Con anterioridad he mencionado el hecho de que, pese a lo que dictaría el sentido más común, en contextos relativamente amplios se llega a plantear positivamente el hecho de que la experiencia de la escucha tienda a superar tan a menudo el limite de lo soportable. No hallo razón más clara y directa que la pura necesidad para que alguien arriesgue su cuerpo y el de sus más próximos más allá de la barrera de lo fisiológicamente seguro. Tal suposición conduce a la pregunta acerca de cómo, en el caso de que fuera real, podría alcanzarse un estado dominado por una necesidad tan contradictoria. Muchos aspectos de las culturas del sonido llaman la atención por su naturaleza paradójica. Resulta sorprendente que, de la nefasta y muy discutible actuación sobre el ruido del Ayuntamiento de una ciudad grande como Sevilla, el rechazo de muchas personas así como de los medios (Sevilla visual, 2014) se orientara contra aspectos de esa normativa que, desde una óptica solidaria, deberían parecer positivos. Entre otras cosas, la ordenanza sanciona actividades que puedan generar ruido de impacto, como los juegos de dominó, de dados o el arrastre de sillas y mesas en las terrazas de los bares. Esa medida, que quizás hace cuarenta años hubiera parecido dictada por el sentido común, ha sido objeto de titulares llenos de sorpresa y comentarios airados que, más que centrarse en lo mucho de criticable de la ordenanza, reivindican el derecho a jugar al dominó en cualquier lugar, dando por supuesto que esa actividad no es esencialmente ruidosa y que la población que la lleva a cabo, tampoco, ya que, argüían diversos medios de comunicación, se trata mayoritariamente de personas de cierta edad. Nada de todo ello tiene por qué ser cierto. Por lo que respecta al impacto de las fichas de plástico o de marfil sobre las mesas de mármol o de metal, son de intensidad suficiente como para violentar a cualquiera que esté a unos metros si no está advertido. Tampoco es que los mayores sean menos ruidosos que los más jóvenes. Si el grado medio de consciencia de los individuos acerca del impacto que sobre el mundo causan es reducido, unos son ruidosos por unas causas y otros, por otras. Los mayores, porque tienden a gritar, dada su dureza de oído, y los jóvenes, porque sus niveles hormonales así lo imponen. Todos, por la carencia difusa de control sobre las propias pulsiones. Una razón sistémica añadida es que -ya se vio cuando discutimos el volumen-, dado un cierto nivel de sonoridad en un contexto, la transmisión comprensible de un mensaje hablado requiere una intensidad del doble de la correspondiente a ese nivel de sonoridad. Este último detalle, extensible a la mayor parte de actividades y entornos sonoros, introduce una condición de efecto pernicioso en muchos sistemas a causa de que obstaculiza su autorregulación. Es la realimentación, que cuando no existen mecanismos de compensación, no se estabiliza hasta que el sistema alcanza la saturación. Es curioso que, en sí mismos, la mayor parte de los mensajes transmitidos en lugares de recreo no parecen tan importantes como para hacer la inversión energética requerida por ciertos niveles a los que se alza la voz. La razón debe ser otra, pues. En cualquier caso, demasiado a menudo los veladores de los bares se hallan alrededor de dos metros por debajo de la ventana de alguien con derecho, en primer lugar, a un paisaje sonoro variado y apacible en su casa y, entre otras cosas importantes, a gozar de una calidad de entorno acústico suficiente como, por ejemplo, descansar o hacer la siesta cuando le venga en gana o lo necesite; esto último, algo insoslayable en un lugar tan caluroso como Sevilla. No veo razón seriamente argumentable para que la protección de esos derechos no deba ser considerada un acierto, pero ninguna ordenanza española regula la distancia que debería respetarse entre los veladores y las ventanas de las viviendas de la primera planta. Es poco comprensible que los ayuntamientos sometan a tortura a sus propios ciudadanos y contribuyentes con el pretexto de que el bien común requiere que unos negociantes se llenen los bolsillos a costa de su salud. Es claro que la forma caciquil y chulesca, también electoralista, en que la aplicación de esa ordenanza sevillana, así como la diferencia inexplicable de permisividad entre distintas actividades de alta intensidad sonora inducen a la rebelión, más que a la comprensión de la necesidad de observar un derecho que habría de ser considerado inalienable y a la empatía con quienes se ven despojados de él. Parecería que el deseo de tanto quienes confeccionan normativas inconsistentes, así como los responsables de aplicarla no es reducir las molestias causadas por el ruido, sino, más bien, contribuir en un estado de opinión -quizá debería llamarse confusión- que, en el mejor de los casos, haría de los afectados víctimas necesarias de un estado de cosas consensuado y, en el peor, hasta podrían ser señalados como los causantes de las posibles medidas represivas. Con la prescripción de duras sanciones de fondo, la presencia de la Policía Nacional sólo consigue el silencio forzado mientras los agentes se avizoran en las proximidades. Muchos califican esas actuaciones de auténtico terrorismo. Y tienen toda la razón, pero la sensibilidad que les lleva a reparar en esa relación evidente, no parece suficiente como para apreciar el detalle de que cuando una mayoría -sea aparente o real, tanto da- despoja de sus derechos a una minoría, el fascismo acecha detrás de la esquina. Entre el derecho a una vivienda tranquila y el de organizar actividades potencialmente causantes de molestias al vecindario, como son algunos negocios, o el de asueto de los viandantes ocasionales o habituales, por numerosos que sean, sin la menor duda debería prevalecer el primero. No tiene ningún sentido condenar a nadie a vivir bajo la presión de un entorno acústico agresivo, por más valor social o económico que se desprenda de la actividad que lo genera. Sin embargo, tanto si es verano como invierno, demasiadas persianas de los primeros pisos en ciudades y pueblos se ven la mayor parte del tiempo cerradas. Mientras, las terrazas están repletas de gente que no parece concebir estar ahí sentada tomando algo sin levantar la voz más allá del grito. Parece lo normal; así que otra cuestión asociada es por qué a tantos les parece aceptable, si no correcto, que desde la tarde y hasta altas horas, en el Arenal de Sevilla, en el Lavaderu de Gijón o en cualquier zona recreativa, esté donde esté, el paisaje sonoro se escuche mayoritariamente compuesto de los sonidos de una muchedumbre vociferante, integrada por una mayoría de individuos ajenos a las molestias que pueden causar. Voces, juerga, gritos, conversaciones telefónicas a grito pelado y broncas, por supuesto, pero también, televisores en plena calle, vasos, cubertería, músicas, ladridos, palmas, sirenas, alarmas y bocinas, que, sumados a la de recogidas de basuras y otras maquinarias, rebotan durante horas en los muros de los edificios y enmascaran cualquier indicio sonoro de sosiego. No es razonable pensar que ese sea el estado sonoro deseable en un espacio público al aire libre en el centro habitado de una ciudad, por más zona recreativa que se considere. Cabe preguntarse también acerca de qué habrá ido pasando para haber terminado conviniendo en que eso es lo natural y no haberlo rechazado de cuajo desde el primer momento. Qué, para que se pretenda mostrar negativamente los síntomas de calma en un barrio y, cuando a media noche en una plaza no se perciben los signos sonoros de un ambiente animado, salte la alarma y quiera verse en ello el fantasma de la represión. Y también, por qué han sido -y son- tan injustamente consideradas y mal atendidas las quejas de los afectados por las actividades generadoras de sonidos molestos, al tiempo que, en contraposición, algunas sentencias, queriendo ser ejemplares, exceden lo razonable, si está claro que terminarán desencadenando respuestas sociales adversas. Los juicios de valor sobre el paisaje sonoro son objeto de gran subjetividad. En unos y otros. En parte ocurre así por una cuestión sistémica. El sonido necesita mucho tiempo para ser experimentado. La imagen, no tanto, porque su desarrollo temporal tiene lugar mucho más rápido. La objetivación requiere de fijación, que es expresión de la memoria, y resulta que el acceso a las memorias sonoras es mucho menos inmediato que a las visuales, incluso, que a las olfativas. La cuestión tiene que ver con el tiempo de proceso que cada canal requiere. El necesario para la comparación de dos imágenes, como su manifestación es casi instantánea, es extraordinariamente más corto que el requerido para la comparación de dos sonidos, cuyo desarrollo necesita mucho más tiempo. Es, pues, mucho más fácil, proyectar sombras sobre la valoración de los sonidos y sus implicaciones. Lo extraordinariamente difícil es eliminarlas, exponer con claridad todos los elementos que intervienen y desenmascarar todos los intereses ocultos. El sonido y la música son moduladores de los estados mentales. El caso de la música es bien conocido. La empleamos tanto para calmarnos, como para estimularnos o propiciar un determinado ambiente. No se conocen elementos psicofisiológicos que justifiquen teorías prescriptivas demasiado precisas. Aparte de lo trivial, no existen recetas eficaces para todos los casos en que se pretende obtener algún efecto. Por ejemplo, para demasiados directores de cine y sus seguidores, las escenas donde la integridad del protagonista está comprometida requieren de música bien estridente. Afortunadamente, otros prefieren reforzar esas situaciones con otros recursos sonoros o musicales. Pienso en agitación rítmica, por ejemplo. A este respecto cabe recordar que, por lo general, cuando la gente se tira por la ventana, es arrollada por un tren cargado de plutonio o viaja en él o en el avión que en unos instantes chocará con las torres del World Trade Center o está a punto de ser fagocitada por una jauría de zombies, no lleva los cascos puestos ni los altavoces Bluetooth en la mano. En esos casos, el cometido de la música es la intensificación del horror, por si este no fuera poco de por sí. En general, los empleos y significados de la música emergen con el uso, igual que el significado y la forma de las palabras se traban sólo con el paso del tiempo y el concurso de la arbitrariedad de los consensos sociales. No solo recurrimos a ella con la intención de inducir estados mentales y sociales; también se da el caso de que algunas músicas son ampliamente empleadas como tortura. En cuanto al sonido, sea música o cualquier otra cosa, cada actividad conlleva uno que forma parte indisociable de ella. El suyo. Por eso, cuando se asocia bienestar a una situación, el sonido o, mejor, el paisaje sonoro que condiciona termina siendo considerado ingrediente indisociable del propio bienestar. Si el sonido falta, la situación se considera incompleta. Por la misma razón, si los estados asociables a malestar generan sonido, entonces este, por sí solo, es capaz de evocar el recuerdo de la situación, de su malestar asociado e, incluso, de despertar el propio malestar. A un nivel superficial, es bastante fácil de entender. Por descontado que de una forma compleja y no tan elemental como la descrita por Pàvlov (Pàvlov, 1927) para sus perros -que en los experimentos no estaban sujetos a contextos sociales-, los dos casos anteriores pueden ser considerados en términos de condicionamiento. Así de simples y previsibles somos, al menos en estas cosas y a este nivel. Si quisiéramos ser conscientes de ello, seguramente trataríamos de contrarrestar esa realidad, pero no siendo costumbre estar dispuestos a aceptar nuestra propia intrascendencia, preferimos explicaciones alambicadas y difíciles de entender, tal vez porque en las zonas sombrías hay refugio para todo tipo de mitos. Los seres vivos tendemos a reproducir aquellas situaciones que nos conducen a la obtención de alguna ventaja. Cuando las memorizamos completamente, desarrollamos hábitos y si la recompensa es placer, eso ocurre con especial facilidad. Desafortunadamente, muchos de esos comportamientos tienen el inconveniente de que, cuanto más se repiten, más reacia a manifestarse se muestra la ventaja buscada. Por eso, para obtener los niveles de placer, de estimulación o de recompensa alcanzados con anterioridad, termina haciéndose necesario incrementar la frecuencia. Tal condición se llama tolerancia y tiene lugar por razones variadas según el contexto. No se es consciente de ello hasta que, por el incremento de la frecuencia, el comportamiento en cuestión produce efectos indeseables más allá de lo admisible. Muy comúnmente se acompaña de dependencia, lo que conduce directamente a la adicción. Si es cierto que entre exceso, hábito y adicción hay mucha distancia, también lo es que guardan relación. Es vox populi que sexo, juego, telefonía móvil, trabajo, internet, compras, etc., son susceptibles de ser objeto de una y de causar la otra. No debería parecer extraño que entre esas actividades, también lo fuera el ritual de reunirse en plazas y espacios públicos donde la desinhibición contribuye en el aumento de los niveles de intensidad de sonido. La música y el hablar a voces, componentes esenciales del ritual, se vuelven con él objetos directos de la adicción. No en vano, pues, paralelamente a la necesidad de hablar cada vez más fuerte y de sentirse rodeado de voces y sonidos estimulantes, la ausencia de sonido en una situación donde se lo espera produce en muchos desasosiego y hasta malhumor, algo demasiado próximo al síndrome de abstinencia como para no aceptar el parentesco. Para muchos es completamente imposible estar en grupo sin gritar, no sólo porque así se han educado sino porque el malestar o la incomodidad emergen cuando no es así. Aparte de la relación no trivial que pueda establecerse entre prácticas culturales y dependencia, todo eso puede ser perfectamente síntoma de dependencia, igual que la elaboración de argumentaciones aparentemente razonables, pero guiadas por la justificación de comportamientos o convicciones demasiado arraigados como para admitir conscientemente que no se está dispuesto a prescindir de ellos. Ernest Jones, biógrafo de Freud, denominó racionalización a esto último ya a principios del siglo XX (Jones, 1908) (Laplanche & Pontalis, 1996). Aseguraría que se trata precisamente del mecanismo más empleado en el enmascaramiento de la percepción de la debilidad de muchos razonamientos contrarios a las regulaciones de los niveles sonoros y a favor de la justificación de la opresión sonora de unos a manos de otros. Demasiadas veces las argumentaciones esconden sus verdaderas motivaciones. En ocasiones ocurre de forma poco o nada consciente y se trata de verdaderas racionalizaciones, pero en otras, está claro que son muestras de puro cinismo que se manifiestan en iluminar las partes superficiales de la cuestión con la intención de desviar la atención de lo más relevante para mantenerlo en la oscuridad. Las argumentaciones que justifican las actividades de alto nivel sonoro en el derecho al ejercicio a la libertad y a pasarlo bien no ponen de manifiesto la verdadera raíz del problema. No es tanto el derecho a la libertad lo que se defiende, como la legitimación de una usurpación. Un estudio estadístico suficientemente sutil y preciso sería de gran utilidad para conocer con detalle el funcionamiento de la identificación de los individuos con el paisaje sonoro en el que contribuyen. Lejos de pretender profundizar tanto como ello permitiría, me parece obvio que en un paisaje sonoro complejo como el que brota y domina en una terraza al aire libre o en un espacio público tomado por ambiente festivo nocturno o de fin de semana, las motivaciones de cada productor de sonido así como sus manifestaciones son muy distintas. A pesar de las diferencias, muchos comparten en algún momento la necesidad de experimentar la emergencia de su sonido -que es metonímico de su ser- por encima del fragor general. En su caso, el grito y la risa explosiva son constataciones del estar ahí y se dirigen tanto al entorno como a sí mismos. Son formas de alimentar la territorialidad al tiempo que conjurar la propia desaparición en una vorágine no siempre amistosa de la que, a pesar de todo, se consideran parte. No es exhibicionismo puro. Más bien parece un síntoma incontrolado de la necesidad de manifestar el estar y experimentar pertenencia a un tiempo; también, emisión de señales unas veces indiscriminadas en un intento de llamar la atención de receptores potenciales y otras, con contenidos y objetivos bien precisos. En cierto modo, se trata de ritornelli milmesetianos (Deleuze & Guattari, 1980). El grito y el hablar a voces, las risas, los televisores mirando a la calle durante los encuentros de fútbol, los dispositivos móviles -teléfonos, tabletas, lectores de mp3- que sueltan música al aire común inesperadamente y a todo el volumen que el altavoz minúsculo les permite, el ladrido del perrito que no soporta la intensidad de las frecuencias agudas, el grito del niño para llamar la atención de unos padres que nunca se preocuparon ni se preocuparán de modular sus impulsos, son aspectos de la misma cosa aunque vivida de manera distinta por cada usuario-productor : estrategias más o menos eficaces, más o menos inconscientes de agenciamiento de un territorio. También lo son, por supuesto, los golpes de acelerador bruscos y compulsivos del motero que, a cada gesto de su muñeca, siente el cambio de la vibración mecánica del rugir del motor bajo el periné. Enfundada su cabeza en el casco y a horcajadas de su vibrador gigante, su mundo se carga de sentido y contenido con cada incremento del régimen del motor. La amplitud es máxima para un determinado régimen, así que la experimenta más veces cuanto más cambia. Aunque, si el régimen es mayor, también la frecuencia de vibración, lo que constituye otro factor estimulante, para nada trivial. El sonido, que atraviesa la protección del casco, también forma parte de la ceremonia. No siendo esa amortiguación óbice como para no poseer plena consciencia de su nivel real, el rugido del motor se hace tanto más agresivo e intenso cuanto mayor el régimen. La sensación de potencia asociada a lo agresivo e intenso de las vibraciones mecánico-acústicas debe ser muy gratificante, por no hablar de la fabulación acerca de la expectación que sus alardes potencialmente generan a su alrededor. Si despierta otro tipo de reacciones, tanto le da. Acelerar de esa forma no tendría tanto sentido si la presencia de receptores del mensaje no fuera probable. Desde todos los puntos de vista, conviene al motero la repetición de su gesto. Si la empatía no tiene lugar en este conjunto de procesos, si tanto da que haya o no alguien viéndose obligado a encajar el impacto sonoro de las actividades derivadas de la satisfacción de esas necesidades territoriales, se deteriora el medio más eficaz de regulación del sistema, que rápidamente llega a la saturación, puesto que el efecto de todos los otros elementos que intervienen contribuye en su realimentación. Pero la cuestión no acaba ahí : la empatía de los afectados por la situación hacia quienes la causan también peligra y, con ella, toda tolerancia, así que un día terminan denunciando las molestias a unas autoridades, a menudo fuertemente presionadas, tanto por los negocios de restauración -los mayores beneficiarios y valedores del fenómeno como por el efecto que -sobre una opinión pública mayoritariamente no afectada por el problema ni consciente de él- podrían causar las acciones encaminadas a respetar la ley y a modificar un estado de cosas manifiestamente patológico y etiopatogénico. El beneficio de los propietarios de los locales de restauración y de la administración -que por supuesto cobra los impuestos correspondientes- explota la territorialidad innata (Bailey, 1987, pp. 387, 406, 407, 408, 421) de los clientes y descansa sobre la calidad de vida de los afectados por la excesiva densidad de sonido en un espacio del que es complicado huir y en el que, por tanto, están prácticamente obligados a permanecer. A guisa de protección de ese beneficio particular, surgen campañas publicitarias que nos amenazan con la pérdida de otro beneficio supuestamente común, como la “desaparición de la noche”, en caso de que tal o cual ley u ordenanza se haga efectiva. Pediría contención a los emisores de esos mensajes, porque conducen a una lectura única de la noche, cuando su magia no reposa necesariamente en la animación, el jolgorio o la bebida desaforada. También es -y para muchos, afortunadamente- tiempo de reflexión, sosiego, escucha y, también -casi da sonrojo recordarlo-, descanso. Además del ruidoso inconsciente o preconsciente que cae de la parra cuando se le señala que podría estar molestando, conviene recordar que son muchos los completamente conscientes de las molestias y agresiones que sus emisiones sonoras causan en su entorno. Pueden considerarlas efectos colaterales de actividades que juzgan imprescindibles, como posiblemente ocurre con el propietario de un perro cuyos ladridos excesivos le parecen un mal menor o hasta muestra de simpatía. Acerca de ese perfil de personaje, es fascinante plantearse cómo es que, parado en plena calle durante un buen rato a las dos de la madrugada de un sábado y en amena conversación con unos amigos, no le pase por la cabeza hacer el más mínimo gesto por acallar los ladridos. Si habla con sus amigos, parece juicioso suponer que los oye. Si efectivamente así es, entonces no cabe en ningún magín que no sea consciente de que el perro ladra a cada coche, bicicleta o mosca que pasa. Si lo oye y apenas se inmuta y hasta lo acaricia como recompensa cuando ladra, será que le molesta poco o que le place tal cosa. Se ha acostumbrado y preferirá tener un perro ladrador que no tenerlo. Pero antes de someterlo a un entorno demasiado agresivo para su oído, si su perro no para de ladrar debería preguntarse por qué y actuar en consecuencia. Por el animal, pero también por quienes no tienen costumbre ni ganas ni obligación de escucharlo. Aunque nada le haga suponer que todo el mundo está igualmente motivado para acostumbrarse a los ladridos, actúa como si así fuera. Sorprendente también es el hecho de que los acompañantes tampoco reaccionen. A veces, hasta le hacen carantoñas, también : “pobre perrito, está nervioso”. Sí. Pobre perrito y también pobre vecindario. A veces conviene calibrar bien el valor estratégico de los gestos demasiado complacientes. En cierta forma, los padres que en el espacio público toleran pataletas a sus hijos tienen un punto en común con el propietario del perro histérico : acostumbrados a las pataletas, tal vez se dicen a sí mismos que es preferible que haya niños histéricos que no los haya y que, dado que ellos lo hacen, los demás también están obligados a aguantarles todas las ocurrencias. Pero ningún niño es histérico de nacimiento. Se les hace histéricos. Con los perros que no paran de ladrar acostumbra a pasar lo mismo. Está claro que unos y otros eluden la responsabilidad de prevenir la salud mental de quienes dependen de ellos. A saber de qué otras cosas irá acompañado este síntoma, pero parecen considerar el mundo como una extensión de ellos mismos. No son los únicos. La volatilización de responsabilidades junto al empleo e invasión de espacios públicos o privados son aspectos comunes en muchas situaciones ruidosas. A menudo la ley ampara de hecho a los ruidosos, de manera que la responsabilidad legal de sus acciones no es suya. Al constructor que ordena cortar baldosas o tejas con las ventanas abiertas o al aire libre, le importa muy poco si con ello molesta o no. Conoce los niveles insoportables de sonido que esa actividad impone al sufrido vecindario y, sobre todo, a sus empleados, que, por otra parte, se negarían a trabajar si les pidiera mantener las ventanas cerradas. Cortar las baldosas y otras actividades de alto nivel sonoro en un recinto insonorizado incrementaría los costes de las obras. Resulta mucho más barato reducirlos llevando a cabo esas actividades sobre el terreno. Lo que no se tiene en consideración en ningún momento es que el incremento del beneficio económico tiene lugar en base a la vulneración de la salud y los derechos de los afectados. A partir del mismo momento de la obtención del permiso de obras, desaparece cualquier preocupación por las posibles molestias o responsabilidades derivadas, que automáticamente devienen materia especulativa, de manera que la víctima del ruido queda en una posición demasiado cercana a la del maniático desquiciado cuya credibilidad, obligado a demostrar algo de lo que es casi imposible obtener pruebas, corre fácilmente el riesgo de terminar esfumándose. Hay casos en los que sin licencia de obras también se puede estar razonablemente tranquilo : el bricoleur que frecuentemente agujerea o martillea las paredes a cualquier hora, igual que el fiestero que periódicamente organiza parties hasta altas horas, etc., se ampara en ese mecanismo ninguneante y diluyente de responsabilidades. Imprevisibles, sus actividades son de casi imposible demostración y por eso se sabe casi impune. No es sordo; habría de ser capaz de ponerse en el lugar de quien esté al otro lado del tabique. Empresario y bricoleur son conscientes de la situación. Saben que molestan, incluso que infligen daño, pero, independientemente de la legalidad más o menos cubierta de sus actividades, se convencen a sí mismos de que esos daños causados a otras personas son colaterales e ineludibles. Al fin y al cabo, deben decirse, todos hacen reformas, obras, fiestas o barbacoas en algún momento. Por supuesto, pero deben hacerse con el conocimiento y el consentimiento de la comunidad y esto es algo que la adjudicación de permisos no asegura. La asepsia administrativa, que solo aplica criterios estrictamente cuantificables, no tiene en cuenta el sufrimiento acústico ni destina el más mínimo porcentaje de esas adjudicaciones a compensar a los afectados, porque, a menudo se alega, las molestias se producen en aras del bien común. Tal suposición es completamente discutible, pero más lo es que alguien esté obligado a sacrificar su salud y su bienestar para que la comunidad a la que pertenece se beneficie de ello. Los héroes son libres de sacrificarse, pero nadie está en posición de exigírselo. Lo mismo pasa con otros negocios, supuestamente, servicios a la comunidad. Porque tampoco es sordo, es imposible que el beneficiario de un velador no sepa que las voces y demás actividades sonoras de sus clientes potencialmente causan molestias a sus vecinos y también a muchos clientes que preferirían un ambiente más tranquilo. Como su terraza tiene los permisos en regla y las autoridades no hacen nada por obligarle a controlar los niveles de sonido que genera, se desentiende del detalle de que por ley está obligado a mantener la compostura de esa concurrencia vociferante que le alimenta. Prefiere pensar en su ganancia, que acostumbra a considerar dependiente del nivel de griterío en el velador : a más gritos, más juerga, menos control consciente y más consumo. Y viceversa, por supuesto. ¿Qué le llevaría a bloquear el funcionamiento de su casi perfecta máquina de hacer dinero? Más perversas son las situaciones donde la propia molestia es la razón de ser de la conducta ruidosa. Aunque a primera vista parece un sinsentido, no es demasiado arduo hallar actitudes así. En todos los casos se requiere cierto grado de psicopatía. En el extremo se sitúa el torturador profesional que emplea sonidos y ciertos tipos de música especialmente agresivos a fuerte volumen para aturdir a su víctima, impedirle dormir o dedicar sus pensamientos a cualquier otra cosa y de esa forma contribuir en su anulación definitiva como persona pensante. Sin embargo, para el torturador, el sonido y la música solo son herramientas que combina con otras si cree que lo necesita para conseguir su objetivo. No son especiales. Sea como sea, nadie hace eso solo por condicionantes económicos. Es imprescindible no tener escrúpulos y que el trabajo produzca alguna gratificación personal. Al mismo nivel de consciencia y quizá a un peldaño menos de psicopatía profesionalizada, conviene también hacer mención de los responsables de las administraciones que deciden dotar de cañones de sonido a las fuerzas de seguridad, con la intención de emplearlos para dispersar manifestaciones. Por cierto, que otra forma bastante extendida de crear confusión y molestia con el sonido entre los manifestantes consiste en hacer volar bajo a los helicópteros. Los psicópatas profesionales ruidosos de la fuerza pública no son sólo directivos de la administración. En esta categoría también caben tanto mandos intermedios como los propios ejecutores de las órdenes. El equipamiento de protección de las brigadas antidisturbios proporciona un notable aislamiento de la realidad, de manera que el contacto personal de los agentes con los manifestantes resulta bloqueado y la empatía se hace bien difícil en los actos de intimidación cuerpo a cuerpo. Si lo que se busca es la despersonalización y la distancia del objetivo, el empleo de cañones de sonido es ideal en ese sentido, porque la acción sobre los manifestantes tiene lugar a muchos metros de quien acciona el dispositivo. Mayor, incluso, que a la que se disparan los proyectiles de goma, por un tiempo en desuso tras las terribles agresiones que a más de uno le han llevado a perder un ojo y, desgraciadamente recuperadas en las intervenciones de la policía nacional en Barcelona en las protestas posteriores al referéndum de autodeterminación del primero de octubre de 2017. A los mandos del cañón de sonido, el ejecutor, adecuadamente protegido contra la agresión sonora, simplemente pulsa un botón y quien no esté protegido en un área de muchas decenas de metros ve su aparato auditivo sometido a niveles de presión que superan en mucho los considerados seguros. El peligro de daño irreversible del aparato auditivo es en este caso muy alto y entraña un menosprecio preocupante del sentido del oído. Por el hecho de ser colectiva, esta acción no debe dejar de ser considerada una tortura. Cabe preguntarse acerca de la opinión del mando intermedio que da la orden así como de la del agente que la ejecuta. Los instructores de armas suelen explicar con toda suerte de detalle los efectos que éstas causan sobre el enemigo. Esta información es fundamental para la evaluación de la conveniencia del empleo de un arma en una situación determinada y, por tanto, está perfectamente documentada. No hay que olvidar, además, que, como se detalló en los capitulos dedicados al ruido, el sonido es quizá el elemento más destructivo de algunas armas, entre ellas las bombas. Cuesta creer, pues, que los agentes y sus superiores no hayan sido informados del riesgo de dejar sordos para toda la vida a los manifestantes que pretenden reprimir, así como de los protocolos a seguir para protegerse. Parece imposible, entre otras cosas, que desconozcan el porcentaje de afectados irreversibles que su actuación puede causar en una población dada. Si llevan a cabo esas acciones no sólo es porque se sienten amparados por la ley, sino también porque se sitúan en una posición que no les permite adoptar la perspectiva de las personas a quienes podrían causar la pérdida irreversible de su audición. Consideran, tal vez, ellos y sus responsables, que la pérdida de audición es preferible a la de la visión. O quizá les dé igual. En cierto sentido, dado que la audición tiene en nuestra cultura menos valía que la visión, pero también, porque la pérdida de audición a causa de la exposición a 150 dB es mucho menos demostrable que la pérdida de un ojo a causa del impacto de una bala de goma. Nadie está en condiciones de probar fehacientemente que las lesiones causadas por la exposición a los niveles que genera ese arma se deban efectivamente a una exposición a ella y no a otra situación anterior en la que tal vez el afectado haya podido estar sometido a intensidades de sonido semejantes. Es mucho menos demostrable, por supuesto, igual que otras armas acústicas que causan daño en la piel y la musculatura, cuyas marcas desaparecen al cabo de un tiempo de la aplicación. Igualmente conscientes son quienes emplean el sonido a niveles altos como agresión a un medio con el que socialmente no empatizan y al que desean transmitir su rechazo. Entre estos últimos están quienes, al sentirse ofendidos por las demandas de silencio de sus vecinos, incrementan el nivel de la música o insisten incluso más de lo necesario en su actividad ruidosa solo por importunar a sus críticos. Existe un gran espectro de posibilidades. Otro ejemplo es el del conductor que produce ininterrumpidamente señales acústicas a fin de señalar su desagrado ante alguna práctica de otro conductor o viandante, incluso mucho rato después de que esa conducta haya desaparecido. En esta situación, el deseo de causar molestia coincide con la falta de consideración hacia quien, ajeno al conflicto, resulta claramente agredido como efecto colateral. Quizá sea el activismo social uno de los factores que ha llevado a los practicantes de la música noise a ponerle ese nombre. En este caso, el ruido deja de serlo para los seguidores, porque no les molesta. Entonces, para continuar haciendo honor a su nombre, debe la música noise buscar su público natural entre quienes la consideran una molestia? De hecho, todos somos ruidosos en cierta medida. Somos demasiados y muy diversos como para que nuestros sonidos tengan trascendencia y significación para todos; de manera que no podemos asumir la saturación del ambiente hasta el punto de lo que alcance la suma de todo lo que se nos ocurra hacer sonar. Hemos interiorizado ya la idea de que los memes primarios y agresivos prevalecen sobre los amables y reflexivos. Es difícil entender cómo es que no hemos desarrollado mecanismos eficaces de defensa para contrarrestar esa tendencia por la que tan comúnmente sucumbimos al planteamiento más violento. Eso es precisamente lo que ocurre en la gestión del nivel sonoro en los medios audiovisuales. Es una cuestión muy técnica y compleja que, en virtud nuevamente de los mecanismos de realimentación positiva da lugar a la guerra del volumen, que ya hemos tratado en otras comunicaciones. Sin embargo, en el contexto determinado por las consideraciones anteriores, conviene insistir en que ese proceso no sólo afecta el nivel sonoro de las músicas o a sus características espectrales; también es causante de que unas músicas prevalezcan sobre otras. Puede llegar a decirse que, al inducirse la pérdida del control personal del usuario sobre los niveles de sonido, constituye un medio soterrado de aprendizaje de la inconsciencia de la escucha y un paso más en el fomento de la inconsciencia generalizada. Al dejar de ser la música un objeto al que prestar atención en función de las expectativas de su discurso y convertirse así en un elemento más del fondo sonoro, la compresión se convierte en una forma potente de configurar la realidad en un sentido único para cada individuo; algo verdaderamente preocupante, porque nos conduce hacia un nuevo paradigma de escucha por el que la música se convierte en barrera de contención como reacción a la agresión sonora del mundo -una nueva utilidad tanto más apropiada cuanto más comprimido el producto-, lo que pondría de manifiesto una vez más la omnipresencia de la realimentación en los contextos donde el empleo del sonido y la escucha intervienen. Los hábitos de escucha han experimentado cambios importantes desde que los discos de vinilo se convirtieron en mercancía. En un primer momento, se adquirieron y emplearon como curiosidad exquisita. Se escucharon, tal vez, casi con la misma actitud con que se escuchaba un concierto. También se bailaron. Se revivía gracias a ellos el momento del concierto o del baile con aquella imagen no demasiado fidedigna de la realidad. Con el tiempo mejoraron las técnicas de almacenamiento y de reproducción, así que la escucha doméstica cobró mayor sentido y dio lugar a la aparición de la afición por la alta fidelidad. Pero, paralelamente a los resultados analíticos a los que dio lugar, esa extraordinaria facultad de revivir el pasado contribuyó a convertir las músicas en gestos congelados repetibles a discreción. Se banalizaron hasta el punto de devenir fondo sonoro seleccionable según la ocasión. Objeto ya de prescripción, la idea de bálsamo a base de la exposición semiinconsciente a productos musicales se halla hoy ampliamente diseminada. Por el contrario, la práctica selectiva de la escucha, la elección concreta de un determinado contenido sonoro con la finalidad de dedicarle el máximo de consciencia es una práctica rara. La música está perdiendo su carácter de detonante y estimulante de sentimientos e ideas, de acicate evocador de emoción y recuerdos, para transformarse en ruido de fondo individualizado y ajustable de la existencia humana. De adquirir las músicas como joyas poco menos que únicas para admirar sus destellos en el recogimiento imprescindible de una percepción verdaderamente atenta, hemos pasado a descargárnoslas indiscriminada y compulsivamente de las decenas -si no cientos, miles o más- de opciones que Internet proporciona, sin si quiera tener en cuenta que nunca tendremos tiempo para consumirlas, ni mucho menos, para escucharlas.
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