Un joven quiso saber en una ocasión cómo clasificaría yo mi música. Le contesté que, a mi escucha, mis músicas eran demasiado distintas como para que yo me sintiera capaz de agruparlas todas bajo una misma rúbrica. Lo único que pude precisarle fue que, desde mi perspectiva, incompleta, por supuesto, lo que las unía entre ellas era que se trataba de las que yo quería hacer, las que deseaba hacer, aquéllas cuyo proceso de creación me hacía sentir libre y me permitía el planteamiento de una perspectiva de la composición como búsqueda de las utopías personales. Ahora sé que componer es, en mi, un pretender dar vida a una música ausente; un acto de voluntad. 

De todas las señales que me llegan a la consciencia, despierta especialmente mi atención aquello que suena, lo que se oye. También lo que se puede contar acerca de lo que se oye, pero no directamente. Hago la música que necesito escuchar. La que echo en falta por no estar expuesto a su influjo. La de los sonidos que, por alguna razón, no me es dado oír. La de las estructuras y relaciones sonoras que no percibo y quisiera percibir. Admito que se trata de una cuestión existencial, de una forma de vivir la música que me acerca a unos creadores y me distancia de otros. En cualquier caso, identifico ese aspecto en términos de característica propia de mi historia personal como compositor, como creador sonoro, y siento que determina profundamente la manera en que percibo mi propia producción sonora, bien diferente, por lo demás de la forma en que escucho los trabajos de otros autores, así como de la forma de escuchar los míos que creo identificar en otras personas. Me inclino a pensar la actividad musical como necesidad elemental, biológica, intrínseca a mi ser-soporte. Por eso también tiendo a opinar que si alguien necesita una música de una determinada manera, más que pedírmela a mi o a otro hacedor de músicas, la mejor vía de solución a su problema quizá sea la búsqueda personal, no delegada, para convertirse a su vez en un hacedor de músicas más.

Componer es decisión de hacer realidad un deseo vinculado a una forma particular de escuchar. En el preciso instante de la composición, la única escucha que como creador tengo en cuenta es la propia actual. Es la escucha del deseo. Ni la eventual perspectiva propia futura me interesa en ese momento mágico, porque me inclino a considerar que ese yo mío que quizá un día escuche la pieza no tiene existencia real. En el caso de que llegue a existir, serà, eso si es seguro, algo no totalmente idéntico a mi yo actual. Para mí, un aspecto muy importante de la experiencia creadora estriba en que se trata de una vivencia íntima e instantánea. En el acto de la creación me comporto como si los demás no existieran, como si estuviera solo en el mundo; más aún, como si el mundo no existiera. Aparte de los futuros, incluso pierden sentido mis mismos yoes pasados, de los que guardo una reconstrucción narrada en la memoria. El pasado se desvanece -no queda más recuerdo consciente que el inmediato- y la perspectiva de futuro se acorta, porque el único acto de previsión voluntario acontece en términos de los desarrollos posibles que el proceso de composición de la pieza y la pieza misma puedan exigir. ¿Qué importa si el pasado coincide o no con el recuerdo cuando lo que en realidad juega un papel  en el presente es lo que se recuerda, es decir, lo que se cree cierto, la imagen del pasado, a fin de cuentas, reelaborado recursivamente a lo largo de  cada uno de los instantes anteriores al presente? De hecho, la repetición hasta la saciedad de la escucha crítica de fragmentos cortos puede ser asociada a un tender a congelar un momento del pasado en un indefinido presente o, equivalentemente, a congelar el presente y bloquear así la precipitación del futuro. En virtud de la escucha, esto es, del análisis constante del flujo de datos sonoros que afloran a la consciencia, así como de la reorientación de la atención en función de los resultados de dicho análisis, componer es un sustraerse al tiempo y al espacio.

No es que que nunca piense en los demás, ni que no les tenga en cuenta. Me interesa, desde luego, la impresión que mi música causa en los otros oyentes. Me interesan también, enormemente, sus pensamientos y soy consciente de las influencias que en mi causan. En realidad, estoy más tiempo en contacto social que componiendo. Vivo en una comunidad de comunidades y, en cierta medida, aspiro a parecerme a los otros integrantes de esas comunidades. Como es natural en muchos individuos que se sienten vinculados a algún grupo, pretendo que mi comunidad me acepte como soy porque estoy convencido de que mi visión del mundo es coherente con ella. No estoy en condiciones de distinguir entre lo que sé a ciencia cierta y lo que quisiera, así que tampoco me es dado describir las cosas en términos objetivos. Sin embargo, tengo la intuición -¿o es tan sólo deseo?- de que mi visión del mundo, a través de mi trabajo personal, puede contribuir en el desarrollo de la vida en las comunidades a las que pertenezco. Me veo tan capaz de influenciar en el cambio de sus características como de permitir, inversamente, la modificación de mi ser y de mi pensamiento por el ejercicio de su influencia. Esto último, sin embargo, nunca ocurre durante el proceso de producción de mis composiciones.

Si a posteriori, una obra parece mal ¿qué se le va a hacer? Lo mismo que si parece bien : en el contexto estrictamente musical, nada. Si en la soledad del acto creativo, tras decenas de escuchas críticas, cientos quizá, he dado una obra por buena, como terminada, es que así  lo creo sinceramente. Me siento entonces plenamente responsable de ella y la certifico : la hago cierta; le doy estatuto de verdad. La intimidad del estudio propicia el necesario reagrupamiento identitario de mis puntos de vista, encuentro de mí mismo -si eso tiene algún significado-, y así es como una y otra vez la busco para que sólo las máquinas sean testigo de mi actividad vital durante ese tiempo congelado en el que trabajo mi ser, mi pensamiento, para que la obra termine manifestándoseme como auténtica. Desde mi perspectiva, la única distancia entre si a la escucha externa de mi obra, ésta parece bien o parece mal, podría estar en que la próxima vez que desee realizar un proyecto tenderé a obtener más o menos recursos de esa sociedad que me acoge. Pero ¿es razonable ese sentimiento de puesta en juego de la propia sostenibilidad como creador? ¿Se trata de un fantasma? Me importa especialmente la respuesta a esa cuestión, porque se relaciona con la búsqueda de la coherencia interna de mis obras y siento que, para ello, como quisiera que lo único conveniente fuera lo coherente, debo buscar la independencia del dictado de cualquier conveniencia extraña a ella. 

La solución a la aparente contradicción que se esboza a lo largo de los párrafos anteriores parece estar relacionada con el hecho de que el tiempo de composición no es el mismo que el tiempo en que uno se relaciona con la sociedad. El yo que compone no coincide con el yo que interacciona socialmente. La escucha es diferente para esas entidades, relacionadas, evidentemente, pero sin continuidad perfecta ni comunicación constante entre ellas. El yo que interacciona con el entorno trata de ajustar su reloj con el de este último, pero nunca lo consigue plenamente. No creo, pues, razonable dar la más mínima importancia a esa pulsión protectora y, desde una clara postura de desapego, por amor a la objetividad, no le confiero más entidad que la de mensaje de un monstruo de esos de los que el sueño de la razón produce, tal como, recordando a Goya, se acostumbra a decir.

Si la contradicción entre mis propias escuchas me resulta evidente, la que surge entre cualquiera de ellas y las que interpreto como mayoritarias en la sociedad en que vivo, se me manifiesta en unas dimensiones monstruosas. Un aspecto llamativo y, desde el punto de vista en que me encuentro, puede que el menos conciliable, del conflicto entre mi escucha y una de las más prominentes entre las que percibo en el conjunto de la sociedad, tiene que ver con esa necesidad atávica tan generalizada, especialmente notoria en los ambientes vinculados a la música pop, y quién sabe si más aún entre los aficionados a la música techno, de que las músicas pertenezcan a un cierto conjunto, se identifiquen con un estilo previamente definido, con una forma conocida de antemano. Ahí reside precisamente una cohartada de la fusión, la hibridación, el mestizaje, tan socorridos en nuestros días cuando se necesita legitimar un supuestamente nuevo producto musical. Es como si existiera un acuerdo tácito en destacar la genealogía de las músicas como una de sus características más significativas e interesantes. Me parece extraordinariamente sorprendente que las diferencias acústicas entre unas y otras músicas catalogadas bajo rúbricas bien distintas a menudo sean ínfimas o irrelevantes. Más aún : en un tiempo como el nuestro, marcado significativamente por la eclosión y el desarrollo espectacular de los sistemas de reproducción técnica de las obras de arte, lo que produce tensión ideológica a favor de la necesidad de una verdadera igualdad entre humanos, entre artistas, pues, no entiendo qué importancia puede tener que una música esté hecha por uno u otro hijo de vecino. ¿No tenemos todos los mismos derechos? ¿Qué sentido tiene, entonces, que lo verdaderamente valorable de las músicas sean características relacionadas con su pedigree? ¿No es una paradoja grotesca que esos valores apenas sean audibles? Desde luego que, con restricciones, similarmente a como se consideran las ideas en ciertos contextos, no es descabellado pensar las músicas como seres vivos sujetos a evolución. Pero tratándose de una cuestión casi extramusical ¿qué interés puede tener ese aspecto para los oyentes no especializados? ¿Son amantes de la música o son amantes de otra cosa esos amantes de la música que prefieren las genealogías a los sonidos? Acostumbro a llamar escucha ausente a esa que no atiende más que a las más pragmáticas y aparentes características del sonido, que no aprecia aspectos sutiles en la percepción de los sonidos, sino que, más bien, una vez identificada la fuente y procesados su valores icónicos, cesa absolutamente la atención hacia la señal de entrada, desentendiéndose de cualquier detalle hasta que la tasa de cambio supera en determinado umbral. La escucha ausente, constituye, pues, un desperdicio considerable de información, lo que supone una barrera importante para la evolución y la sofisticación de los lenguajes del arte sonoro.

Parecería que, si claudicara y me inventara una taxonomía para mi propia música a fin de contarla a la gran mayoría de personas, siempre haciendo referencia a términos ampliamente consensuados, ésta se quedaría, en principio, satisfecha. Creo que ahí reside la diferencia máxima que, en términos de entidades oyentes, hallo entre los otros y yo mismo. Existe un grupo grande de personas que necesitan escuchar las músicas en un determinado contexto extrasonoro, construido de historias, de escenas, de símbolos, de ideología, quizá. Por el contrario, yo diría que tiendo a interesarme por cualquier cosa que suene, independientemente de si el contexto en el que se produce está o no suficientemente definida o identificada. Como colectivo, los humanos quizá escuchemos más con la fantasía y con el imaginario que con los oidos, y ello es predecible : la percepción, y la escucha como parte de ella, bien ha sido divulgado, son funciones activas que tienen lugar en relación con el estado de la consciencia del oyente. Desde este punto de vista, quienes nos fascinamos por los sonidos, por ellos mismos, sin más, tendemos a ser, más bien, anómalos.

Sin nunca llegar a encontrar una verdadera respuesta, en muchas ocasiones me pregunto acerca de si existe relación entre ese tan popular afán taxonómico en la música popular y la gran aceptación que tuvo, y tiene, renovada por las adaptaciones cinematográficas, la literatura de J. R. R. Tolkien. Entre los recuerdos notables de mi juventud está la sensación de perplejidad ante la fascinación y fruición con la que muchos daban cuenta de los detalles de los linajes descritos en The Silmarillion o The Lord of the Rings. Más adelante descubrí que la burguesía y, sobretodo, la aristocracia habían desarrollado grandes pasiones por las líneas de descendencia, pero aún tardé en llegar a pensar que quizá pudiera ello estar relacionado con la proliferación de ideas verdaderamente peligrosas, como, sin ir más lejos, el nazismo. Las ideas jerarquizadoras, otrora diseminadas en la estructura y en las formas de los cuentos de hadas, de princesas y de reyes, irrumpen progresivamente en el proceso de democratización, precisamente a través de los mismos medios de comunicación que lo hacen posible. En la actualidad, pues, uno de sus campos de batalla preferidos es el dominio de lo audio-visual, del que las músicas populares, hoy en día totalmente electroacustificadas, forman una parte importante. Sorprendentemente, las espectativas de escucha a menudo constituyen el último reducto donde esas ideas y sentimientos jerarquizantes pugnan por sobrevivir en la mente de personas con formulaciones ideológicas, en principio, nada sospechosas de autoritarismo ni de inmovilismo. 

Manifiestamente relacionada con ello, la persistencia generalizada en la idea de que los contenidos musicales, antes que nada, deben ser placenteros me sume en la perplejidad. Si el arte ha sido descrito en términos de una forma más de reflexión acerca del mundo y si la música se incluye entre las actividades artísticas ¿por qué esa resistencia a que los contenidos estrictamente musicales sean críticos con el mundo y lo pongan en cuestión a través de sus características formales? ¿Por qué no debe haber más lugar para la música que el que le concedemos a un masaje o a un baño aromático? Lo más preocupante de ese extraño requerimiento de caricias sonoras está en la estructura misma compartida por la mayor parte de ellas. Muchas se fundamentan en formas musicales que no cambian mucho a lo largo de la historia. Me refiero a las formas casi invariables de los valores musicales tradicionales : melodía, ritmo, armonía. Siempre me ha llamado la atención que en esas músicas calificadas de contestatarias, las de todo tipo, de la Canción Protesta al Punk, del Industrial Noise al Gothic, mientras al texto y a la puesta en escena se le permiten los mayores desmanes, los más desagradables feísmos, las reflexiones más crudas, se obliga a la estructura melódico-armónica a ceñirse a la sempiterna dialéctica entre la tónica y la dominante, considerada como quintaesencia de la belleza sonora, la consonancia, que por casi perfecta, es más perfecta incluso que el unísono. Lo mismo cabe decir de ese 4/4 asfixiante que invade la casi totalidad de las llamadas músicas alternativas. Esa invariabilidad de las estructuras en el dominio estrictamente musical no sólo relega el discurso de la música al utilitarismo, sino que reduce su papel a la mera alegoría de unos valores ideológicos reaccionarios que no se está dispuesto a abandonar.  Muchas de las expectativas de escucha que intuyo en mis congéneres me parecen síntomas de la existencia de algo que, en lo más recóndito de la personalidad, inconfesable, se opone a las convicciones éticas adquiridas en el proceso evolutivo de las mentalidades que tiene lugar en nuestras sociedades. 

Viejos y nuevos discursos se apoyan en ciertos aspectos atávicos de la personalidad humana que nos empujan hacia lo gregario y que yo vincularía a cuestiones relacionadas con la inseguridad personal ante el puro hecho de la existencia, la cual, por inevitable, ningún ser humano debiera considerar anómala : el Universo es inseguro para todos los que lo habitamos. Lo era antes de que nuestra especie existiera y también lo fue para nuestros más remotos antepasados, que, por cierto, se valieron del oído para identificar, en la obscuridad o la distancia, la presencia de eventuales agresores o depredadores, justo cuando las condiciones ambientales los hacían indetectables a través de otros canales de llegada de información a la consciencia, especialmente la visión, verdadera base perceptiva de la cultura que protagonizamos. 

De acuerdo con los planteamientos anteriores y en relación esta cuestión de la preponderancia de la visión en la mayor parte de culturas humanas, me gustaría poner de manifiesto otra de las impresiones en que en gran medida creo diferir de mi entorno.  Parece que en este momento de sedimentación, tras la irrupción ya antigua de las tecnologías electrónicas en la creación artística, todas las señales propias del multimedia deban ser tratadas de la misma forma. En particular, es corriente la búsqueda de sincronía entre señales visuales y acústicas. Pero sus tiempos de lectura no coinciden. Son paralelos, no idénticos. Las lecturas que se realizan a través de canales perceptivos distintos tienen lugar en virtud de procesos neurales que, separados en el espacio si se considera una escala  suficientemente pequeña, se influencian mutuamente. El yo que escucha no coincide con el yo que ve. Compiten. No existen al mismo tiempo. Conmutan. Uno y otro tan sólo llegan a comunicarse, muy rápidamente, si se quiere, y están obligados a expresarse conjuntamente porque comparten los mismos recursos expresivos, es decir, la totalidad de un sistema motor cuyas manifestaciones no pueden sino considerarse suma o acuerdo entre todas las entidades que compiten por la atención consciente. La comunicación entre ellas debe darse pues a través de memorias tampón que den carácter al estado instantáneo de la consciencia. 

¿Tiene la consciencia a su vez integrantes especializados o se trata de un todo que recibe las informaciones directamente de las unidades de proceso específicas de cada canal perceptivo?

No estoy en disposición de dilucidar esta cuestión, pero sí puedo afirmar que ni  todo lo que se ve se oye, ni lo que se oye debe necesariamente ser visto. Esto evoca y puede dar sentido a una idea formal, aplicable en algún contexto de creación multimedia, de gradiente de coincidencia  entre eventos de dominios perceptivos distintos que tomaría valores entre dos límites inalcanzables : la sincronía total  y  la separación infinita de tiempos. Las relaciones entre imagen y sonido tienen lugar en el espacio-tiempo y en el tema, que también se relaciona con el tiempo, ya que la transmisión de los contenidos de los temas ocurre en el dominio de la narrativa, que es el de la memoria, la experiencia del tiempo, la consciencia. De forma progresiva los ordenadores nos han ido facilitando el proceso simultáneo de ambos ámbitos. Quizá la similitud de las manipulaciones  nos haya llevado a pensar que se trata de lo mismo. Desde luego que son señales muy parecidas; quizá en algunos casos, como ocurre con el ruido blanco, puede que la naturaleza informacional de las señales sea intercambiable a cierto nivel. Que eso justifique la similitud de las herramientas con las que las manipulamos no dice nada acerca de como las percibimos : es evidente que si trasladamos una señal visual al dominio acústico, la imagen sonora poco tiene que ver con la visual. Igualmente ocurre en el caso inverso. Las experiencias son radicalmente distintas.

Es normal que hasta ahora las herramientas informáticas para uno y otro dominio hayan sido casi intercambiables. El estado de evolución del hardware no facilitaba la aplicación de tècnicas avanzadas de inteligencia artificial. Por ello, la manipulación de la información se limitaba a los niveles estructurales más bajos. Pero a medida que las herramientas de creación emulen con progresiva eficacia la experiencia humana,  irá desapareciendo, pues, ese espejismo de sincronía entre los mundos perceptivos que paralelamente al desarrollo tecnológico se ha ido asentando como categoria en nuestros imaginarios culturales. Quizá ese adaptar la mente a lo discreto haya sido una etapa necesaria para comprenderlo suficientemente y conseguir, por fin, que lo discreto contribuya verdaderamente en el desarrollo de la mente. Y, quizá, también, esa carrera loca hacia la sincronía perfecta toque a su fin, precisamente, al comprobar que, por más cercanos que ajustemos los tiempos, sólo oímos los sonidos al mismo tiempo que vemos las imágenes cuando el proceso que su comprensión requiere es escaso. Cuando más proceso requiera la lectura de un producto audiovisual, mayor será la separación temporal de esas consciencias perceptivas. Y es que somos, cada uno, como sugiere Minsky, una auténtica sociedad de sociedades. ¿Era posible verlo de otro modo?

Las sociedades que nos acogen y dan vida, especialmente las industrializadas, y más aún la liberal postindustrial, generan sistemas de control falsamente protectores que inducen a creer reales los sueños balsámicos de seguridad y de complacencia. Es claro que en grupo nos sentimos más seguros y, por tanto, en esa situación, nuestra ansiedad tiende a disminuir. También es cierto que en grupo crecemos y llegamos infinitamente más lejos que en solitario. No es posible la cultura humana sin el grupo, pero la toma de decisiones en solitario, que, por lo general, tiende a incrementar la ansiedad, es la única vía que conozco para el desarrollo máximo de la creatividad y, por tanto, el ejercicio de la composición. Desde esa perspectiva, la composición, que se me aparece como un acto de afirmación de lo individual ante lo social, de lo solitario frente a lo gregario, es un ejercicio que constantemente pone a prueba las capacidades individuales de sustracción a ese ineludible sentimiento de inseguridad existencial, a la desazón debida a la constatación irrefutable de la soledad y la impotencia del individuo humano ante la vida y la muerte.

Esas inconfesables resistencias al abandono de lo más atávico -simbolizado en el mantenimiento a ultranza de las estructuras musicales más envaradas-  afectan especialmente a la música electroacústica porque, en ella, la importancia de esos valores musicales tradicionales se equipara a la de todas las otras dimensiones del sonido susceptibles de variar en el tiempo y, por tanto, de constituir sustratos válidos para la articulación de discursos musicales coherentes.  

A la lectura de todo lo anterior, quizá parezca que no confíe en que la escucha vaya a evolucionar nunca.  No es así. En realidad, tengo la impresión de que sí evolucionará. Lo ha ido haciendo a lo largo de la historia y continuará haciéndolo. Mucho más lentamente, sin embargo, a la forma en que evolucionan las ideas que se expresan por medio del lenguaje. Es lógico : lo inconsciente siempre es mucho más reaccionario que lo consciente y está sujeto al principio del placer. Evoluciona más despacio. Paulatinamente, el sonido electrónico se ha ido filtrando en las músicas populares y, a pesar de que al principio su uso fue absolutamente mimético con los instrumentos tradicionales,  actualmente están llenas de sonidos electrónicos muy sofisticados que van mucho más allá de los parámetros musicales más habituales.  En la música de publicidad ha ocurrido de forma similar, aunque bastante más deprisa : la banda sonora de muchos anuncios ya no contiene ni una sola nota; a menudo puede estar hecha, en su totalidad, de sonidos que bien podrían integrar una música electroacústica.  

También ha ido dándose otro fenómeno curioso. Mucha gente en la actualidad realiza profesionalmente  actividades relacionadas con la creación de contenidos multimedia. Diseñadores gráficos, artistas plásticos y electrónicos, diseñadores de interfaz y un largo etcétera que no es ahora el momento de detallar. La mayor parte de esas personas carece de conocimientos técnicos de síntesis y proceso de sonido y, en general, no están al corriente de los detalles de la percepción del sonido. Ni que decirse tiene que su conocimiento de las técnicas de generación de contenidos musicales, tradicionales o no, es aún menor. Sin embargo, por su actividad profesional, se ven obligados a producir sonido e incluirlo en sus trabajos. Muchos tienen acceso a software pirata para la gestión de sonido. Otros son suficientemente expertos para usar software de código abierto e, incluso, modificarlo. Uno de los efectos de esta situación es que, a pesar de los malos resultados artísticos y técnicos generalizados de esas incursiones en el mundo del sonido, el oído de esos usuarios avanzados de tecnología multimedia, saturación tras saturación, click tras click, se va acostumbrando a la textura sonora electrónica y descubre intuitivamente que entre el sonido artificial y el natural no hay más barreras que las que culturalmente se desee interponer, que, en realidad, la gradación del uno al otro es continua, e incluso, quizá, que entre lo absolutamente periódico y lo absolutamente aperiódico vive la gran mayoría de los sonidos que, electrónicos o no, manejan y utilizan.

Me gusta imaginar que esos hechos justifican que en los últimos años, entre los más jóvenes, especialmente, se haya ido notando diversificación en las expectativas de escucha. Tengo la sensación de que su resistencia a la escucha de trabajos musicales puramente electroacústicos es inferior a la de otros grupos de mayor edad. Ello me lleva a pensar que quizá no sólo esperan oír calidades sonoras vinculadas a las variables musicales tradicionales. Creo identificar en ellos búsqueda de productos musicales con otras calidades sonoras verdaderamente distintas y, específicamente, de naturaleza electrónica. Quizá a partir de aquí, poco a poco, el substrato atávico de la escucha ausente, tan generalizado en las sociedades humanas contemporáneas, vaya dejando paso a un nuevo paradigma de escucha, más consciente, en el que resulten útiles todas y cada una de las sutilezas que el oído humano puede llegar a detectar en las señales sonoras. Si no fuera así ¿por qué habríamos de ser capaces de diferenciarlas?

Texto publicado en las actas de la Academia Internacional de Música Electroacústica de Bourges. F. Barrière, G. Bennet Ed.

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