Propiciado tanto por la piratería natural de unos productos demasiado caros, como por la falta de asimilación real de los nuevos formatos de almacenamiento de los sonidos nacidos al amor del uso masivo de Internet como canal de consumo de productos de audio, el ambiente de confusión que reina en la industria discográfica de nuestros días ha dado en su seno lugar a la preocupación por la posibilidad de que los efectos del empleo del proceso de rango dinámico y afines puedan causar hastío y así influir en el consumo de sus productos. A juzgar por la mayor parte de las pocas publicaciones acerca del tema, podría ser que la escucha de música hipercomprimida fuera capaz de agotar mental y físicamente a los oyentes sin que tuvieran consciencia de la situación y así, sin darse cuenta, terminaran perdiendo el interés por la escucha -y la adquisición- de unos productos que habrían terminado hartándoles a causa de sus extrañas características acústicas. De ahí -y no de una auténtica necesidad estética- parecería proceder el interés de la industria por lo que se ha convenido en denominar fatiga de la escucha o del oyente : si realmente los consumidores experimentaran fatiga vinculada a la percepción auditiva por la peculiar calidad sonora de los productos discográficos, su consumo podría verse desincentivado. Algunos expertos consideran que tal fatiga se traduce en desagrado por la música que ellos mismos denominan moderna o menor interés en oír música. Otros llaman la atención sobre el hecho de que muchas grabaciones parecen sonar muy bien las primeras veces, pero que, a causa de la fatiga auditiva, al cabo de un tiempo la gente deja de escucharlas sin llegar a plantearse por qué. La susceptibilidad a la fatiga de la escucha no es la misma para todas las personas.
Quienes por su profesión han invertido mucho tiempo en el aprendizaje de la detección y reconocimiento de los efectos y artefactos auditivos debidos a la compresión acostumbran a pasar muchas horas en el estudio escuchando sonido muy a menudo sometido a procesado de rango dinámico. Se acepta comúnmente que este colectivo es particularmente propenso a la fatiga auditiva, por lo que la condición cultural y la historia personal de los individuos parece un factor determinante de la propensión o resistencia a la fatiga aural. Sin embargo, las condiciones biológicas, como la edad o el sexo, también lo son : es probable que los efectos claramente audibles en las señales sometidas a niveles extremos de compresión y, posteriormente, al procesamiento típico de los programas de radio induzcan en adultos y, especialmente, mujeres, al cambio de emisora o a la desconexión del receptor de radio. Al menos cuatro formas de fatiga de la escucha han sido descritas. En primer lugar, la fatiga coclear mecánica, la fatiga coclear neural o psicofisiológica, también llamada bioquímica, la fatiga cognitiva y una última de más alto nivel que podría denominarse fatiga intelectual. Como no existe correlación perfecta entre la sensación del nivel de intensidad y el propio nivel de intensidad y, por otra parte, sí se detecta entre el daño o la muerte de las células ciliadas externas del órgano de Corti en la membrana basilar, se piensa que la fatiga mecánica coclear podría estar relacionada con la exposición a altos niveles de intensidad de sonido. Por su parte, la alta sensación de nivel de intensidad de sonido produce despolarización de la membrana y, por tanto, disparo de las células ciliadas externas. Ello sugiere una fatiga de naturaleza metabólica, bioquímica, y está en consonancia con el hecho de que la frecuencia de disparo de las células internas del órgano de Corti es proporcional a la sensación de nivel de intensidad de sonido y no al propio nivel que la suscita.
La fatiga cognitiva, también llamada fatiga del sistema nervioso central, es consecuencia de la desaparición de elementos que deberían formar parte de la señal original, pero también, de la presencia en ella de elementos inconsistentes o contradictorios. Cuando las señales son aberrantes o, simplemente, adolecen de la falta de elementos, el sistema nervioso se ve obligado a trabajar más, a fin de elaborar la información de manera conveniente. En la fatiga cognitiva de la escucha intervienen muy a menudo diversos factores relacionados con el comportamiento de los elementos espectrales del sonido en tiempos pequeños. Por ejemplo, los ataques rápidos reducen la inteligibilidad del habla y obligan al sistema nervioso de los oyentes a elaborar la información más de lo habitual, igual que ocurre cuando se producen ecos y sibilancias debidas al empleo de codificadores binarios a bajas tasas de transferencia o cuando se hacen audibles los efectos indeseados de la compresión. En particular, la compresión multibanda de ataque rápido parece requerir mayor esfuerzo en la percepción de fuentes de sonido independientes en el interior de señales complejas.
Por lo que respecta a la música, no está muy claro como operan los mecanismos de la fatiga cognitiva. De todas maneras es posible imaginar que el cerebro puede también verse obligado a inferir información para resolver las discrepancias tímbricas y las desapariciones de información. Si así fuera, la fatiga cognitiva podría surgir en la escucha de grabaciones musicales con contradicciones o incompletitudes en la información correspondiente a la localización de las fuentes de sonido o cambios rápidos en los componentes del espectro de frecuencia. La baja densidad de cambios dinámicos permite escuchas de mayor duración, porque es cognitivamente menos exigente. En ese caso, como no se requieren cambios en la atención, la música tiende a experimentarse como un sonido de fondo que no cambia demasiado y que por tanto no requiere atención plenamente consciente. En un contexto de escucha ausentevi, pues, la compresión de largos pasajes, que, como hemos visto, afecta a la dinámica a largo plazo, contribuye en la reducción de la fatiga cognitiva. Por el contrario, si la escucha es atenta, ante la rarefacción de la articulación, el cerebro podría presentar problemas, tanto en la identificación como en la decodificación de señales en el interior de un discurso poco articulado. Ese esfuerzo también podría desembocar en fatiga cognitiva.
No pasa desapercibido que en relación a las fatigas de la escucha podría hallarse toda una familia de chivos expiatorios del supuesto mal funcionamiento del negocio discográfico. A pesar de la certeza de las consideraciones de muchos especialistas, que vienen durante décadas alertando de esa posibilidad, el creciente interés e incentivo de los últimos tiempos en el estudio del fenómeno parece surgir principalmente de manera reactiva y no como resultado de la reflexión suscitada por una verdadera crítica del sonido de las grabaciones ni mucho menos por la expresión de una preocupación éticoestética por la que los sonidos del arte sean de la más alta calidad.
Algunos han pretendido hacer frente a la fatiga de la escucha por medio de la reducción de la presión en el canal auditivo externo con el uso de audífonos que permiten el libre paso del aire hacia el exterior y hacia el interior o, más recientemente, absorbiendo vibraciones con membranas de polímero flexibles que radian la energía sobrante hacia el exterior del espacio cerrado próximo al tímpano. Si esas estrategias hubieran tenido éxito total, la preocupación por las consecuencias de la escucha de música a niveles altos hubiera desaparecido y la investigación acerca de su influencia en la calidad del sonido se hubiera detenido, ya que, al menos teóricamente, los usuarios podrían continuar escuchando productos sonoros de calidad dudosa sin más cambios que la compra, a su costa, por supuesto, de audífonos de última generación. Pero la cosa no es tan simple. El empleo de audífonos no es la auténtica causa de las fatigas de la escucha, que, como hemos visto, son de muchos tipos. Si existen, las fatigas de la escucha deben estar relacionadas con el propio sonido. Los primeros indicios de fatiga en la percepción del sonido proceden de los estudios de grabación, donde, a pesar del inevitable empleo de auriculares, lo más habitual son los monitores de campo cercano de alta calidad. De entrada, pues, las fatigas de la escucha no necesariamente deben relacionarse en exclusividad con la mala calidad de los altavoces. En general, las fatigas se producen en los seres vivos como respuesta a prácticas duras o demasiado prolongadas en el tiempo.
Se trata de una sensación provocada por la erosión que en algún órgano se da como consecuencia de un cierto trabajo que requiere una cierta cantidad de ATP. También de forma generalizada, en los seres vivos, que se caracterizan por poseer sistemas de reparación, las fatigas remiten normalmente tras un período de descanso de la actividad que las motiva. Quizá la de la escucha no sea más que una respuesta natural a un hábito de por sí generador de patología. Claro que, si aquello a lo que se aspira es mantener el máximo de población sometida a la escucha de música a altos niveles de intensidad durante el máximo de tiempo, entonces, quizá sí sea rentable estudiar los límites precisos de las variables en que, dada esa condición de por sí aberrante, podría surgir la fatiga auditiva. Pero, ¿quién tiene necesidad real de escuchar música fuerte todo el tiempo? Es más, ¿cuál es el sentido de escuchar música todo el tiempo? El oído funciona sin interrupción durante toda la vida. No puede cerrarse, pero quizá hasta ahora no había sido necesario que lo hiciera, porque lo que lo ha ido estimulando durante millones de años es una señal muchísimo más variada y generalmente más frágil y delicada que la mayoría de las músicas; mucho más, con toda seguridad, que el paisaje sonoro de las acumulaciones urbanas. Saltando de una especie a otra en el curso de la evolución, el sentido del oído se ha ido haciendo al entorno sonoro dominante. El proceso ha perfilado sistemas de condiciones relativamente rígidos que, ni pueden ni, por la función que cumplen, deberían, cambiar de forma con demasiada celeridad. En el supuesto de que un cambio aleatorio en un determinado sentido suponga un incremento en las probabilidades de reproducción de un cierto conjunto de individuos, su estabilización evolutiva podría necesitar miles de años para que se diseminara y así alcanzara a una parte significativa de la población; es un hecho conocido. Es difícil imaginar un escenario en que la habilidad de soportar sin daño la escucha de música a niveles altos suponga la más mínima ventaja reproductiva. Y aún más peregrino es pensar que vamos a estar miles de años consintiendo que nos sumerjan en baños de alta presión acústica, a la espera de que los oídos humanos terminen petrificados ya genéticamente a partir de una cierta generación.
En algún momento deberíamos reaccionar. Más allá de las necesidades puramente biológicas, las culturales se generan a base de oscilaciones permanentes en el vacío y centradas en puntos señalados de forma arbitraria en el espacio de posibilidades. En realidad, las posibles conformaciones de los espacios culturales son completamente orientables. De ahí la variabilidad entre las formas culturales de las sociedades humanas. Todas las culturas producen lo que los occidentales llamamos música, sin embargo, ni las músicas ni las formas de escucharla coinciden de una a otra. La necesidad de escuchar música no es primaria en ninguna especie. Tampoco en la humana. Para que la escucha de música se transforme en necesidad sólo existe una vía : la inducción. Aparte de quien viva de ello, ¿quién podría estar interesado en invertir energía en la inducción de una población al constante empleo de música? Si la industria ha inducido e incentivado el uso de los dispositivos móviles, que no tenían ninguna tradición cuando fueron introducidos en el mercado, ¿por qué habría de dejar de hacerlo en el contexto de una práctica cultural para la que existen formas codificadas tan arraigadas? La industria y el mercado sacan partido en los humanos de una tendencia muy característica de los seres vivos : la adicción a ciertos comportamientos que en algún aspecto reportan beneficios aparentes a corto plazo. Su estrategia consiste en acentuar la percepción del beneficio inmediato, al tiempo que se hace todo lo posible por enmascarar los efectos menos atractivos que quizás puedan terminar presentándose más adelante. No es novedad que las adicciones se dan más allá del consumo de substancias. Reconocemos toda suerte de objetos y actividades vinculables a comportamientos adictivos : trabajo, juego, teléfonos y dispositivos móviles, ordenadores, servicios telefónicos, sexo, televisión, radio, compras, deporte, espacios, cuidado del cuerpo, alimentos, etc., componen una lista difícil sino imposible de agotar.
La música posee un gran potencial fácilmente explotable desde la perspectiva de la adicción. Más aún, la que se plantea en términos de producto placentero para usos evasivos. ¿Y si fuera que las explicaciones psicoacústicas de aquella creencia en la preferencia generalizada por los niveles altos de intensidad de sonido en la escucha de música nos estuvieran enmascarando el potencial adictivo de esa forma de consumo? Por supuesto que si lo afirmara tajantemente con todas sus consecuencias, debería demostrar la existencia de dependencia, tolerancia y síndrome de abstinencia. No lo haré ahora. Insisto en que esta argumentación no puede mostrarlo, pero sí vale la pena, al menos, considerar el empleo exhaustivo de la música a volúmenes importantes como posible indicio de dependencia. Para tratarse de una práctica relativamente reciente, demasiada gente lo hace; unos, en la cápsula virtual creada por los audífonos de sus dispositivos móviles, otros, en el espacio que llenan de sonido con los altavoces de los equipos fijos instalados en sus casas o en el trabajo. Asímismo, si el incremento casi monótono de los niveles sería indicio de tolerancia al estímulo, en cuanto al síndrome de abstinencia cabría decir que no es raro encontrar personas claramente nerviosas o contrariadas por no serles posible oír música en determinadas situaciones. ¿Por qué en ciertos ambientes de trabajo el día a día es inconcebible sin una radio o sin un equipo de sonido en funcionamiento permanente? En muchos lugares, los trabajadores pactan las formas y empleos del sonido y la música, los canales de radio o televisión y sus programaciones, pero casi nunca se discute acerca de la conveniencia de que haya o no haya música. Cuando se da por supuesto que tiene que haber música en el ambiente y, no la hay, invariablemente alguien se queja de ello y la anomalía se subsana con prontitud. Si, por el contrario, alguien pide que se baje el nivel o que se quite la música, casi nunca es atendido con igual diligencia. Conseguirlo exige compromiso e insistencia mayores. Demasiado se parece eso a la imposición a fumar pasivamente que muchos fumadores ejercen sobre los no fumadores. Ocurre en bares, oficinas, archivos, talleres, gimnasios, tiendas… En un sinfín de sitios. Hasta hemos inventado formas gimnásticas inseparables de ciertos tipos de música. El Aeróbic no es otra cosa. A veces, incluso, asistimos perplejos a la esquizofrenia de situaciones donde la televisión da las noticias al tiempo que la música suena por los altavoces. El entretenimiento constante de la atención con banalidades sonoras está más extendido y es más valorado que el uso selectivo de la escucha. La elección concreta de un determinado contenido sonoro con la finalidad de dedicarle toda la consciencia es una práctica rara. Puede parecer normal estudiar, leer, escribir o practicar yoga con música de fondo. Si por normal se entiende que lo hace la mayoría de la gente, en ese sentido, lo será solo si eso es lo que de verdad ocurre. No existen datos para sostenerlo con total seguridad. Debería ser sorprendente encontrar gente convencida de que todo el mundo habría de aceptarlo en cualquier situación, máxime, cuando no tenemos ninguna necesidad vital de estar constantemente sumergidos en un baño de música. A veces imagino una entidad no humana inteligente buscando explicación a esas extrañas y estructuradas vibraciones elásticas del aire, muy frecuentemente simétricas en diversos órdenes de magnitud y manando de cajas negras de marcado campo electromagnético variable, cercanas a los diedros y triedros de las estructuras arquitectónicas subterráneas donde unas largas máquinas tubulares trajinadoras de gente se detienen de vez en cuando con cierta regularidad. Encontraría lo mismo en otros transportes, grandes superficies, bares, clínicas, salas de espera, celebraciones deportivas; por todas partes. ¿Cómo la entenderían los delfines, los chimpancés o la entienden perros, gatos, moscas, mosquitos? En mi ensueño, tarda mucho en comprender que la esencia de ese sonido, lejos de ser resultado de la disipación propia de los procesos mecánicos directamente relacionados con esas actividades, es de una naturaleza paralela y completamente independiente: la estética. Arbitrariedad, capricho, pulsión, ¿de dónde proviene la tensión que conduce en tantas situaciones a considerar casi incuestionable que la música deba estar perennemente sonando y, mejor, si es a alto nivel?
Por descontado, no puedo dar respuestas generales; pero sí es cierto que existen formas de negocio que podrían estarse beneficiando de esa práctica y hasta contribuir en su incentivo. Parece haber correlación entre el incremento del consumo de alcohol y los niveles altos de la música. Más concretamente, los resultados de ciertas experiencias muestran que los altos niveles de intensidad de sonido llevan al incremento del consumo de alcohol y, también, a la reducción del tiempo medio invertido en apurar las copas en los bares. Casi todas las noches en casi todos los bares de la tierra ocurren simultáneamente dos cosas : una es que las luces se atenúan y la otra, que la música se intensifica. Es la señal de que acaba de dar comienzo la noche. Ya hemos visto cómo la subida del nivel de intensidad de sonido obliga a gritar y que el grito lleva asimismo al grito aún mayor. Se trata de una realimentación positiva cuyo único mecanismo de control es la resistencia de las cuerdas vocales. Al cabo de un rato de luz baja y música alta, un bar cualquiera termina sonando más fuerte que una excavadora a unos metros de distancia, así que, en su interior, la gente termina muda o autista tras claudicar en sus intentos naturales de comunicación y dedicando su atención primordialmente al contenido de sus copas. No puedo imaginar un propietario de bar nocturno que no espere ese momento. La gente que se sienta a hablar alrededor de una mesa con sus copas no son tan buen negocio como los que, mudos, unos frente a otros, siguen el ritmo de la música con sus cabezas. No sólo lo cuentan los estudios académicos a los que uno accede de vez en cuando. Lo escuché decir una vez a una camarera en un bar del puerto de Tabatinga, justo a mitad del curso del Amazonas, cuando ya tiene un kilómetro de ancho. El bar donde habíamos tomado unos refrescos antes de empezar nuestras sesiones de grabación era bastante tranquilo. Unos lugareños jugaban a las cartas y Carlos se decía “cómo sería esto de bonito si no hubiera música”. Al menos, pensaba yo, no estaba tan fuerte como los bares de Leticia. Sonaba algo que no sabría cómo denominar. Música internacional, tal vez. Canciones como de Eurovisión y otras cosas parecidas, todas bastante vulgares. Sea como fuere, mucho menos fuerte y distinta de la que luego oiríamos resonar por todo el puerto. Como el de Leticia, este se escuchaba sumido en una pelea de vallenatos, reguetones y quién sabe qué otras especies. Poquísima salsa y canción melódica brasileña. Desde luego, nada de samba ni bossa-nova. Allí no había lugar para sutilezas. Un sonido que superaba el nivel de la mayoría es el de las puertas de las camionetas de los transportistas de tierra y sus trajines : golpes sobre la chapa de sus vehículos, motores que arrancaban, camiones que llegaban y paraban, cajas que entraban y salían, sacos que se depositaban sobre el piso metálico. El martilleo de las balsas flotantes de avituallamiento y los golpes sobre los contenedores se reflejaban en la fachada de madera de la casa de atrás, una cuyo único componente metálico era una antena parabólica dispuesta horizontalmente sobre su tejado. Estábamos cuatro grados al sur del Ecuador. Como siempre, algún niño corría y gritaba. También algún adulto lo hacía. Los menos ruidosos, los porteadores : al enfocar la atención en ellos, parecían personajes de una película con una banda sonora equivocada. Remontaban silenciosos el lecho del río cargados con inmensos sacos de cebollas más grandes que ellos. Casi seguro que pesaban más. Se servían de una cinta para tirar del saco también con la frente. El paso de unos pocos años así terminaría silenciosamente con su columna vertebral. Escogimos una posición para la grabación en el extremo sur del malecón de Tabatinga, muy cerca del agua. Tras de nosotros, a ocho metros escasos, un chiringuito atronaba con vallenatos que, por la confusión con las otras músicas, se me antojaban entonces como corridos mexicanos. Cosas de la percepción alterada, seguramente. Para mis adentros me decía que aquello parecería ser el caso opuesto al de la privación sensorial. Tiene sentido pensar que la saturación de los sentidos es capaz de producir efectos perceptivos emparentados con los de la privación. Un chorro de sonido omnipresente y aún mas intenso que el generador eléctrico que rabiaba justo enfrente de mi vista hacía que el subir y bajar de la gente de las barcazas no pudiera ser asociado a señal acústica alguna. La música lo enmascaraba casi todo. Aparte del generador, procedente del muelle flotante que tenía ante mí, destacaba una música melódica como las de Eurovisión. Tan intenso era mi entorno cercano que, a pesar de verlas transitar río arriba y abajo, no se escuchaban los motores de las embarcaciones. Otra vez esa sensación de estar ante una película con una banda sonora incoherente. Llovía un poco. Se notaba en el agua, pero, claro, no se oía. Tras un cuarto de hora de toma de sonido ambiental, por primera vez en esa tarde un pájaro se dejaba oír. Muy rítmico, no paraba de dar vueltas a mi alrededor. Luego paró, pero tras un trueno fuerte, dio nuevamente paso a su letanía. Hacía años que no veía el arco Iris. De repente me descubría pensando que había tenido que ir al Amazonas para verlo de nuevo por encima de una barraca de la que salía un chorro acústico de tortura compuesto de vallenatos, chucuchucus y corridos, de un kitsch tan solo comparable al de las canciones de Eurovisión que me llegaban desde el lado opuesto. Una tercera música caribeña, pero bien colonizada por acordes de cuatro notas, a lo Berklee, entraba en conflicto con las anteriores. Imposible determinar el ritmo. ¡Tan confuso era el ambiente! Sólo podía identificar el acordeón. Sería vallenato. Casi lo hubiera asegurado, pero, finalmente, al comprobar con mis propios ojos que el pájaro en cuestión no era otra cosa que una rana, decidí que mejor dejar pasar los tres minutos de grabación que nos quedaban y no luchar más tratando de escuchar. Mi oído estaba extenuado. Como mi mente. De hecho, no sé si existe alguna diferencia entre el uno y la otra. Al entrar en la explanada del puerto, algo más lejos del agua, no me sorprendió comprobar que la fuente de vallenato no era única : cada uno de los más de cuarenta chiringuitos expulsaba a todo trapo su propio vallenato, reguetón o lo que fuera, por medio de amplificadores Fender monofónicos de 500 Watt para guitarra o bajo. Con el botón de volumen esclerotizado en su posición más alta, por supuesto. Estábamos sedientos otra vez y nos sentamos a tomar algo en una de las cuarenta y pico terrazas.
Ninguna era ideal, así que no dudamos demasiado. Tanto daba. La explanada estaba llena de gente, así que escogimos la primera que encontramos con una mesa libre. El Fender de turno, literalmente, ladraba, pero el del chiringuito de al lado, también. No había opción. Junto a nosotros, un grupo de cuatro colonos, sentados a una mesa en cuya superficie ya no cabían más botellas de cerveza, se miraban sonrientes. Por el suelo también había botellas de cerveza de litro. Por supuesto que no hablaban. No podían. No podíamos nadie de los sentados en aquella terraza. De pié y algo hieráticas, sin dinero para sentarse y tomar algo, unas indias de una etnia que no supe identificar parecían perplejas. ¿Sería por nuestra apariencia de extranjeros o por el follón aquel que no había quien lo aguantara? Al levantarnos a pagar, junto al Fender rabioso, Carlos preguntó a voces a la camarera : “¿por qué ponéis el volumen tan fuerte?”. Sin apenas un gesto en la cara y señalando a la mesa de los colonos, dijo : “por los borrachos…”; e, impertérrita, se fue a otra cosa.
Dado el empleo de fondos musicales en casi cualquier actividad humana, no me parece sorprendente que la fatiga de la escucha sobrevenga; al contrario, me pregunto por qué el hastío tarda tanto en apoderarse de nosotros. Hasta ahora, esas fatigas han venido relacionándose con un nutrido grupo de factores. Entre ellos se incluye la compresión y la limitación súbitas, la pobre variabilidad de los niveles de intensidad a lo largo de la duración de las grabaciones, contradicciones e inconsistencias en las localizaciones virtuales de las fuentes sonoras en las mezclas, fluctuaciones de las trayectorias virtuales de las fuentes sonoras y énfasis excesivo en la estereofonía, la inestabilidad de la posición de la imagen virtual en el campo definido por los altavoces, ecualizaciones inconsistentes, bajas frecuencias atronadoras, el exceso de nivel de intensidad en la banda de 1 a 4.1 kHz, conflictos entre los componentes espectrales de los sonidos, la aplicación de diversas codificaciones en cadena a los materiales, escucha monofónica en lugar de estereofónica, la estereofonía tradicional en lugar de la compensada por un altavoz central, la escucha en audífonos de mezclas realizadas específicamente para ser escuchadas en altavoces.
La lista de estímulos indeseables incluye hasta alambicados efectos de fase difícilmente descriptibles, como la distorsión por efecto Doppler entre los altavoces o extrañas evoluciones cíclicas de los componentes de la parte alta del espectro de los sonidos. A un espíritu creativo auténtico no se le escapa que todo ello, por pernicioso que se presente y pueda en realidad ser, es susceptible de empleo en todo tipo de proyectos estéticos y experiencias artísticas.