Un espacio existe en función de sus límites y es, por tanto, definible en virtud de las variables que determinan las condiciones de existencia de objetos en su interior. De manera casi recursiva, la propia existencia del espacio condiciona también sus límites, porque los objetos del interior de un espacio son, ellos mismos, límites del espacio en cuestión y, como tales, ejercen restricciones sobre las posibilidades de existencia de otros objetos en su proximidad.
Diré que es mental cualquier espacio donde la posibilidad de existencia de un objeto equivalga a su significación en el contexto de alguna mente. En este sentido, existe un espacio que recibe el nombre de música y en su interior, los objetos posibles, los significantes, son las músicas. Si la música es un espacio, entonces es un conjunto. De hecho, se trata de una subconjunto de la mente, que, a su vez, es otro espacio definible en función de unos límites que condicionan la posibilidad de existencia en su interior. Subconjunto de la mente, pues, la consciente y la inconsciente, la música puede, además, ser pensada como un objeto posible de aquélla. En cualquier caso, siempre tiene lugar vinculada a alguna actividad cerebral y si bien es cierto que la música existe en virtud del sonido, directamente nada tiene que ver con él ni con sus propiedades físicas. La música habría de ser considerada más cercana de las imágenes sonoras -los objetos sonoros de Pierre Schaeffer-, pero ni todas las imágenes sonoras son objetos musicales ni todos los objetos musicales pueden ser considerados imágenes sonoras. En este sentido, a pesar de que no todas las sensaciones deben necesariamente ser, en general, consideradas musicales, sostengo que casi todas pueden serlo en algún contexto particular. E inversamente, dada una sensación cualquiera típicamente relacionada con la experiencia musical, no habría de ser imposible encontrar algún contexto musical donde no existiera o su musicalidad no fuera más que un efecto colateral sin significación.
Así pues, una aproximación a los límites musicales puede ser acotada en primera instancia por los límites de la integración asociativa de las relaciones, las generadas en áreas cerebrales de proyección primaria -en especial, las sonoras-, así como las que proceden de zonas cerebrales dedicadas a aspectos más abstractos y sofisticados relacionados con la experiencia estética. Sin embargo, la experiencia neurológica no es, por ahora, suficientemente satisfactoria. Si lo será o no y hasta qué punto queda más allá de mi alcance. A pesar de que la música es una actividad mental que generalmente se manifiesta por la presencia de sonido, la musicalidad no se encuentra en los sonidos, como tampoco en las sensaciones que emanan directamente de ellos, ni en el tiempo ni en el espacio del espacio-tiempo, donde las muestras de esta forma de energía tienen lugar. Debe ser situada a un nivel más recóndito de la mente, donde las sensaciones se elaboran e interpretan y pasan, de no tener más significación que la de informaciónes de los estados del mundo -la mente, incluida-, a devenir experiencias que nos a menudo extrañamente nos complace caracterizar como complejas. La música, el espacio donde sólo tienen sentido ciertas informaciones que llamamos música, está limitado por la percepción del sonido en el tiempo y en el espacio subjetivos, pero también por la percepción de la propia percepción, y así sucesivamente, en un bucle de apariencia inacabable, quién sabe si infinito, quién sabe si equivalente a los puntos generables por algún sistema iterado de funciones hiperbólicas, constructores de espacios de cualidades geométricas bien conocidas : cerrados y acotados, compactos, homotécicos, se dice de esos espacios que son fractales, porque sus dimensiones no son enteras, como las del espacio euclídeo. Su representación gráfica ha sido ampliamente empleada en la práctica artística.
De la misma forma que las otras dimensiones, el tiempo de la música es mental y subjetivo. El presente mental varía en función de la atención, tanto en música como en cualquier otra realidad de la mente humana adulta, donde las sensaciones de simultaneidad, secuenciación, velocidad, ubicación relativa, proximidad, inclusión, no se corresponden linealmente con sus homólogos cuantificables en el espacio tiempo. La música no es un objeto que exista en el espacio-tiempo. No existe ninguna razón por la que el sonido o su percepción, canales de niveles distintos a través de los que la música se transmite, hayan de ajustarse a una estructura determinada, sea temporal, dinámica, melódica, tímbrica, o de cualquier otra naturaleza, como por ejemplo, física o psico física. Nada puede decirse de la musicalidad de los sonidos en función de las periodicidades o de las aperiodicidades que caracterizan a sus señales. Que un sonido tenga un espectro aleatorio, bajo, pues, en información significante por lo que respecta a la ordenación de las frecuencias parciales que lo integran o a la sucesión de amplitudes instantáneas, no significa que su presencia en una música no pueda ser resultado, a un nivel distinto y, sobretodo, alejado de la realidad física, de una ordenación independiente, más o menos sofisticada, portadora de un alto grado de significación musical. Tanto la música popular de casi todas las culturas como la música del presente han probado ámpliamente este hecho en la práctica. He aquí una razón más entre las muchas que justifican el abandono definitivo del concepto de ruido de los discursos que lo emplean para explicar las particularidades estéticas del sonido y de la música, terreno donde, desde mi punto de vista, todo depende de las definiciones arbitrarias de las funciones culturales asignadas a los sonidos -también, a las secuencias de sonidos- y de si esas funciones son posibles, es decir, si tienen significado en algún rincón del espacio musical. Los signos musicales, como los lingüísticos, son de un alto grado de arbitrariedad y la música tan sólo existe en un espacio cultural donde se proyecta y que, a su vez, se proyecta en ella. Así es como el espacio mental de la música trasciende las individualidades y deviene, mucho más que objeto o finalidad en sí, síntoma de un proceso que me gusta denominar metabolismo de la información y que parece particularmente desarrollado en la especie humana.
Especialmente ahora que ya hace tiempo que en el dominio del reconocimiento de formas se habla de distancia informática entre dos imágenes en términos del número de operaciones que un programa invierte para la definición de una imagen a partir de otra, tal vez sean lícitas las preguntas al respecto de su geometría y también sobre la diferencia o distancia de un elemento de naturaleza musical a otro que que no la posee. Toma así sentido una definición de subconjuntos de elementos propios del discurso musical en función de la distancia entre ellos, de la ocupación de una cierta región del espacio determinada por una bola alrededor de un cierto punto del espacio musical. Con estas consideraciones de fondo, sin dejar de ser tan jocosa como siempre, se hace bien comprensible y significativa la pregunta de John Cage acerca de si es más musical un camión que pasa por delante de una fábrica que un camión que pasa por delante de una escuela de música.
Que la música pueda ser considerada como un espacio mental no es contradictorio con el hecho de que la experiencia musical resulte muy afectada por la influencia de los espacios físicos en las características espectrales de los sonidos que en su interior se generan. Desde el punto de vista de la experiencia sonora, dos señales sonoras son diferentes a pesar de que procedan de fuentes equivalentes si son generadas en espacios de propiedades reflejantes distintas. De la misma forma que las cajas de resonancia de los instrumentos modifican profundamente los sonidos producidos por el mecanismo vibratorio, los espacios de naturaleza mecánica, en virtud de sus límites y de sus propiedades físicas, contribuyen en la naturaleza interna de las señales sonoras que llegan al oído. Por eso, el oído es capaz de detectar las dimensiones y la factura de los espacios. Así es como ha sido un instrumento particularmente útil para la supervivencia de los individuos de las especies que lo poseen.
De todo lo anterior, pues, emerge la justificación de los discursos musicales acerca de la espacialización -en su acepción corriente- como metáforas de la existencia paralela de un espacio mental, el único, sin embargo, que nos ha sido dado conocer íntimamente, porque el conocimiento del espacio físico, como otros aspectos de la realidad, nos está velado, como diría Bernard Despagnat. De hecho, la poética musical es susceptible de ser interpretada desde ese punto de vista, en conexión laxa con algunas orientaciones de la ciencia cognitiva, sin tener en cuenta si se trata de la del canto gregoriano, que suena particularmente bien en las iglesias, o la de la polifonía de los pigmeos, que necesita de las reflexiones de los sonidos en los troncos de los bosques de palmeras, la de las músicas también polifónicas de André y Giovani Gabrielli, especialmente compuestas para la catedral de San Marco, en Venecia, la de la música para la esfera sonora que Stockhausen quiso hacer construir en Osaka, llena de altavoces, o la compuesta especialmente para los polítopos de Le Corbusier y Iannis Xenakis o las cúpulas de Léo Kupper, la de la música electrónica que Luigi Nono compuso para el Halaphone de Hans Peter Haller o también la de las músicas electroacústicas actuales, concebidas en la soledad introspectiva del estudio para ser proyectadas en el mundo por medio de sistemas de reproducción sonora sofisticados y complejos, que llenan el espacio mecànico de altavoces emisores de fuentes sonoras diferenciadas, como son el Cybernéphone del IMEB o el Acousmounioum del INA GRM.
Con la irrupción de las telecomunicaciones en la creación artística, la imagen mental del especio ha reventado. Tal vez así se acerque más a la interpretación que del espacio real algunos físicos han dado en términos de holograma generado a partir de una información desprovista de dimensión. Los eventos artísticos basados en las telecomunicaciones han contribuido en la apariencia de fragmentación del espacio, que justifica una imagen mental de espacio poco compacta y sometida a geometrías variables. Por distintas razones de fondo. Una es la naturaleza discreta de las señales que se transmiten. Otra, la dispersión geográfica, que hace que un único evento artístico sea percibido de manera distina en función de la localización geográfica de cada usuario. También es importante tener en cuenta las diferencias entre metodologías generadoras de contenidos artísticos, propias de cada área de influencia cultural. Finalmente, la velocidad de intercambio de información ha reducido el tamaño de la imagen mental del mundo. Aunque no sea cierto, a veces puede parecer que el mundo entero quepa entre una pantalla y unos altavoces. Sin embargo, desde que percibo las actividades de las colectividades humanas, la vida, la música, las relaciones sociales, el movimiento de los astros y sus interacciones, sus comportamientos, tan variados y, a pesar de que me pregunto si no será una alucinación, tan complejos, como particularidades emergentes de la reorganización constante de la materia en su larguísimo recorrido evolutivo en la expansión conformadora del universo tal como ahora lo conocemos, prefiero contemplar esa poética desde la superposición activa de los niveles que intervienen en la construcción de la realidad, experiencia que acostumbro a considerar como una especie de holograma, también yo, donde reina la homotecia, de manera que, de nivel en nivel de complejidad, permanecen y se reproducen casi por casualidad las características formales de las relaciones que entre sí han tejido y tejen entidades que considero mis ancestros : estructuras culturales, mentales, biológicas, orgánicas, moleculares, atómicas y subatómicas.