El desarrollo de las escrituras –como casi cualquier otro objeto de interés histórico– traza en el tiempo caminos con polaridades diversas. La musical, particularmente en este Occidente que, a modo de placenta, envuelve a sus habitantes y –a los ojos de éstos– parece expandirse irremisiblemente a medida que tiñe las producciones de las culturas que coloniza, ha descrito una larga trayectoria hacia un límite –muy propio, por otra parte, del pensamiento cristiano– marcado por la precisión, cuyos posibles grados quizá representen una de las muchas manifestaciones terrenales de la perfección inalcanzable. 

"Nisi ab homine memoria teneatur, soni pereunt, quia scribi non possunt"(2), escribe San Isidoro de Sevilla, autor de las Etimologías, en el siglo VII D. C. ¡Hasta ese punto se había perdido entonces la Antigüedad Clásica!. En cualquier caso, ni para los antiguos ni para los medievales pudo ser el signo –como actualmente ocurre– un instrumento de conocimiento de una música desconocida : ésta, creada sin tener en cuenta el signo, era, con sus inherentes particularidades de interpretación, aprendida y transmitida al margen de él. En la Edad Media, si la función del signo musical no tenía la misión específica de dar cuenta de ellas, además, el compositor no escribía: como mucho, dictaba a un notator subalterno que realizaba grafías muy lejanas a las que hoy caracterizan la escritura musical. 

Fue, sin lugar a dudas –a causa del desarrollo de la polifonía– hacia el fin de la Edad Media cuando se llevaron a cabo las primeras composiciones sobre el papel. Sin embargo, durante mucho tiempo, a la notación musical se le exigió únicamente la función de recordatorio material de las notas –expresadas por la situación relativa de su representación en la pauta– y del ritmo –cuya determinación se llevaba a cabo por medio de ligeras indicaciones acerca del tactus . Este estado de cosas parece variar lenta y paulatinamente desde 1501 con la aparición de la imprenta musical. Seguramente fue G. Gabrielli, en el siglo XVII, quien primero especificara, aún muy vagamente, el contenido instrumental de algunas de sus sonatas, además del contraste dinámico requerido con las palabras "pian e forte" –seguramente con la intención de resaltar los evidentes efectos de eco y de reverberación que debían darse durante la ejecución de sus obras. 

En esa época, como el compositor no sabía en qué manos caería la partitura ni conocía las condiciones en que sería interpretada, no precisaba gran cantidadde detalles con el fin de no exceder las expectativas musicales de un usuario desconocido. Existían además otras causas para la parquedad en las notaciones: J. S. Bach, por ejemplo, que en relación a P. Rameau publicó muy poco, escribía sus manuscritos sobretodo para ser utilizados en la iglesia al domingo siguiente. Una vez usados, se guardaban para siempre en un cajón. No tenía ninguna necesidad de anotar lo que podía hacer o decir él mismo, y si en el caso de J. S. Bach, la partitura era más bien un recordatorio ad libitum , en el extremo opuesto, representado por P. Rameau, desconocedor de la composición y de la personalidad del conjunto que un día interpretaría alguna de sus obras publicadas, la partitura permanecía igualmente silenciosa al respecto de las indicaciones que se refieren a parámetros musicales distintos del contenido melódico. 

El nivel de precisión en la escritura musical crece desde el período clásico, en el que, por ejemplo, Mozart aún no escribe completamente la parte solista de sus conciertos para piano y orquesta, hasta el período romántico donde se da frecuentemente el caso de compositores como G. Verdi y R. Wagner, cuyas indicaciones dinámicas y tímbricas se muestran ya especialmente sofisticadas. A pesar de ello, no será hasta la llegada de autores como C. Debussy, M. Ravel, I. Stravinsky, A. Shönberg o A. Webern –en consonancia tal vez con el espectacular desarrollo científico y tecnológico de principios de siglo– cuando el rubato empieza a perder predilección como recurso interpretativo y la fidelidad máxima a la partitura, por el contrario, se perfila claramente como valor supremo de la mística de la interpretación musical de la primera mitad del siglo XX. Esta tendencia llega a un clímax cuando –precedido por las experiencias músico–tecnológicas anteriormente llevadas a cabo por E. Varèse– K. Stockhausen, en pleno auge del serialismo integral, expresa su deseo –síntoma ciertamente sindrómico con el de los investigadores de la inteligencia artificial en la misma época– de ver en breve a una máquina suprimir del hecho musical el último factor de impureza humana, representada por el intérprete e incluso, en última instancia, por el propio compositor. De esta manera, la escritura musical y el análisis –que en sus inicios medievales parten de una concepción totalmente analógica– llegan, de la mano de P. Boulez y de K. Stockhausen, a mediados de los cincuenta, a una encrucijada en la que, para muchos músicos, no parece posible realizar precisiones mayores sin caer en el absurdo (3). La escritura musical se hace en ese momento más discreta y semejante a un algoritmo. Surge empero una contradicción debido a que no existe un límite para la sucesión de los grados de precisión en el camino hacia la perfección y no es posible, por medio de la escritura, que dos intérpretes lleven a cabo la misma interpretación. El algoritmo representado por la escritura musical no será, pues, más que un espejismo ya que el conjunto de pasos que lo determinan no consigue invariablemente el mismo objetivo, a saber, un comportamiento único para todo intérprete tocando en todo momento y en todo lugar. Ocurrirá, como sugiere J. Cage, que la medida exacta y la notación de las duraciones son imaginarias (4) y, por tanto, la musicalidad no será nunca la misma de una interpretación a otra, a pesar de tomar la misma partitura como referencia: la musicalidad, por encontrarse más allá de los recursos formales proporcionados por la escritura musical, no puede ser absolutamente descrita por éstos(5).

Este tipo de consideraciones ha estimulado las mentes musicales más agudas del siglo XX, entre ellas, la de L. Nono, quién habló también largamente acerca de la existencia de límites lógicos en la función de comunicación del sentido de la escritura haciendo referencia tanto a las escrituras musicales, como a las literarias y en última instancia, a las formales. Para fundamentar teóricamente esta cuestión, se basaba y tomaba como texto de referencia principal el 'Tractatus logico–philosophicus' de L. Wittgenstein. Para L. Nono y sus seguidores, la proposición número 7 (6), con la que esa obra concluye aludiendo a la imposibilidad de una total formalización del pensamiento v, ha sido objeto de meditación y encrucijada obligada del tránsito hacia la trascendencia. 

Al no encontrarse la musicalidad solamente en el compositor –como parece natural, desde la actual perspectiva histórica–, para decir –mostrar, en la terminología wittgensteiniana–, transmitir al intérprete y despertar en él ese componente de la música indescriptible en términos algorítmicos, los compositores, a partir de los años sesenta, utilizan signos gráficos ajenos a la escritura musical. Esta tendencia culmina en la confección de partituras tan fascinantes por su belleza plástica como inútiles desde la perspectiva del instrumentista de formación tradicional cuando aborda su interpretación sin tener en cuenta el marco ideológico de los años sesenta, tal vez, además, habiendo olvidado que a los progresos instrumentales muchas veces se ha llegado tras escrituras consideradas imposibles en un cierto momento histórico, como ocurriera con autores tan emblemáticos como L. Bocherini, L. van Beethoven o C. Debussy. Tal es el caso de las obras de S. Bussotti –'Sete Fogli' y 'Five Pieces for David Tudor', por ejemplo– donde abiertamente se pone en cuestión la absoluta necesidad de una escritura musical precisa. Dándole la vuelta a este fenómeno, que durante los años ochenta ha ido cristalizando en la ampliación del repertorio aceptado de grafías musicales, J. Cage –cuyo interés por lo plástico, como el de S. Bussotti, trasciende el campo estrictamente musical– escribe su 'Music for Piano' teniendo en cuenta las imperfecciones del papel(7), lo cual constituye un excelente generador de procesos aleatorios, tema, por lo demás, central de su particular filosofía del arte, tan próxima a la de M. Duchamp. Las grafías musicales empleadas en los sesenta, entonces tan diversificadas –tanto las de interpretación ambigua como las de interpretación precisa– se han estandardizado durante la última década de forma que en las partituras actuales se utilizan signos gráficos, anteriormente ajenos a la escritura musical, con una significación suficientemente determinada y unívoca. Aparentemente, a medida que el siglo se consume, la manera de proceder del compositor al escribir una obra vuelve a ser cada vez más discreta, paso a paso, quanta a quanta , nota a nota, signo a signo, y el intérprete, tanto si es humano como si se trata de una máquina, tiende a realizar esas órdenes de manera secuencial y –también– discreta. 

Una cuestión interesante surge cuando se medita acerca de si la producción sonora así generada por el intérprete y la imagen acústica del oyente son continuas o bien discretas. No estamos en disposición de saberlo aunque la problemática no sea nueva, ya que pudiera ser que la Ars Nova florecieragracias a las posibilidades lógicas de la discretización del continuum sonoro debida a una manera de escribir, entonces nueva y atribuida, como tantas otras cosas, a Guido d'Arezzo. La actualidad de la cuestión radica, por una parte, en el hecho de que hoy en día disponemos de un nuevo continuum sonoro –como antaño–, dispuesto a ser discretizado, procedente de las nuevas posibilidades interpretativas de los instrumentos tradicionales y del aún novísimo material sonoro generado por el instrumental electrónico. Por otra parte, se trata de una nueva situación debido al cada vez más inevitable concurso, en casi todas las actividades intelectuales, del ordenador, esa máquina de Turing (8) corpórea, ente estigmatizado y segregado de las actividades nobles de los humanos por su clara incapacidad de comportarse según las leyes de la continuidad. 

Cobra con ello nuevo sentido la vieja cuestión wittgensteiniana de la imposibilidad de formalización total del pensamiento, esta vez en el campo de lo discreto –donde habitan los ordenadores, precisamente–, planteada en Teoría de Números por el Teorema de Incompletitud de K. Gödel (9).Al respecto me pregunto aún si hay en la naturaleza algo verdaderamente continuo, aparte de los ejemplos matemáticos ilustrativos de ese concepto ideal de continuidad que no parece surgir más que de la mente humana, producto de un dispositivo, el cerebro, básicamente discontinuo, como mostrara, ya hace muchos años, por cierto, el profesor S. Ramón y Cajal con la tinción plateada de Golghi. Que algo sea capaz de concebir el concepto de continuidad, no quiere decir que pueda reproducirla ni que exista más allá de esta concepción. Empiezo a creer, ante las insistentes preguntas de L. Nono reverberando a menudo entre mis pensamientos, que lo continuo no es más que un sueño generado por una mente aficionada a quimeras, un elemento digno de ese inconmensurable imaginario que describe G. Bachelard: la continuidad no parece estar más que en el límite del mundo, en el arco iris inasible de las representaciones que de sus estados el pensamiento humano, torpemente y para sí, elabora. Lo continuo puede no ser más que lo discontinuo formado de segmentos suficientemente pequeños para ser difíciles de evidenciar a nuestros sentidos, naturales y artificiales, y tal vez sea sano aceptar, como sugería N. Chomsky en su última conferencia en Barcelona, el hombre no pueda ir más allá del límite que estructuralmente le corresponde. 

¿Puede, en el mundo, la discontinuidad generar continuidad verdadera? Tal vez sea esta la pregunta a la que toda escritura musical se enfrenta. Aunque sin respuesta, o precisamente por ello, no hay razón para que cada vez más automatizada por el uso de ordenadores, la escritura musical siga evolucionando. Existen muchos caminos posibles, pero uno de los más atractivos es, sin duda, similar al que han seguido los sistemas operativos –lenguajes inicialmente basados en signos alfanuméricos– para llegar al estado actual en que la comunicación con la máquina se lleva acabo por medio de un confortable entorno gráfico cuyo manejo se muestra cada vez más independiente del nivel de conocimientos informáticos que pueda tener el usuario. En ese sentido, como es teóricamente posible que un ordenador interprete un cierto comportamiento gráfico–gestual del usuario en términos sonoros o susceptibles de ser procesados por un intérprete humano –el Convertidor Gráfico de Música Electrónica de F. von Reichenbach y el U. P. I. C. de I. Xenakis, son ya realidades del pasado que lo corroboran–, pudiera ser que la experimentación gráfica de los compositores–escritores de música de los sesenta sirva de referencia a una era en que la escritura musical no sea ya más –como tampoco lo fuera en tiempos de Gregorio VII, que dictaba sus partituras a un amanuense– un instrumento de poder del compositor ante el mundo y entre los compositores. 

1 Eugenio Montale. Miraggi

2 Si no se retienen en la memoria del hombre, los sonidos perecen, puesto que no pueden escribirse. (San Isidoro. 'Scriptores', I, 20. Gerbert). 

3 Con motivo de la publicación de un análisis del 'Canto Sospeso' de L. Nono que K. Stockhausen  realizó, L. Nono dijo que no había allí nada cierto al respecto de su obra. Ante lo cual K. Stockhausen reaccionó añadiendo al texto la siguiente nota: "El lector querrá entonces considerar  mis análisis como prueba, no de la obra de L. Nono, sino de la mía -mostrada a propósito de  otro compositor". 

4 "Exact mesurement and notation of durations is in reality mental: imaginary exactitude". La medida exacta y la notación de las duraciones es en realidad mental: exactitud imaginaria. (J. Cage. 'Silence. Composition as Process. I. Changes'. Marion Boyars. Londres 1978. ). 

5 (Ludwig Wittgenstein. 'Observaciones' Helsinki 1977. Siglo XXI Editores. México 1981). 

6 "Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen". De lo que no se puede hablar, mejor es callar. (Ludwig Wittgenstein. 'Tractatus logico-philosoficus'. Viena 1918. Alianza Editorial. Madrid 1957. ). 

7 "In that piece notes were determined by imperfections in the paper upon which the music was written. The number of imperfections was determined by chance". En esta pieza las notas fueron determinadas por las imperfecciones en el papel sobre el que la música fue escrita. El número de imperfecciones fue determinado al azar (J. Cage. 'Silence. Composition as Process. I. Changes'. Marion Boyars. Londres 1978). 

8 Alan Mathison Turing, autor de 'Computing Machinery and Intelligence', inventa, en su celebre trabajo sobre 'números computables', un tipo general de máquina, que, por su importancia teórica, será llamado Máquina de Turing. 

9 "A cada clase k w – consistente y recursiva de formulae corresponden signos de clase r recursivos, de tal modo que ni v Gen r ni v Gen r pertenecen a Flg(k). Siendo v la variante libre de r" (K. Gödel. 'Sobre proposiciones formalmente indecibles en los Principia Mathematica y sistemas análogos, I'. 1931). Más asequiblemente, el enunciado de ese teorema puede parafrasearse diciendo que toda formulación axiomática de teoría de números incluye proposiciones indecidibles.

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