Desde los años ochenta del pasado siglo muy variadas voces vienen insistiendo en llamar la atención acerca de la diseminación del empleo del ruido en música como elemento innovador y, a veces, hasta revolucionario. Esa pretensión de modernidad no parece haber frenado la tendencia a una búsqueda de pasado que querría consensuar el enraizamiento del fenómeno en una serie de hechos musicales futuristas que tuvieron lugar en torno a las dos primeras décadas de ese siglo : el Manifiesto de los músicos futuristas y las obras de Francesco Balilla Pratella, el Arte de los Ruidos – Manifiesto futurista de Luigi Russolo, inventor de los intonarumori, los trabajos musicales de diversos autores que también habían encontrado valor expresivo en los sonidos de las máquinas y las ciudades o, incluso, como Marinetti, en consonancia con sus coqueteos fascistas, en el paisaje sonoro bélico y aún otros epifenómenos humanos vinculados a su idea de progreso, con cuyas excelencias todos parecían encantados. En un nivel superficial de reflexión fue correcto reivindicar el empleo musical de los ruidos, porque en tiempos del Futurismo se creía que, para bien o para mal, los sonidos hasta entonces empleados en música poseían características especiales que los diferenciaban del resto.  Algunos querrían haber visto en el empleo consciente del ruido en música un síntoma de transformación, incluso, de desestabilización de los sistemas de valores musicales tradicionales y, por extensión, estéticos y morales. No lo niego, pero quisiera matizar la novedad de esas propuestas de principio de siglo, así como las del final y, por supuesto,  las actuales, recordando que el ruido y los procesos caóticos estaban por todas partes antes incluso de que la música existiera. Cuando nació, fuera como fuera y cuando fuera, humana o no, tuvo necesariamente que integrar el ruido en su seno, porque éste era, es y, muy posiblemente mientras exista, será una característica esencial del tejido más íntimo del Universo. Como he mostrado anteriormente, el ruido siempre estuvo en la música y siempre fue parte importante de él. Si raro es el instrumento musical que no contiene importantes trazas de ruido en su espectro, imposible es hallar una sola muestra de habla humana donde no pueda ser descrita una importante aleatoriedad espectral. A pesar de ello, parece que hasta el advenimiento del futurismo, nadie quería ser totalmente consciente de ello. De alguna manera, los músicos tradicionales siempre lo supieron y creo que no me engaño demasiado si extiendo ese conocimiento a todo el mundo. Cualquiera que se haya puesto a tocar un instrumento por primera vez, y también cualquiera que haya asistido a esa experiencia aunque sea en tercera persona, sabe que lo más esperable en esa situación es una retahíla de sonidos no deseables; errores, fallos, ruidos : sonido del choque del plectro o de las uñas con las cuerdas, trasteos de las cuerdas por presión insuficiente, frotado accidental de las cuerdas con los dedos, frotado excesivo o irregular del arco sobre las cuerdas, soplo excesivo a causa de la insuficiente clausura de los labios sobre la embocadura, multifónicos debidos al exceso de presión de aire o variaciones del tamaño de la apertura de los labios sobre la embocadura, relaciones interválicas inarmónicas muy por encima del umbral de detección del oído, sonido excesivo de las llaves o los pistones del instrumento y muchos más. El catálogo de posibles pequeños y grandes desastres es amplio y bien conocido de los instructores, que disponen de un nutrido arsenal de estudios más o menos tediosos para recetar a los novicios a fin de conjurar la predisposición a cada uno de ellos. Parte del trabajo ineludible de la preparación de los intérpretes tradicionales consiste aún hoy en la búsqueda de un sonido que contenga la menor cantidad posible de esos defectos surgidos del aumento de tensión en puntos de alta probabilidad de comportamiento caótico. La eliminación del sonido del contacto de la uña en el tañido, el soplo o el sonido de las llaves y, por supuesto, una afinación lo más ajustada posible, son objetivos primordiales del aprendiz avanzado que desea abrirse paso como intérprete. Nunca son completamente alcanzados : cualquier representación gráfica suficientemente precisa del sonido generado en una interpretación musical revela con claridad la presencia de los demonios por todas partes. La mejor interpretación contiene siempre algo, quizá sólo una sombra, pero algo, al fin, de lo que en el aprendiz se consideran errores. La diferencia está en que esas trazas, aunque se vean y, quizá, hasta se escuchen levemente, no se perciben como fallos. En conjunto no alcanzan a superar el umbral de lo que se consideraría como tal. En cualquier caso, sea cual sea el nivel del intérprete, la probabilidad de que algún sonido inesperado se produzca nunca es nula. Siempre hay un techo. El ruido es inevitable. La aparición del fallo es cuestión de tiempo. Por eso, cuanto más se toca, mayor es la probabilidad de que el ruido se manifieste en algún momento. Si los errores no están relacionados entre sí, la situación puede ser considerada un proceso de Poisson; sin ir más lejos, como el que subyace a fenómenos como la manifestación de faltas de ortografía en una página, el encuentro con animales muertos a lo largo de una ruta, las mutaciones que en un determinado contexto experimental sufre un cierto segmento de ADN, la distribución de las estrellas para una cierta cantidad de volumen espacial, la manifestación de un error de computación en una aplicación informática, la tendencia a la desintegración de los átomos de una substancia radiactiva o la llegada de llamadas a una central telefónica durante cierto tiempo.

El catálogo de sonidos indeseados que un instrumento musical cualquiera puede producir es mucho mayor que el de los deseados, es decir, aquellos para los que, en principio, fue diseñado. ¿Cómo es que la estructura de los instrumentos musicales se ha planteado tan abierta a la posibilidad de error? ¿Es una necesidad musical o es un epifenómeno consecuente a un rasgo más general de la música? Cualquiera que sea la estructura de un instrumento musical, siempre es posible plantear formas de ejecución cada vez más difíciles, cada vez más opuestas a la tendencia entrópica. Uno se imagina así a los intérpretes siguiendo el trazo de los puntos más elevados de una afiladísima cresta y tratando siempre de superar con inercia suficiente los pasajes críticos sobre los que una detención mínima, con la subsecuente pérdida de inercia y, luego, de equilibrio, podría conducir directamente al valle del error definitivo. Vista así, no hay duda de que se trata de una tarea que requiere un gran aporte de energía. ¿Forma eso parte de lo que la hace ser considerada meritoria?

Recurso común de tantísimas tradiciones musicales, la búsqueda de la consonancia, esa sensación que se experimenta con la escucha de intervalos siempre localizables entre elementos consecutivos de las partes bajas del espectro totalmente armónico -signo de un acontecer perfectamente periódico; completamente previsible, pues- revela un deseo de estabilidad, que, si compartimos con Jacques Attali la idea de música como organización del ruido, como reflejo de la fabricación de la sociedad y banda audible de sus vibraciones y signos, podríamos interpretar como síntoma de una tensión más profunda hacia algo que forma parte de una concepción del mundo de la que nunca nos hemos desprendido completamente : puede que en el principio fuera el caos, como enseñan tantas cosmogonías, pero en contra de la propuesta generalizada que da continuación a la historia, el caos primigenio, en estos casos algo completamente aleatorio, ruido, pues, nunca desapareció completamente ni hubo intervención activa que lo eliminara de manera brusca. Es evidente que continúa entre nosotros y si hemos tendido a barrerlo de nuestras intervenciones locales, será porque no éramos totalmente inconscientes de su presencia, pero que, por alguna razón, estimábamos beneficioso hacerlo desaparecer. Será que no éramos capaces de comprender su significado, quizá, o que en esa forma arcaica de ver el mundo, el ruido haya sido considerado espectro de lo más negativo, por haberse planteado como el extremo más alejado de la existencia : la muerte. No creo que se equivoque demasiado quien opine que esas narraciones fueron construidas al amparo de poderes que necesitaban diferenciar lo que les convenía de lo que no. Lo más inquietante es la sospecha de que al poder, que se manifiesta y expresa en la clasificación, la separación, la diferenciación, le es completamente indiferente que algo en concreto sea conveniente o inconveniente o pertenezca a una clase o a otra. Para existir, que es casi equivalente a ser-ejercido, necesita, tan sólo, establecer y mantener distancias. Entre lo que sea; tanto da. He aquí, pues, una posibilidad del origen del ruido así como de la difícilmente explicable tendencia a rehuir algo tan interesante y a la intención aún más extraña de aprovechar cualquier ocasión para manifestar nuestra repulsa hacia él : sin su existencia, quizá el poder no podría presentarse como necesario. Y ese plasma, el poder, que se reparte de un individuo a otro, de una comunidad a otra, y nos posee, no es que emane de un único lugar. Ya lo sabemos : todos somos especialistas en mantener distancias, así que cada uno elabora íntimamente sus propias clases de conveniencias e inconveniencias, de ruidos y de no ruidos, de acontecimientos censurables y no censurables, a modo de parapetos desde los que ejercer su cuota de poder, por nimia y ridícula que sea. ¿Será que la reticencia a aceptar la indeterminación -en física y, en general, en todos los dominios de aplicación del pensamiento-, que la sintamos tan lejana de la intuición, es sólo una consecuencia de considerarla ancestralmente como algo proscrito?

Las tradiciones musicales acostumbran a distinguir entre lo consonante, que conjunta, que suena bien, y lo disonante, que separa, que no suena bien. La disonancia, pues, puede ser considerada como una especie de ruido. En la tradición occidental existe una disonancia tal vez más inquietante que las otras. Es el tritono, también llamado “diabolus in música”, que divide la octava en dos partes iguales. Ese intervalo del diablo, una distancia de tres tonos, se da en escalas muy diversas; entre ellas, la diatónica mayor, que lo presenta entre los grados cuarto y séptimo. Como se trata de una cuarta aumentada, su entonación melódica es, como lo hacía notar Jacobo de Lieja en 1325, especialmente difícil; mucho más que los demás intervalos que cubren cuatro grados, con dos tonos y medio, es decir, cuartas justas. Esa rotura de la simetría era razón suficiente para que el tritono produjera desazón entre los teóricos hasta el punto de que se propusieran para él tratamientos especiales. Con el sistema de hexacordos carentes del séptimo grado y la introducción del Si bemol en el Micrologus de Guido d'Arezzo fue posible eludir la falta de simetría en ese punto de la escala, de manera que cualquier manifestación del tritono y la dificultad de entonación que entraña quedaban estructuralmente conjuradas. A causa de esa dificultad, la cuarta aumentada fue considerada diabólica en sentido figurado, pero con el correr del tiempo, quizá ello  contribuyera en los ríos de tinta que mucho más adelante manaron acerca de su significación satánica. Algunos han llegado a sugerir que ese intervalo sufrió una estigmatización debida a la creencia supersticiosa de que su sonoridad brillante podía afectar a quienes lo escucharan e inducirles a tener pensamientos impuros, por lo que, al ser considerado obra de Satanás concebida con la finalidad de poseer a los humanos por medio de la música, el empleo del tritono, interpretado como invocación al Maligno, había sido considerado índice de práctica satánica y, como tal, castigado por la Iglesia y la Santa Inquisición en el Medioevo. Otros asocian el número de semitonos del tritono, seis, con el número de la bestia en la cábala hebrea, lo que implicaría dar por supuesto que los teóricos antiguos contaban en semitonos iguales, cosa más que dudosa, pues empleaban la afinación pitagórica. Sin el apoyo de documentación fiable, nada de eso parece probable. De hecho, se contradice con la existencia bastante profusa de obras medievales y renacentistas que lo integran sin el menor aspaviento. Si de Perotinus a Claudio Monteverdi es posible hallar el tritono en un nutrido grupo de autores, los textos teóricos de las épocas en que vivieron también se refieren sin ambages a esa distancia, clasificándola de disonancia perfecta o, incluso, de consonancia circunstancial, que hasta puede ser agradable según la forma en que se trate. De hecho, ocurría y ocurre con él como con las otras disonancias, que, según la teoría tradicional, deben ser tratadas de manera que su tensión acumulada se diluya en el remanso de paz de alguna consonancia. Más allá de precisiones eruditas o interpretaciones apocalípticas se destila de lo anterior como dato significativo la existencia de dos categorías de secuencias y superposiciones que se contraponen entre sí. Las pertenecientes a una son consideradas conflictivas, mientras que las otras, carentes de conflicto, se suponen capaces de relajar las tensiones debidas a la presencia de las primeras, siempre que la resolución del conflicto se plantee atendiendo a una determinada secuencia de acontecimientos. La especificación de qué acontecimientos pertenecen a una u otra clase así como el conjunto de los procesos de resolución de los conflictos varían de una época a otra, de un contexto cultural a otro. Si bien la mayoría de músicas que se consumen en la actualidad continúan rigiendo su devenir armónico según los criterios formales de la armonía preclásica de Jean Phillippe Rameau, es posible establecer una línea de pensamiento musical donde el concepto de disonancia es cada vez más gradual y las consonancias terminan siendo casos aislados, de manera que la oposición entre ambas clases de fenómenos casi deja de tener sentido . Desde Hermann Helmholtz, un único sonido compuesto puede contener en sí disonancias y consonancias, puesto que los parciales inferiores crean intervalos consonantes con la fundamental, mientras que la distancias con y entre los superiores son, en muchos casos, disonantes. Pero no es necesario exponer el oído a dos tonos separados de un cierto intervalo para experimentar la perturbación rugosa de la disonancia : esa sensación puede ser incluso percibida en los armónicos aurales, que se generan como resultado de la estimulación de la membrana basilar a muy alto nivel sonoro con un único tono senoidal, de un único parcial, y el caso es que, como sugieren Kameoka y Kuriyagawa, la consonancia total no puede ser experimentada : “La experiencia de tono con una disonancia de cero absoluto es imposible” porque “el cero absoluto se alcanza sólo cuando los sonidos internos y externos son absolutamente nulos y la presión es también cero”. Entonces, como observa James Tenney en su A History of 'Consonance' and 'Dissonance', la consonancia perfecta sólo se experimenta en el silencio total, el cual, ya lo había señalado John Cage, es inalcanzable.

A caballo de los siglos XIX y XX, momento en que se ponía de manifiesto el carácter esencialmente estadístico de la segunda ley de la termodinámica y el concepto de ruido y la probabilidad se revelaban imprescindibles para la comprensión de fenómenos esenciales como el movimiento browniano, tras dos mil quinientos años de vigencia, la volatilización del conflicto entre disonancia y consonancia condujo a medio plazo a la desaparición de la necesidad de preparación y de resolución de las disonancias, lo que abrió la puerta al planteamiento sin restricciones de lo que desde el principio planeaba en el aire : la experiencia del sonido tiene siempre lugar atravesada por el ruido. Si era posible escribir e interpretar, presentar al oído, pues, cualquier disonancia sin que fuera imprescindible el planteamiento de secuencias rígidas de acontecimientos musicales preparatorios o resolutivos y, si, como mostraban las tendencias atonales de la época, no había sonidos musicales más importantes que otros, si la idea de progreso se manifestaba tan atractiva, con tanta fuerza y especialmente vinculada a los nuevos sonidos de las modernas y poderosas máquinas, ruidos, entonces, por más revolucionaria que fuera y pudiera sufrir grandes rechazos, la propuesta futurista de llenar de ruido las salas de concierto era, desde la perspectiva del acontecer histórico de la música, poco menos que insoslayable. Es difícil imaginar esa fruta madura ignorada por mucho tiempo, sin que a nadie se le ocurriera probarla. Alguien tenía que hacerlo. Al menos, señalarla : ponerla de manifiesto. Fueron Pratella, Russolo y los otros músicos futuristas, quienes tuvieron esa rara inteligencia. El descubrimiento del valor estético del ruido y su consideración como elemento de pleno derecho en los discursos musicales son, sin ninguna discusión, logros futuristas, pero, esa innovación fue rápidamente reinterpretada y asumida por géneros como las músicas concreta y acusmática, la música electrónica, la electroacústica, la techno, la noise, la noise rock, la noise punk, la no wave, la japanoise, la industrial, la post industrial, la post digital, el glitch, … , las cuales, por más que parezca que se insista o haya querido darse a entender en algunas tal vez demasiado prematuras historias de la música electrónica , no pueden todas ellas considerarse ni estética ni éticamente emparentadas. A lo largo del siglo XX, la presencia explícita, deseada y consciente del ruido en la música tuvo lugar según los planteamientos más variados, hasta el punto de haber generado una industria cultural económicamente nada desdeñable. Los oídos estaban bien preparados para las sutilezas perceptivas que los contenidos ruidosos exigen, de manera que, a pesar de las reticencias y las duras críticas iniciales, que nunca pudieron apoyarse en argumentaciones consistentes, la introducción de esos elementos en la música y el arte fueron encontrando cada vez mayor aceptación y comprensión. Lo verdaderamente diferencial no era la introducción del ruido en música, sino la toma de consciencia de su importancia, de su valor estético, de su potencial ético, de su capacidad transformadora y, quizá aún más, el atrevimiento de plantearlo abiertamente a la sociedad y así hacerla partícipe de una realidad que, oculta durante siglos, no había podido caducar. Ese alarde de consciencia reivindicativa derivó de la necesidad de hacer realidad la presencia del mundo en el arte y, especialmente, de situar al arte en el mundo, de exponerlo a sus avatares implacables. La historia que da comienzo con el empleo consciente y desafiante del ruido en las composiciones musicales pero también, en una medida u otra, en las manifestaciones artísticas no musicales, se integra en la historia de la restitución del valor del ruido en el pensamiento y en una realidad que durante siglos se ha visto desprovista de uno de sus elementos esenciales. No es que en el principio fuera el ruido, la no forma, lo ilimitado, y hayamos evolucionado hacia la forma, lo limitado y el control bajo el influjo de fuerzas misteriosas. No es que hayamos recorrido un camino luminoso de destierro del ruido primigenio hacia la depuración, la supuesta perfección. No es que exista una dirección precisa en la que orientarse. Todo lo contrario. Esa toma de consciencia en el seno del arte implica la restitución del ruido como elemento estructural de pleno derecho en los planteamientos estéticos. Lo impactante de la puesta en práctica de esas ideas es que, casi automáticamente, tan sólo por devenir elemento de un discurso, lo que hasta ese preciso momento era ruido deja de serlo como por arte de magia. El ruido no es más ruido en cuanto se hace consciente, siempre que en ese mismo acto cobre sentido; de inesperado, pase a ser esperado y devenga, así, objeto de deseo. Silencio : no hay banda.

Por más que amplificadores y membranas de altavoces se frieran al sobrepasar durante demasiado tiempo el punto de saturación dinámica y tuvieran que ser substituidos durante las actuaciones, por más que la voz de un William Bennett de gafas oscuras, gorra de plato y gabán de cuero tres cuartos emergiera de la densísima marea de sonido con mensajes apenas inteligibles pero violentísimos, del tipo “You're nothing! Cunt's nothing!” o peor, por más que por espacio de más de una hora hubieran sido sometidos a lo que otros considerarían una auténtica tortura, un rosario de vejaciones insoportables, para los seguidores de Whitehouse, cualquiera de sus eventos era esperado como si se tratara de un delicioso manjar. Para ellos, no era, pues, ya, ruido. Había dejado de serlo en algún momento de la historia individual de cada uno. Lo mismo había ocurrido a Pierre Schaeffer con el traqueteo del tren, así como con cualquiera de los sonidos escogidos para sus Cinq études de bruits. De significante sonoro del objeto tren, ruido, pues, si se me permite, en virtud de la repetición, es decir, del bucle grabado en discos especiales de surcos circulares, pero también de la decontextualización y la posterior recontextualización en una reflexión sonora articulada en forma de composición, el traqueteo, del que las técnicas hacían emerger ritmos y coloraciones tímbricas, devenía objeto sonoro desbordante de significaciones musicales para quienes hubieran querido abrir la mente a esa propuesta. Por supuesto que para el resto, la mayoría, el traqueteo del tren continuaba siendo un ruido y podía resultar desagradable, provocar hilaridad o, simplemente, producir aburrimiento.

Los sonidos de Schaeffer y los de Bennett, sin embargo, nada tienen que ver entre ellos en cuanto dejan de ser ruidos y se convierten en sonidos identificables. Menos aún, sus formas de tratarlos, de generarlos, de grabarlos y, especialmente importante, de emplearlos en la articulación del discurso musical. Ocurre igual si se añaden a la comparación los de, por ejemplo, Russolo, Reed, Merzboz, Ikeda, Fennesz, Cascone, Marinetti, Vainio, Varèse, Hecker, Sakata, Satie, Pratella, Chartier, Oval, Hindemith, o Collins. El uso del ruido, sus características acústicas, las razones de toda índole por las que unos y otros se consideran ruidos, son tan distintos entre los que pueblan la cultura  post digital y los que se emplean en noise punk, que uno se pregunta si será cierta la pretensión tácita de que el ruido es un elemento común a ellas. ¿Alguien en su sano juicio se sentiría verdaderamente capaz de argumentar la similitud entre, por ejemplo,  One Minute de Rioji Ikeda con Slum Service, de The Locust?

Sea, para empezar, One Minute, que forma parte de la compilación An Anthology of Noise and Electronic Music. Característica del trabajo de Ikeda, se trata de una pieza de planteamiento muy claro. Un tono puro de 2000 Hz se extiende a lo largo de los primeros 59 segundos de la pieza, jalonado por la aparición periódica de dos sonidos de ataque y caída cortos y espectro más complejo y extendido. El más fuerte, denso y expandido, de altura característica más aguda, se manifiesta cada 4 segundos. El más débil y de espectro más concentrado, de altura predominante más grave aunque con componentes por encima de 14000 Hz, se produce cada segundo. Juntos remedan la combinación más simple de la caja de ritmos del popular Casiotone. En el segundo 11 se presenta un nuevo material que, de 1 segundo de duración, suena cada 4 segundos. Se trata de un acorde de tres senoides de 12000 a 13600 Hz. Anticipa la llegada del sonido de ataque corto y periodicidad de 4 segundos o la llegada de un nuevo material de un  duración variable en el segundo 16 y que se manifiesta cada 8 segundos. Este último, que puede durar entre medio segundo, como en el segundo 24, y 3 segundos, como en el segundo 56, es un sonido más complejo que los anteriores, procedente de la unión secuencial de diversos materiales sonoros y seguramente resultado de procesos de computación. En el segundo 59, finalmente, un tono puro de un segundo de duración y 1000 Hz. corta todos los materiales anteriores y termina la pieza exactamente en el segundo 60. Algunos aspectos más podrían ser detallados al respecto de la estructura de la pieza, sin embargo, su análisis no aportaría elementos negativos ni positivos a mi argumentación. 

Sea ahora la pieza Slum Service (Served on the Slice), que The Locust presenta en el décimo corte de su New Erections. Escojo esta pieza por el parecido de su duración con la anterior. Desde el punto vista de la complejidad tímbrica, ésta es similar a otras piezas del disco, como God Wants Us All To Work In Factories, o mucho más que Scavenger, Invader, donde el motivo en onda cuadrada, quizá en pulso, de muy alta calidad, por cierto, se basa en la escala armónica ascendente. Desde el punto de vista rítmico y temático, Slum Service presenta una estructura muy clara, aunque mucho más variada que la anterior y marcada por el comportamiento instrumental, que deja a la voz relativamente libre a lo largo de toda la pieza. El primer tema en 4/4 aparece en el segundo 0 y dura 4 compases a un tempo cercano a las 130 pulsaciones por minuto. Si se tuviera en cuenta la acentuación, podría decirse que el comienzo es anacrúsico y que entonces dura 3 compases de 4/4 más uno de 2/4 más la anacrusa del comienzo, pero dado el uso que de él se hace a lo largo de la pieza, me inclino por la primera opción. De cualquier manera, ninguna de las dos estaría en contradicción con la claridad estructural a la que estoy aludiendo, la cual permite, entre otras cosas, identificar claramente puntos precisos del transcurso de la pieza. Tras los primeros cuatro compases, en 07.472s. se produce una variación temática que denominaré respuesta del primer tema. Esta se extiende durante 3 compases de 3/4 más uno de 5/4 y abre paso a los doce compases de 5/8 del segundo tema, que da comienzo en 14.054s. y termina en 27.551s. con un puente de 3 compases de 2/8. La pieza alcanza así, en 29.263s., la primera reexposición del tema principal, que dura 3 compases de 4/4 más una conclusión de dos compases de 2/8, en 35.263s., que terminan en el comienzo de la segunda reexposición del tema principal en 36.236s. Igualmente dura 3 compases de 4/4, pero esta vez, la conclusión, que empieza en 41.735s., dura 3 compases de 2/8. En este momento, 43.188s., tiene lugar una reexposición instrumental del tema principal con una duración de 3 compases de 4/4 a un tempo superior al anterior; del orden de 160 pulsaciones por minuto. La conclusión de esta reexposición instrumental dura 1 compás de 2/4 y tiene lugar en 47.743s. con la reaparición de la voz que continúa en 48.533s con la última reexposición del tema principal, siempre a 160 pulsaciones por minuto. Por fin, una rápida coda de 2 compases de 2/4 que empezó en 53.158s. termina la pieza en 55.064s.

Vista secuencialmente, la estructura temporal de Slum Service es la siguiente : 

00.000s. tempo : ca 130

tema principal. 4 compases 4/4 

07.472s. tema principal. respuesta.  3 compases 3/4 + 1  compás 5/4

14.054s.  segundo tema. 12 compases 5/8 

27.551s.  puente. 3 compases 2/8

29.684s.  tema principal. reexposición. 3 compases 4/4 

35.263s.  tema principal. conclusión. 2 compases 2/8 + 

36.236s.  tema principal. reeposición. 3 compases 4/4

41.735s.  tema principal. conclusión. 3 compases 2/8

43.188s.  tempo : ca 160

  tema principal. reexposición instrumental. 3 compases 4/4. 

47.743s.  tema principal. conclusión con aparición de la voz. 1 compás 2/4 

48.533s.  tema principal. reexposición con voz. 3 compases 4/4 

53.158s. tema principal. conclusión con voz. 2 compases 2/4 

55.064s. fin

Si el contenido instrumental de los temas principal y segundo, puente, etc., es claramente solfeable, el material tímbrico básico es cercano a la onda cuadrada, al pulso y a la saturación. Por su parte, la batería proporciona una base rítmica totalmente inteligible, con un tempo perfectamente estable y previsible. En cuanto a la voz, más recitada que cantada, pero solfeable igual que el contenido instrumental y siempre claramente masculina, cabe distinguir tres registros bien diferenciados, todos fruto de la voluntad de ser percibida como una mezcla de enfado, denuncia y violencia. El que se emplea para contestar al musema instrumental que comienza el tema principal es una especie de grito potente enfatizado por la subvibración de la cavidad glótica que grotescamente rezuma masculinidad forzada y cierta monstruosidad. Diría que el que se emplea para el principio del segundo tema es menos violento al principio, más indolente, de articulación algo más imprecisa y desdibujada, pero se transforma en el mismo registro que el anterior justo antes de alcanzar el puente. El tercer registro es el empleado para cantar los comentarios que en el texto de la canción aparecen entre paréntesis. Más agudo, también fuerza las cuerdas vocales y la laringe entera, de manera que se manifiesta falsamente afónico. Todos los registros vocales comparten la tendencia al esperpento y la caricatura. La comprensión del texto no siempre es fácil. Especialmente, al principio del segundo tema, pero mucho menos difícil que en cualquier aria de ópera tradicional, donde, como sugería Luigi Nono, se abandona la comprensión en beneficio de detalles más musicales.

La estructura melódica de Slum Service es francamente simple. Por otra parte, como se desprende del análisis anterior, la rítmica, basada en una amalgama de compases de no demasiada complejidad, es compatible con la de otros grupos tradicionales de rock y bastante menos compleja que la de una pieza típica de Henry Cow o de Yes, por poner un par de ejemplos. Por supuesto que nada que ver tiene con las complejidades rítmicas de las obras de Stravinsky, Hindemith o los valores añadidos de Messiaen. No mucho más complejo ni imprevisible puede ser considerado el comportamiento tímbrico, rico en armónicos, de hecho, poco identificable con el ruido, pues, y sabiamente mezclado junto a los demás elementos musicales, gracias al buen criterio de una producción profesional e impecable, común a todos los cortes del disco. ¿Qué comparten, pues, la pieza de Ikeda y la de The Locust? Para verlo, consideremos el empleo que ambos casos hacen de algunos recursos típicamente musicales. En la primera, el tempo y el ritmo son constantes. En la segunda, a pesar de que varían, existen. En una, el timbre es extremadamente simple. En la otra, el timbre, aunque rico y armónico, no llega a ser complejo. Si en One Minute no puede decirse que exista melodía ni armonía, en Slum Service la melodía y la armonía son mínimas, elementales, casi irrelevantes para la composición. Si en la primera, la ejecución es confiada completamente a una máquina, en la segunda, son intérpretes humanos quienes la llevan a cabo.

Comparten, pues, tres aspectos : mantenimiento de alguna pulsación periódica durante un cierto tiempo, altos niveles de audio y simplicidad melódico-armónico-timbrica, lo que implica gran previsibilidad y, por tanto, baja tasa de ruido. Aunque muy difícil de precisar, en la producción musical de todas las épocas encontraríamos un número enorme de ejemplos que se caracterizan por el primer aspecto. La mayoría, muy posiblemente. Serían muchas, también, aunque menos, las que coincidieran en el segundo. Sin duda, las más numerosas serían aquéllas cuyos sonidos contienen pocas cantidades de ruido, como las que acabamos de analizar. La mayoría, también. Por lo visto, pues, no es necesario que las piezas noise contengan ruido. De hecho, muchas de las así consideradas no sólo no son estructuralmente ruidosas, sino que se asemejan más a la música tradicional que a la que compusieron los músicos futuristas o a otros trabajos contemporáneos realmente ruidosos, como Proanomie, del grupo canadiense Vomir. Lo que quizá más ruidosas las hace es el alto nivel de audio requerido por su escucha. Pero en ese caso, desde la perspectiva de quienes las escuchan con placer, ¿pueden ser consideradas verdadero ruido? Si, como estamos viendo, el ruido es una sensación llena de subjetividad que desaparece para quien reconoce la señal e integra su significado en su propia constelación de deseos, esas músicas deberían ser ruidosas sólo para quienes sean indeseables o por alguna causa las consideren una molestia. Desde el punto de vista de un seguidor de Whitehouse, por ejemplo, tan ruido presumo que habría de ser Le Sacre du Printemps a todo volumen en los altavoces de su vecino, que adora Stravinsky, como para ése, Psychopathia Sexualis rabiando igualmente en los altavoces de aquél. ¿Es entonces ruido Le Sacre du Printemps, como pretendieron algunos después de su tumultuoso y controvertido estreno en París en 1913? ¿Contenía, como se dijo, ruidos atroces y fue por ello considerada obscena? ¿O sólo era obscena por imprevisible y, como para devaluarla, se dijo que era o contenía ruido? ¿Fueron también ruido las notas inusualmente agudas con las que Boccherini o Debussy expandieron los límites de la tesitura del violoncello, para cuya ejecución no habían sido desarrolladas técnicas suficientemente estables? Sólo porque los misioneros belgas no fueron capaces de comprenderlas o porque no tenían herramientas precisas para describir su complejidad, ¿debían ser consideradas demoníacas las músicas de las culturas de la Región de los Lagos? ¿O fue que se las tildó de satánicas con el objetivo de someter a esas comunidades, como habían hecho los misioneros cristianos en el siglo XVII, que  ordenaron quemar los tambores rituales del temido pueblo Sami del norte de Europa? Posiblemente, una mezcla indeterminable de todo ello, variable según los detalles de cada situación. Cualquier música que no se adapte a los cánones consensuados termina siendo declarada ruido, pero el ejercicio del poder no sólo castiga lo que desde su posición se considera exceso formal. De hecho, le conviene incluso más reprimir las causas que lo producen, por más escondidas que se hallen, así como los contextos que podrían favorecerlo. Especialmente, si tales causas o contextos emanan de algún poder que se le oponga. Así es como en una cultura donde lo aperiódico se asocia a lo maligno, el hecho de declarar algo ruido, por su capacidad estigmatizadora,  se convierte en arma arrojadiza. Como aparentemente todo el mundo tiene razones para declarar ruido al sonido que proviene del otro, lo que se considera ruido representa una población de sonidos desmesuradamente grande y dispar. Mucho mayor y más divergente que la de los sonidos que todo el mundo considera tradicionalmente musicales. Eso hace posible que la diferencia entre las músicas que emplean el primer conjunto de sonidos es mayor que la que separa las basadas en los sonidos de siempre. De hecho, así es : las músicas que emplean ruido son muy distintas entre ellas. No tiene sentido considerar el ruido, en genérico, como característica estilística determinante de un género musical.

La contraposición entre las razones por las que Psychopathia Sexualis se denomina abiertamente ruido (noise) y Le Sacre du Printemps, ya no, es un ejercicio interesante. En el caso de Whitehouse, independientemente de las opiniones externas, la propia página de respuestas a preguntas frecuentes de Susan Lawly describe como esencial el empleo de “ruido blanco, rosa, bajos subsónicos y efectos electrónicos feroces” en los trabajos del grupo, al tiempo que lo reivindica como antecesor directo de toda una generación de grupos noise, en especial, los japoneses. Los graves subsónicos y los efectos electrónicos feroces pueden causar molestias e incomodidades importantes, en especial, si los niveles de audio son elevados. La declaración de intenciones en la sede web de Susan Lawly es totalmente acorde con ello : “producimos obras de música y arte exquisitas y extraordinarias, cuya comprensión desafiará violentamente al corazón frágil de un alma desnuda”. Proyecto digno de la Philosophie dans le Boudoir, el empleo de la frase muestra que la provocación es uno de los objetivos del sello discográfico. En el caso de Le Sacre, se trataba de provocar a una sociedad, la parisina, que, por cierto, por contexto histórico, ya mostraba predisposición a escandalizarse, así que se consiguió con bastante facilidad y, pese a la negatividad y la estigmatización de las críticas, supuso el lanzamiento a la fama del compositor ruso. O tal vez fue a causa de ello. Las diferentes formas de escándalo habían devenido ingrediente importante de las manifestaciones del arte contemporáneo en muchas capitales europeas, como Viena, París y Milán, ciudades donde ese fenómeno presentó tipologías bien distintas. Del Cuarteto para Cuerda nº2 de Arnold Schönberg, quien, lejos de buscar la controversia lamentaba sincera y amargamente la incomprensión del público y de la crítica, había sido dicho en 1909 que “es algo repugnante que no tiene nada que ver con el arte”. Por el contrario, los futuristas buscaban conscientemente el escándalo, la controversia, la bronca, hasta las agresiones físicas entre público y artistas, el pugilato, como ocurrió en la Grande Serata Futurista del 9 de Marzo de 1913, en que Francesco Balilla Pratella estrenó su Inno a la Vita—Sinfonia Futurista o en el estreno de la primera función pública de una orquesta de intonarumori el 21 de abril de 1914, que fue premiado con una tremenda bronca donde la crítica no perdió la oportunidad de participar. A pesar de conocer bien el trabajo de los futuristas y que algunas críticas a su música llegaron a calificarla de ruido en diversos grados y calidades siempre denigrantes, Igor Stravinsky no empleó demasiado ese término en sus textos y conferencias. Desde luego, no parece documentado que habitualmente se refiriera explícitamente a alguna de sus obras musicales como compuesta por ruidos. Diría, pues, que, a pesar de la búsqueda de cierta contradicción e incomodidad en el espíritu de los oyentes -provocación, pues-, seguramente la consideración de los sonidos de Le Sacre du Printemps como ruidos procede del exterior; según cuentan las crónicas, de un público y una crítica escandalizados en primera instancia por las famosas consecutivas doscientas cuarenta superposiciones disonantes de las cuerdas y los cobres, construidas sobre los acordes mayores de mi y mi bemol con la séptima mayor agregada, cuya base rítmica desnuda da vida a la segunda sección del primer acto, Augures printaniers — Danses des adolescentes. Por más que jugara con el escozor del público a base de enfrentarlo a una dialéctica fuertemente radicalizada entre lo previsible y lo inesperado, es difícil que Igor Stravinsky pensara sus disonancias como ruido. Hoy, dada la naturaleza de los sonidos de muchas obras actuales, sería imposible sostenerlo. Sería ridículo. 

La exaltación de las audiencias de una metrópoli es un objetivo relativamente acotado, si se compara con la del mundo entero, que sería el público potencial de Whitehouse. Frente a algunas señales -entre ellas, muchas de las que provocan escándalo-, los sistemas culturales se comportan demandando mayor cantidad de estímulo para conseguir efectos comparables a la última exposición. Así se define, por cierto, la tolerancia a una substancia en farmacología; un concepto clave para la comprensión de la adicción. Entre los tiempos de las Vanguardias y los años 70, la gente perdió la capacidad de escandalizarse. Quizá como reacción a ese fenómeno gradual, los comportamientos de provocación en los escenarios fueron incrementando su intensidad, pero al fin, lo que antaño hubiera sido considerado una provocación llegó a ser celebrado por el público, como ocurriría, por ejemplo, con las acciones Fluxus. La diferencia es que, para entonces, el carácter de gran fenómeno de masas de las performances futuristas, se había extinguido. Unos años más tarde de la publicación de Metal Machine Music de Lou Reed, cuando Whitehouse llegó, comparativamente no quedaba ya casi nadie presto escandalizarse. Sólo quienes por una u otra vía hubieran aprendido a destilar placer de la vejación. Los tiempos habían cambiado y la respuesta a la provocación, antaño el escándalo, había virado mayoritariamente al olvido. Afectar al mundo entero con su provocación ya no podía ser un objetivo alcanzable. Había llegado el momento de objetualizarlo para hacer posible su venta y su consumo en grupos tan pequeños como se deseara; incluso, en el aislamiento autístico de la escucha con cascos. Power Electronics, Efectos electrónicos feroces, etc., eran etiquetas perfectas con las que rubricar sus cápsulas de provocación para consumo individual, sólo aptas para románticos. El escándalo se había mercantilizado y con ello, había nacido la profesión de escandalizador. Es altamente improbable que alguna vez ocurriera, porque su negocio podría resultar seriamente comprometido, pero, ¿qué pasaría si a Madonna, Lady Gagá, Shakira o a cualquier otra estrella del pop de audiencia verdaderamente multitudinaria, como algunas de las contratadas para la apertura de los Juegos Olímpicos, le diera por acompañar sus aparentes provocaciones extramusicales con elementos musicales realmente acordes a esos discursos, no tan complacientes como los actuales, es decir, más provocativos al oído, más conflictivos, más disonantes, más ruidosos? Sus discursos correrían el riesgo de percibirse como más auténticos ¿Se formarían entonces tumultos entre los incondicionales y los críticos, como en tiempo de los futuristas, o terminarían deslizándose por la pendiente del olvido? A pesar de haber vendido más de cien mil copias y seguir insistiendo en que se trata de lo mejor que había hecho en su vida, Lou Reed abandonó rápidamente la línea de Metal Machine Music. Se dice que no sólo fue por cuestiones comerciales, pero, sinceramente, no sé si puedo creerlo.

Tras una larga historia de reflexiones formales profundas articuladas en los supuestos ruidos y los seguros no ruidos de las músicas electroacústicas y acusmáticas, treinta años después del resurgir del gesto futurista en grupos como Whitehouse, Movistar basó entre 2011 y 2102 un anuncio en una versión de Come Together para dispositivos móviles. Se escucha muy claramente al principio un sonido típico debido a la saturación de una senoide demasiado fuerte para la capacidad dinámica de los altavoces de reducido tamaño y bajas prestaciones de los dispositivos móviles de esa época. El detalle, por demasiado evidente, no puede haber sido fruto del azar. Por el contrario, se presentaba como signo de identidad del producto anunciado. Quedaba de esa forma inaugurada la inclusión del ruido en el dominio de lo más convencional. Quién sabe si no estará implicada también la tolerancia en la expansión de los límites aceptables de la música y las artes a lo largo de su evolución. En música, más que de ruido, quizá haya llegado el momento de hablar única y definitivamente de sonido.

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