cada una de las partes de cada sonido. Desde el punto de vista de su estructura, todas esas informaciones son ruidos y así deben ser tenidas en cuenta : ruidos blancos, rosas, rojos, azules, violetas, negros etc., cada uno de un determinado color en función de la distribución aleatoria de su energía espectral, pueblan con profusión los dominios de frecuencia de los instrumentos musicales tradicionales, igual que casi cualquier otro aspecto de la música que querramos considerar. Por poner un ejemplo más : de hecho, casi cualquier melodía es modelizable por un ruido de coloración rojiza. Unas veces acertamos nuestras predicciones y otras nos equivocamos. El equilibrio entre aciertos y errores nos refuerza en la escucha. Unos individuos presentan más tolerancia a la sorpresa que otros, los cuales quizá sean más tolerantes con la repetición.
La mayoría de sonidos posee algún aspecto modelizable por medio de ruido más o menos coloreado. Parecerá contradictorio, pero resulta que muy frecuentemente ese tipo de sonidos nos suena más cercano a la música que los tonos puros aislados, los cuales, absolutamente periódicos, tienden a resultarnos bastante desangelados. Cuesta comprender cómo ha sido que hemos ido a basar toda nuestra teoría musical en las características de esas emisiones tan poco comunes, tan extrañamente estables y previsibles. Llama la atención, no que hayamos preferido para empezar centrarnos en lo más simple, lo previsible, sino que, a pesar de la escasez de resultados, hayamos continuado insistiendo en ello durante tantos siglos.
Desde la perspectiva que guía estas reflexiones, un sonido puro, una señal senoide, totalmente periódica, pues, y con un único armónico no puede ser considerada ruido a menos que se tenga en cuenta aspectos externos a ella. Su contexto. En general, ninguna señal sonora periódica aislada, sea cual sea su forma de onda, debe ser, por ella misma, calificada de ruido puro. Por su previsibilidad, por la uniformidad de sus distribuciones de frecuencias y amplitudes, son estas señales ejemplo paradigmático de lo contrario del ruido; justo, su complemento. Sin embargo, un sonido así, periódico, con energía suficiente como para perturbar una determinada situación de equilibrio sonoro, podría llegar a poner el ruido de manifiesto en el interior de un sistema acústico suficientemente complejo. Si esos sonidos de forma arquetípica no pueden ser considerados ruidos en sí mismos, tampoco, los sonidos de las máquinas convencionales, de comportamientos sonoros totalmente previsibles, a menos que su presencia en el paisaje sonoro termine desestabilizándolo. Generan sensación de ruido en un contexto comparativamente silencioso sobre el que irrumpen, como, por ejemplo, el paisaje sonoro de la dehesa, porque dificultan la percepción de los otros sonidos, mucho más leves. También, porque son inesperados y porque contribuyen a poner de manifiesto el ruido interno del sistema al que afectan. Por eso, pretender que las señales de esas características son ruidos puros equivaldría a sostener que los haces de luz desviados por la influencia gravitatoria de planetas en estrellas lejanas son los propios planetas. Sobre un planeta, uno llegaría alguna vez a posarse. Jamás, sobre un rayo de luz. Una vibración sonora senoide, en diente de sierra u onda cuadrada, el sonido rítmico y previsible de una máquina de imprenta, el del ralentí de un motor, forman parte de un ruido o lo producen cuando son inesperados en un determinado contexto; cuando se manifiestan en un instante imprevisto. Cuando son accidentes. En el paisaje sonoro de la dehesa, por más viernes por la noche que fuera, la música electrónica de baile me sonaba a accidente. Seguramente, a los grillos, también.