Que los extremos son límites, que la forma es un límite, una frontera, está claro, desde luego. Pero ¿es la forma una frontera interior, o es su naturaleza exterior a los objetos de cuya presencia parece ser síntoma? ¿Es entonces tan sólo su huella en el Mundo? ¿Permanece en éste aún después de su desaparición? Así debería ser si se pensara un mundo esencialmente lleno donde las tensiones cristalizasen en significados trascendentes.

Dado ese caso, por cierto, una forma no tendría sentido sin la interacción de un estado de cosas con el objeto del que da cuenta. Pensar un mundo donde incluso el no ser tiene un contenido, donde el vacío no puede existir más que como límite, donde necesariamente el uso de símbolos debe corresponderse con el inexorable proceso de desmaterialización de la forma, lleva al viajante mental a la intuición de que el camino hacia el límite se torna expresión esencial de una meditación contemplativa en el hecho palpable de que, a través del ineludible conflicto entre el decir y el mostrar, esa pérdida paulatina de materia desemboca en el concepto. Sin embargo, que algo sea ineludible no significa que no pueda trascenderse : si lo es, es para ser trascendido y es esencialmente bueno que así sea. En tal especie de mundo, sólo concebible a partir de formas esenciales, grafismos apenas evidenciables como tales, líneas rectas que, tras fluctuaciones imperceptibles, surgen ondulantes del silencio ilimitado y comprimen el espacio-tiempo, las condiciones de equilibrio sólo admiten fracturas mínimas del esplendor de la simetría. Imposible alejarse demasiado de cero : extremadamente seductoras a primera instancia, las grandes fracturas divergen muy rápido y su desarrollo pronto se desdibuja en la deriva matérica e informe de lo incognoscible.

Cuando la simetría se muestra totalmente diáfana e inmaculada, sin esas casi inapreciables roturas, aparece totalmente desprovista de lo inefable, no trasciende. Trivial, apenas deja traza directa en ninguna consciencia. Genera en ella, sin embargo, vacío lógico, el más engañoso y descorazonador de los vacíos. Y en ese hecho se apoya la virtud de la cita velada que presenta semidesnuda la simetría absoluta, vestida de fluctuaciones leves en equilibrio límite : muestra simultáneamente la existencia contradictoria del vacío y el sentido de su trascendencia en acto y en potencia, la necesidad de luchar con él, de hacerle frente, de experimentar en la propia carne su existencia y negarla a un tiempo en bucle grácil y eterno. Muestra también el camino para asumirlo y, por tanto, atravesarlo. Incita a horadar el silencio para encontrar silencio, a aceptarse siendo como el sonido que atraviesa el silencio y se encuentra con él mismo, con su interior, porque, vuelto del revés, no es más que silencio, imperceptible y trascendente.

La exposición a la cegadora luz euclídea de la simetría desvela la propia quasisimetría, la propia simplicidad esencial, abre la puerta de un espacio mental apropiado a la experiencia del vacío, única vía posible hacia la plenitud de la consciencia. De la misma forma que una música es un vacío poblado de excepcionalidades trascendentes que lo atraviesan, la inteligencia puebla el mundo y se expresa. Sea pues el arte trascendente y, como corolario, camino hacia el conocimiento. Como la ciencia, expresión iluminada, síntoma del pensamiento.

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