Para dar sentido a mis intuiciones estéticas me siento obligado a recurrir a la ética. Es la única forma de eludir el vacío lógico al que forzosamente llegaría desde la fría consideracion de las cosas por ellas mismas. Siento además que las cuestiones teóricas esenciales que afectan al arte no pueden ya ser contempladas sin la luz que un punto de vista ético arroja sobre ellas.

Considero el sentido de la moral como un elemento funcional del desarrollo biológico, conformado tardíamente a partir del momento en que la materia, en su evolucionar de complejidad creciente, desarrolla sistemas nerviosos, especialmente los de los mamíferos, la estructura de información más compleja conocida por los hombres. El sentido de la moral permite un control suficientemente eficaz -una especie de homeostasis, si se me permite el abuso de lenguaje no malintencionado-, sobre esta tendencia mostrada por las particularidades formales de la materia -átomos, moléculas, macromoléculas, estructuras biológicas- a la competencia entre ellas por un cierto aspecto o elemento presente en el medio que habitan, hasta el límite, en ciertos casos, de la anulación; de la desaparición de unas en beneficio de otras pocas, las supuestamente mejor adaptadas al medio. La naturaleza ha desarrollado sistemas que regulan esa tendencia. Creo que el sentido de la moral puede ser considerado como un dispositivo que, en última instancia consecuencia de la organización de la materia, permite la protección de la diversidad de la información y que es utilizable por entidades supuestamente débiles o menos adaptadas al medio frente a otras aparentemente más fuertes.

En este contexto cobra nueva relevancia el hecho de que lo que un término significa no es siempre estable : evoluciona con el tiempo y se muestra constantemente en construcción según los usos a que es sometido por sus utilizadores -el medio en el que vive, y evoluciona hasta desaparecer. Me interesa hacer notar que este punto de vista ilumina la importancia de las luchas por el poder que se establecen a través del control del significado de las palabras. Acostumbro a llamar a ese mecanismo violencia terminológica

La tergiversación, la utilización de un término para designar algo diferente a lo que antaño designó, es una vía de violencia terminológica, muy usada en diversos medios artísticos, especialmente los tecnoartísticos, a menudo acompañada de obscuros razonamientos pseudoteóricos. Sirve esta estrategia para transferir el poder de la cosa designada antiguamente a la cosa nuevamente designada.

Si el proceso no es dirigido, se da de forma natural, y así es como los términos van cambiando paulatinamente de significado a lo largo de nuestras historias. No es que el arte haya muerto : tan sólo ocurre que ha cambiado y ya no es lo que fue. Lo que fue desapareció en el pasado y lo que va siendo se conforma y llena el término de significado renovado. Eso no es grave : únicamente es una constatación. Cuando el proceso es inducido por un grupo para cambiar el significado a algo, entonces se crean situaciones moralmente conflictivas, cuyas perversiones pueden afectar cuestiones esenciales.

Y así ocurre que en el siglo tal vez más necrófilo de la historia, unos claman por retornos al pasado y otros los proponen como situaciones nuevas. Para justificarlos bajo la máscara de la modernidad, en virtud de la extrema labilidad de la memoria biológica, hay quienes utilizan argumentos relacionados con la aparentemente indispensable necesidad de estrechar distancias entre creadores y no creadores, es decir, el público. Son argumentos que proceden de respuestas incompletas a cuestiones acerca de las necesidades y gustos del público, a menudo considerado como una enorme, monolítica y no diferenciada masa de no pensantes, desprovista de esas características sutiles que en realidad toma de especificidades y compartimentaciones propios de los muy diversos sectores que lo integran. Debe existir necesariamente un divorcio entre una propuesta artística cualquiera y al menos un sector del público, es evidente; lo contrario es impensable, a pesar de que, si se extraen las consecuencias de ciertos pareceres, diríase que el gusto es casi una constante espacio temporal universal.

Es curiosamente interesante el hecho de que el elemento formal compartido por las propuestas que, aprovechando este tipo de estrategias parasitarias, buscan la banalización, es la fascinación por la tecnología. A fin de cuentas no van para nada más lejos que el viejo y primigenio espíritu cibernético que por su carácter enciclopédico y globalizador, más allá de la dialéctica entre holismo y reduccionismo, ha sido esencial para la renovación del pensamiento -científico y no tan científico- actual.

Cierto es que para vender ampliamente, la uniformidad de los clientes es cómoda, pero eso no tiene nada que ver con la realidad de las cosas artísticas, las cuales, felizmente -al menos en apariencia-, muestran una tendencia natural a diversificarse de forma difícilmente previsible, véase caótica.

Una segunda vía de violencia terminológica, tal vez la más brutal, es la que niega la realidad de lo que un cierto término designa. Otras veces, sin embargo, esa negación se acompaña de la asignación de un término nuevo a fenómenos ya conocidos y nombrados, con entidad más que suficiente. El uso de una etiqueta nueva para algo que ya ocupa un lugar en las mentalidades de las personas interesadas por determinados fenómenos artísticos podría suponer diversificación y apertura hacia nuevas perspectivas si los viejos términos hubieran sido suficientemente extendidos. Esta práctica, común a las empresas multinacionales, permite una distribución más amplia de los productos. Pero desde el punto de vista del poder y el volumen económico que las propuestas de los artistas utilizadores de tecnología puedan tener, ese comportamiento parece desmesurado : creerse más fuerte o más popular que el vecino o creer que arrebatarle una determinada ventaja puede significar un cierto beneficio, no son más que vanas ilusiones.

Es difícil que en el interior de una especie persistan luchas internas hasta la desaparición. Normalmente, lo que hace desaparecer una especie es la pobreza de sus relaciones con el medio y, a causa de ello, si alguien llega a creer necesario un comportamiento agresivo, la elección del más cercano como competidor a eliminar, no es necesariamente la mejor estrategia. En general, las estrategias agresivas son un error de donde sólo las posiciones oportunistas, las suficientemente vacías de contenido, capaces de invertir instantáneamente el valor de sus producciones, pueden extraer un cierto beneficio. Pero si alguien gana, alguien pierde o algo se degrada. El beneficio no surge jamás de la nada. Tampoco sin degradación en alguna parte ¿Por qué los portadores de ideas de alto nivel de complejidad y estratégicamente poco agresivos son los que se ven obligados a degradarse?

Es cierto que las ideas pueden competir entre ellas por la ocupación de un cierto nicho imaginario en las mentalidades de los hombres. De hecho, lo hacen, pero, desde un punto de vista ético, nadie debería favorecer consciente y voluntariamente el desarrollo de unas en detrimento de otras más allá de su propia mente. ¿Por qué aprovechar el desconocimiento general del significado de un término para modificarlo? Eso equivale a ocultarlo activamente a los ojos de la Humanidad. ¿Y entonces, por qué? ¿Quién puede determinar cuando el significado de un término es mejor que otro? ¿Cuál es la legitimidad de la lucha en un sentido u otro? Y más aún : dado que las ideas y la vida son formas diversas que la información toma en este Universo del que no podemos escapar porque formamos parte de su consciencia -¡somos el Universo!-, desde qué perspectiva se puede juzgar la ética de las experiencias genéticas, si no tenemos un criterio claro acerca del control de la proliferación de las ideas? La actividad consciente y voluntaria sobre el desarrollo de las ideas ¿no supone un enorme peligro de proliferación del fascismo? Por ello, si el objeto de una publicidad es una idea, es necesario considerar el peligro emergente del hecho de que a medida que se insiste sobre ella, aunque sea el más descomunal de los despropósitos, puede adquirir, durante el tiempo suficiente para influenciar al Mundo, trazas de verdad. Por esta vía, cualquiera que sea la cosa, podría llegar a ser verdadera en algún contexto.

No podemos, pues, dar por ciertas las hipótesis, por más atractivas que nos parezcan. Escribe mi cada vez más querido Ludwig Wittgenstein en la proposición 6.3631 de su Tractatus logicophilosóphicus : "Que el sol aparezca mañana es una hipótesis : y esto significa que no sabemos si amanecerá".

No pienso que vida e información sean, aunque pudiera parecerlo de lo anterior, comparables. Representan niveles de complejidad de la estructura de la materia, eso sí. Nada más, empero. Los dispositivos funcionales deben ser, necesariamente, diferentes, aunque cubran funciones parecidas. Ciencia, arte, religión, no son, tampoco, comparables. Son formas de conocimiento : emanan todas en última instancia del aparato biológico que nos permite la existencia. Y es en ese punto donde la aplicación de términos mecánicos al arte, a la ciencia, al pensamiento, se muestra más inconsistente. Un pensamiento, por ejemplo, no es más grande o más veloz que otro porque, como sugeriría John Cage en Conference on Nothing, en Silence, no hay nada que decir ni sitio a dónde dirigirse...y esa es la única poética posible. Poética, por cierto, que se muestra a través de la técnica, uno de los frutos emergentes del pensamiento humano, una de sus manifestaciones más evidentes, la herramienta con la que modifica su realidad y la del Mundo, su mundo.

Y es que la realidad del hombre no existe sin el hombre : nada podemos decir de una realidad que no experimentamos. Influir en ella, tampoco. La que experimentamos nos llega velada a la consciencia...y no es posible decir mucho más. No es que la ciencia se cierre a ninguna realidad. Es el hombre quien no puede ir más lejos aunque crea que el arte le da respuestas.Una desautorización a la ciencia implica, sobre todo, una fascinación religiosa por la ciencia, por su poder.

La crítica que censura la supuesta opacidad de la ciencia a la realidad, tan sólo denota desconocimiento de la ciencia, del pensamiento, de sí mismo. De los propios límites : tenemos límites, hay que aceptarlo. Igual que la aritmética es incapaz de englobar el pensamiento entero e incapaz de dominar el infinito, simbolizable pero no abarcable por la experiencia humana. Por más apasionantes que puedan parecer los resultados recientes en cálculo simbólico, los ordenadores no nos acercarán más de lo que estamos a ningún número real. Imposible reducir la raiz cuadrada de dos a una ristra finita, manejable, de unos y ceros.

La ciencia, como la historia, como la verdad, no es una : muchas son las ciencias, muchos los saberes y conocimientos, muchas las perspectivas metodológicas que tratan de dar cuenta de lo que se aparece a nuestros sentidos, los naturales o los elaborados artificialmente. Muchos son los pensamientos artísticos, los religiosos. Todo ello forma parte de nosotros mismos y no es posible en ese terreno de las mentalidades diferenciar los elementos propios de cada uno porque la individualidad es, experiencia intransferible, un sueño de los individuos. Y es necesario asumir de una vez por todas que lo que importa no es el indivíduo : sea o no sea consciente, lo que importa es la especie.

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