La aplicación de las tecnologías de la computación a los usos más llanos y cotidianos plantea cuestiones nuevas y paradójicas. En efecto, las cosas ocurren como si la creciente capacidad computacional de nuestros dispositivos digitales nos empujara casi por sí sola a llevar, en todos los terrenos, las cosas a sus últimas consecuencias. En los años 50, los avances computacionales se emplearon en la simulación del comportamiento de sistemas en situaciones que por nuestras limitaciones no estaríamos en condiciones de experimentar. Esas capacidades han evolucionado, pero sobretodo, aumentado, hasta el punto de que, además de permitirnos atisbar realidades inaccesibles a nuestra experiencia en condiciones normales, traen a la realidad aspectos que de otra forma hubieran permanecido emboscados en un universo de potencialidades. Es de esa suerte que el propio dispositivo computacional frecuentemente nos conduce a encrucijadas cuya conveniencia y significación no hemos tenido tiempo de considerar con la profundidad que nos parecería aconsejable si lo que se pretende es retozar despreocupadamente entre los supuestos beneficios de las nuevas situaciones creadas. En el Reino Unido, el Parlamento considera ahora que la alteración digital de algunas imágenes, por el hecho de que es imposible decidir objetivamente acerca de su realidad o irrealidad, condiciona peligrosamente el ideal de belleza en los menores. La anécdota llama la atención, porque la práctica del retoque fotográfico es algo que nos ha acompañado casi a diario desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Nos hemos dejado engañar repetidamente sin chistar durante más de 70 años. Sin embargo, el retoque analógico de la imagen podía ser identificado con más facilidad que el digital. El resultado del retoque digital puede llegar a parecer auténtico y, efectivamente, eso entraña riesgos, especialmente si los mensajes se dirigen a colectivos con reducida capacidad de hacer frente a las falacias. Pero ¿hay una manera clara de decidir acerca de quienes forman parte de esa población sensible? Y en el caso de que existiera, ¿tiene sentido hacer recaer sobre alguien la responsabilidad de decidir acerca de ello? Las propias posibilidades casi ilimitadas de la herramienta abren la puerta a la consideración de verdad de toda suerte de imposibilidades. Entre esas opciones contradictorias, junto a  la transformación de la imagen visual de lo alcanzable hasta convertirla engañosamente en algo a lo que nadie podría acceder, sin duda se encuentra la edición de las señales audio con idénticos resultados, con la diferencia de que éstos ya eran casi impermeables al análisis en tiempos de la tecnología analógica. Antes del éxito espectacular de las tecnologías ya tendíamos a valorarnos más allá de nuestras capacidades reales, pero entre muchas otras supuestas muestras irrefutables del poder de la inteligencia humana y de la eficacia de sus herramientas racionales, el éxito de estas técnicas de modificación de la imagen de la realidad ha influido quizá demasiado en todos nosotros, no sólo en los integrantes de esos colectivos que algunos consideran menos más influenciables. De hecho, junto a la capacidad de hacer la guerra y la de privar de alimento, la de registrar y reproducir los sonidos fue, en tiempos remotos, privilegio y atributo de los dioses. 

En una visita a Buenos Aires de hace unos años, me impresionaron profundamente las vallas publicitarias dedicadas a un anuncio de altavoces para coche. Sobre fondo claro, reproducían por toda la ciudad la imagen de una gran oreja de la que unas bien rojas gotas sangre parecían precipitarse al suelo bajo la valla. El mensaje se me antojaba claro : “si instalas esto en tu coche, oirás música tan fuerte como te lo permita el cuerpo”, o quizá, “incordiarás a tus vecinos hasta que les sangren los oídos”. Tanto si se trata de una cosa como de la otra como si de ambas, la propuesta es llevar la audición al terreno de lo insoportable. Desde entonces, muchas veces me he preguntado si será cierto que hay personas que están buscando eso. Nunca he llegado a la conclusión de que no, porque en la realidad siempre se pueden hallar representantes de cada uno de los constituyentes del espectro de lo posible. Como podemos, lo hacemos, pase lo que pase. No disponemos de herramientas demasiado sofisticadas para controlarnos, a pesar de la habilidad ética que Francisco Varela tan bien describía como hecho evolutivo casi únicamente propio de los humanos. Seguramente debido al aún incipiente desarrollo de ese mecanismo, nuestras colectividades humanas son capaces de poner trabas insalvables a los investigadores que tratan de generar conocimientos útiles al tratamiento de enfermedades incurables, al tiempo que no muestran reparo alguno en el suministro indiscriminado de herramientas que sitúan a sus usuarios en condiciones de hacerse daño a sí mismos y a su entorno próximo. Hasta les animan a que las empleen. Sabemos bien que no sólo las armas convencionales pueden causar daño. Los altavoces son ejemplo de ello y no sería la primera vez que han sido empleados como arma. Por cierto, que una bomba mata casi más por lo de altavoz que tiene que por la metralla que escupe. En su radio de acción, la muerte llega de la mano de una onda expansiva, que no es otra cosa que una onda de presión de gran amplitud, destructora de todo tipo de formación orgánica o inorgánica a su alcance. Al aumentar la presión en el interior de un compartimiento estanco, como la cabina de un coche, las probabilidades de deterioro de órganos delicados aumenta considerablemente. La membrana basilar, el órgano responsable de la transducción de señales mecánicas a eléctricas en el aparato auditivo es una estructura epitelial enrollada que, desplegada, tiene unos 3,5 cm. de largo. Del espesor de una piel, es al menos tan frágil como un trozo de papel y susceptible de ser afectada, si no destruida y, léase en sentido figurado, susceptible de sangrar, pues, por la exposición a señales sonoras de gran amplitud. Cuando me cruzo con uno de esos coches que emiten potentes latidos cargados de graves bien agresivos se me antoja cierto que hay gente que no pone objeciones a sangrar por los oídos. Especialmente, si lleva las ventanas cerradas, cosa que no siempre ocurre. El automóvil, esa herramienta cuya utilidad consiste, a partes iguales, en facilitar la independencia de los desplazamientos y en la significación de las identidades de sus ocupantes, viene cada vez más dotado de accesorios bien útiles a esa finalidad. Muchos de quienes escuchan música a todo meter en el interior del coche, no sólo lo hacen por el placer de escucharla en esas condiciones. También, por el placer de mostrarse, como los que llevan el cacharrito de los mp3 o, en su defecto, el teléfono móvil, a tope, con los altavoces ladrando y agotando baterías, en el metro o mientras andan por la calle. Es como si se pusieran un sombrero y ésa es la razón por la que no les bastan los auriculares. En cuanto llega el buen tiempo, mucha gente abre las ventanas y pone música, sin pensar en la intensidad del flujo acústico que sus cada vez más potentes equipos de audio proyectan a través de ellas. ¿Sin pensar? Aparte del indiscutible placer del airecito fresco de primavera entrando en casa para acariciarles la piel, mi impresión es que muchos sucumben a uno mucho más intenso y estimulante que, de hecho, no termino de entender por qué razón tan pocos admiten : el exhibicionismo. Si una cosa no estuviera íntimamente relacionada con la otra -placer y hacer públicas las propias insignias y banderas-, probablemente no daría tanto gusto abrir las ventanas para escuchar música, ni sería motivo de conflicto, porque se practicaría mucho menos. 

En lugar disminuir, el fenómeno va en aumento. Como todo lo demás : la potencia de los equipos domésticos para escuchar música, el tiempo medio que dedicamos a la escucha de productos sonoros, los niveles medios de sonoridad ambiental, los máximos, el umbral medio de audición en las sociedades industrializadas, el ruido que mete la maquinaria de limpieza favorita de los ayuntamientos, útil también para castigar el uso de los usuarios de vehículos y mortificar a los ciudadanos con su ruidazo a horas intempestivas para que se enteren bien de que limpian, los walky-talky de la policía, etc. No parece demasiado imprevisible ni incoherente que las variables relacionadas con los usos culturales del sonido y de la música presenten un comportamiento equiparable al de las variables que caracterizan el mundo en el que estamos inmersos : incremento monótono y exponencial, absolutamente divergente, como el del calentamiento global, sin ir más lejos, por el que casi mostramos tan poco interés como por la reflexión acerca del empleo del sonido. El nivel de violencia social aumenta al tiempo que las diferencias sociales y económicas. Sorprende, pues, que algunos especialistas aún se pregunten cómo es que hay crisis de autoridad. ¿Cómo no va a haberla, con esa carrera mediática donde el ganador es quién la dice más gorda, el que programa la actividad más violenta, quien adquiere más dinero o fama o pasa más tiempo sin pegar golpe? Actuamos como si mayoritariamente estuviéramos convencidos de que no tenemos límites y sí mucha prisa por quemar etapas. Pero una vez alcanzadas, ¿qué? ¿Seremos siempre capaces de discernir nuevas cotas una vez hemos llegado a las que ahora percibimos como franqueables? ¿Tan divinos nos creemos? ¿Será que hay alguien interesado en que fabulemos que siempre vamos a estar creciendo? A medida que pasa el tiempo, más perdemos la memoria de cómo fueron las cosas y más nos sometemos a las restricciones impuestas por el mundo que nos va rodeando. No es que pretenda que cualquier tiempo pasado fue mejor. Lo único que presumo es la perogrullada de que el pasado fue de otra forma. De hecho, no sé si nuestra condición ha sido alguna vez distinta de la de esos pobres perros cuyos propietarios condenan a vivir atados a una cadena. Como no han conocido la libertad, los hay que encuentran argumentos para concluir que no pueden ser infelices debido a esa carencia. ¿Es por ello que no tienen derecho a ser más felices de lo que son? No puedo creer que no esté bien claro quién saca partido de esa diferencia.

Hace también unos años, antes del 2000, Derrick de Kerkhove abogaba en uno de los  seminarios de ARCO en favor de las excelencias del incremento del pulso metabólico de la sociedad que, según él, se vincularía al desarrollo de Internet, al incremento de la capacidad de las fibras de transmisión de datos y al de la de las unidades centrales de proceso de los ordenadores y, en general, de cualesquiera dispositivos computacionales. En su discurso, bastante encendido y con argumentación no muy sólida, por cierto, pretendía que la nueva música, la propia de Internet y del pensamiento de raíz cibernética, era la tecno. No era el único visionario fascinado por la velocidad con que las etapas se iban consumiendo. Sin embargo, ahora que lo tecno se diluye en los géneros de toda la vida y pierde así su aureola de modernidad, de alternatividad y de resistencia al orden establecido, se ve bastante bien que aquéllos eran tiempos de entusiasmo casi ciego por ese progreso que se suponía iba a venir montado a caballo de los nuevos medios tecnológicos. Los mensajes de los vendedores de humo cuajaban con facilidad. Entre ellos, por supuesto, el cuento de las maravillas de ese ir siempre a más y no mirar atrás, no fuera que nos pasara como a la mujer de Lot. En algunos contextos, mucho hablamos y nos congratulamos del gran valor del trabajo y, en especial, del pensamiento de John Cage. Pues en absoluta coherencia con sus puntos de vista, aprovecho para recordar que ese pionero de la música electrónica y del arte de los media no tuvo ningún reparo en expresar contundentemente su duda acerca de que la vida deba caracterizarse por el progreso. ¿Seguro que el que vivimos es el mejor y no tan sólo el único de los mundos que nos está dado vivir?

Recientemente paseaba por la calle del Portal del Angel en Barcelona. Desde el cruce de la Calle de Santa Anna, parecía como si en la fachada de Cottet, la del termómetro  enorme, se hubiera apostado un energúmeno o,  mejor, un conjunto de ellos, armado de un potente sistema de amplificación de audio. A veces pasa en ese barrio, pero no era el caso. A la altura de Cottet, la llegada directa del sonido era muchísimo más agresiva que la emitida por la fachada, que no era otra cosa que el reflejo de los sonidos que el escenario de la plaza de Catalunya vomitaba con motivo de las fiestas de la Mercé. Me encontraba, pues, frente a otro de esos excesos. Precisamente, unas horas antes había fotografiado la parte trasera de ese escenario desde la Ronda de San Pedro, por su parecido inquietante con una mezquita.  Pensé también que podría semejarse al ábside de una iglesia cristiana y que en ese caso tampoco me sentiría ni un pelo más tranquilo. A veces, al compartir estas inquietudes, algunos me miran con cara de no entender mi perplejidad. Pero no conviene olvidar que los mensajes de la música ni son inertes ni inocentes ni desprovistos de ideología. Las formas de presentarla tienden a ser coherentes con la ideología de quienes la producen y la sitúan en algún contexto social. Si a alguien no le llama la atención que un escenario musical  se parezca a un altar con su retablo o a un edificio religioso, como es el caso de los escenarios callejeros, entonces, es que esa persona consiente en que ello ocurra de esa manera. Está, pues, de alguna forma, de acuerdo. Si en un contexto social dado no surgen demasiadas voces de sorpresa ante un fenómeno de esas características, es porque no hay inconveniente en que así ocurra. A mi me impresiona profundamente que no haya inconveniente y que, en consecuencia, en la mente de las personas de casi cualquier contexto cultural, el lugar de la música sea mayoritariamente tan parecido al lugar de la religión. Por eso, en los noventa me pareció muy interesante que los dijéis casi desaparecieran de las posiciones centrales de los escenarios. Pero fue por poco tiempo : el lugar ancestral de privilegio del oficiante fue siendo ocupado por nuevas generaciones de celebrantes, al tiempo que sus públicos, más que consentirlo, parecían haberlo esperado durante mucho tiempo.

¿Potenciarán, mitigarán, afectarán en algún sentido a esa curiosa similitud con lo religioso las nuevas formas de compartir música en las redes sociales? ¿Nos llevarán a una manera más independiente de escucha? Tengo mis dudas. Un motivo para dudar es que cada vez recibo más propuestas para hacerme fan de grupos y páginas en las redes sociales. El término fan es manifiestamente tendencioso. A mi me afecta mucho que fan provenga de fanático. Los fans, por ejemplo, encienden mecheros y velas cuando les cantan su canción preferida en un acto de comunión casi mística y, de preferencia, multitudinario. Me cuesta entender cómo alguien puede mandar mensajes pidiendo a la gente que se haga fan suyo o de algo. Más allá del hecho de que antes uno se hacía fan de quién le daba la gana sin que le contactaran directamente para ello, menos entiendo aún que al contestar a esas demandas explicando amablemente mis reticencias a hacerme fan de lo que sea, en el mejor de los casos, me respondan, también muy amablemente, que están de acuerdo conmigo, pero que distribuyen esas sugerencias por ahí porque otras personas sí responden positivamente a sus  peticiones. Vaya, traduciendo : que se hacen cargo de que las palabras llevan cargas ideológicas que pueden ser perniciosas, pero que si sacan algún beneficio por emplearlas indiscriminadamente, pues que fenomenal, que las emplearán y que si se hunde el mundo por ello, que les da igual. 

Se presentan ahora ante nosotros limites bastante bien definidos y difícilmente trascendibles : el energético y el medioambiental. Parece que mientras las reservas de petróleo alcanzan a marchas forzadas el punto más allá del cual su explotación deja de ser rentable, el cambio climático se dirige raudo hacia un colapso que muchos califican de irreversible y otros, de fatal. Pero la mayoría continúa confiando en que aguantaremos cualquier cosa que haya de venir, porque, desde que tenemos memoria de nosotros mismos, hemos superado los retos que se nos han ido presentando. Con demasiada frecuencia se ha colado en nuestras mentes ese discursito que pretende que la especie humana es la única capaz de adaptarse a todas las condiciones ambientales en la Tierra. ¿Todas? Esa idea es similar a pensar que el sol saldrá siempre porque lo hemos visto salir cada mañana desde que tenemos memoria. Pero “que el sol aparezca mañana es una hipótesis : y esto significa que no sabemos si amanecerá” escribe Ludwig Wittgenstein en algún punto del Tratatus. No es la primera vez que lo cito y creo que tampoco la última. Por su contundencia. El cambio es algo fundamental en el Universo. Los estados de las cosas no se mantienen indefinidamente ni los cambios son siempre graduales. El punto de ruptura, la discontinuidad, es, en él, inevitable. Si, como sugiere Jacques Attali, la música es a la vez espejo y profecía del mundo, mientras sus progresos continúen marcados por esa tendencia al crecimiento exponencial y divergente de las variables y no por cambios cualitativos y autoregulados, parece que no tendremos ningún indicio de que la tendencia global al desastre que ahora nos amenaza vaya a desaparecer.

Bibliografía 

Las ideas que se exponen en este texto, como todos los míos, se generaron a partir de la lectura de muchos autores que no se incluyen en citas. En los últimos años he leído demasiadas cosas en las que los diversos aspectos de los usos musicales son tratados de forma diversa : mi mente ha sido bañada en una sopa de memes a los que se ha mostrado enormemente sensible. Aunque no cito casi ningún autor ni pasaje concreto -ello condicionaría pesadamente el estilo-, no desearía pretender paternidades que muy posiblemente sean adjudicables a alguno de los autores que figuran en la bibliografía informal que sigue. 

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