En 2004 se desplegó por Buenos Aires una campaña publicitaria que llamaba mucho la atención. Nunca más he vuelto a ver el anuncio, pero con esa vez ya tuve suficiente. No creo que llegue a olvidar la imagen que saltaba de valla en valla de una parte a otra de la ciudad : sobre fondo blanco, cubría la mayor parte de su superficie una gran oreja gris, de cuya cisura intertrágica, próxima al orificio de acceso al canal auditivo externo, se precipitaban al suelo tres gotas de sangre, rojas y brillantes. Así se anunciaba un modelo de altavoces de coche. No hay muchas dudas acerca de lo que vendría a sugerir el anuncio. Básicamente, dos mensajes emparentados y preferentemente dirigidos a público joven : “escucha la música en tu coche tan fuerte como quieras, incluso más de lo que tu cuerpo aguante” y “molestarás lo indecible a la gente al pasar en tu coche”. En ambos casos, se plantea como positivo llevar la experiencia de la escucha más allá del límite de lo soportable. Con el tiempo, cada vez estoy más convencido de que, aunque parezca broma, eso es precisamente lo que algunos andan buscando. No entraré en si es una conducta voluntaria, involuntaria, consciente, inconsciente o semiinconsciente. Sólo diré que si algo es posible, entonces, va y ocurre en algún momento. Que resulta que podemos hacer bombas atómicas, pues las construimos. Que podemos dejarlas caer sobre ciudades indefensas, pues lo hacemos. Que podemos poner la música aún más fuerte de lo que antes la poníamos, pues adelante, aunque moleste. Aunque nos duela. 

Nuestras estructuras de control social, capaces de poner impedimentos de todo tipo a las investigaciones orientadas, por ejemplo, a la generación de conocimientos y nuevas vías de curación de enfermedades para las que hasta la fecha no existe tratamiento claro, no muestran ningún empacho en permitir que se distribuyan dispositivos peligrosos entre la población cuando los intereses que intervienen superan determinados niveles. Pese a que el peligro pueda afectar a los propios usuarios y a su entorno social y medioambiental, casi siempre a sabiendas de ello, hasta estimulan su empleo. Si no son pistolas y otros armamentos, legales aún en demasiados países, pueden ser altavoces de cualquier potencia, legales en casi todas partes a pesar de su conocida utilidad como instrumento bélico y de tortura. Condicionados por el realismo de algunas películas donde la gente muere por la agresión directa de la bala o el cuchillo que desgarra sus entrañas, no reparamos en que las bombas matan más por la onda expansiva que por la metralla. La destrucción y la muerte llegan con una onda de presión de amplitud desmesurada. Los Escudos Humanos españoles en Iraq describían la explosión de los 6000 kg. de pólvora de aluminio de la llamada podadora de margaritas, de nombre oficial BLU-82, sin dejar lugar a dudas acerca de las propiedades letales del sonido. No satisfecho con lo apocalíptico de esos resultados, hace ya más de una década, el departamento de defensa de los USA se superó a sí mismo y, por supuesto, a la podadora de margaritas, con la madre de todas las bombas, la MOAB, cuya carga explosiva alcanza los 9000 kg.

Volviendo a los altavoces del anuncio, quisiera recordar que un aparato auditivo humano sometido a presiones muy inferiores a los máximos alcanzables por esos instrumentos puede sufrir desgarros y microhemorragias, en algunos casos, irreversibles. No hace muchos años, al hilo de las sofisticaciones culinarias de la nueva cocina, un chiste de Forges en El País ironizaba con la propuesta de una “cocina asesina” que podría llegar a ponerse de moda en un futuro lejano. En el dibujo del humorista, los camareros pinchaban la cabeza de los comensales con la cubertería. Está por ver que la “cocina asesina” sea realidad algún día, pero la “música asesina” existe desde que en las discotecas y conciertos se rebasan los niveles seguros de sonido en varios órdenes de magnitud. Si el estándar de seguridad aural laboral en muchos países aconseja un nivel de 85 dBA, el de un concierto rock medio supera los 100 dBA entre las filas 15 y 18. ¿Debo recordar que cada unidad representa en esa escala la multiplicación por 1.26 del valor del flujo de energía o de la presión acústica? La diferencia entre el valor de seguridad y la medida de la experiencia citada es de 15 dBA, lo que significa que, entre el flujo de energía considerado límite de lo seguro y el de la medida en esas condiciones, hay una relación de 1 a 1.26 elevado a 15. De 1 a 32. Hay, pues, que multiplicar el flujo límite de energía seguro por 32 para alcanzar el que reina en según que conciertos. Es una inmensidad. Una brutalidad. Un asesinato, al menos, de las células del aparato de Corti. Dejo aquí abierta la pregunta acerca de la razón por la que necesitamos autolesionarnos. No la encuentro, pero ya que lo hacemos, seguro que alguna hay.

Me descubro a veces ensoñando que, en el interior de esos coches que al pasar despiden latidos descomunales, usualmente al ritmo de un agresivo, castrense y monótono cuatro por cuatro, debe haber gentes a quienes quizá les encante sangrar por los oídos. Y es que los automóviles, que no sólo sirven para mejorar las condiciones de los viajes y la independencia de sus usuarios, desde siempre, incluso antes de existir, en sus predecesores, carrozas, carros, carruajes, carromatos, etc., ya tuvieron la función de significar la identidad y el poder de sus propietarios. Como sería de esperar, pues, los accesorios acústicos de los carruajes de hoy en día ofrecen cada vez más prestaciones. Entre ellas, la de hacernos “sangrar” por los oídos con la mayor eficacia. La escucha de la música en esas condiciones de violencia no sólo tiene lugar por el puro placer de hacerlo, que no niego, aunque ya digo aquí que tampoco deseo ni aconsejo experimentar. Mucha gente se pasea por ahí con su coche y su música por el puro placer de mostrarse. ¿Mostrar su poder? Es una suposición plausible. Pasa igual con quienes transitan por los espacios públicos con su reproductor de mp3 o el teléfono móvil a todo volumen, con los altavoces a punto de saturación, como si los auriculares no existieran, porque de hecho, para ellos, poner la música así es comparable a vestirse de una determinada manera. Pasa igual con la gente que, al venir los calores, abre la ventana de su habitación y pone música en sus equipos domésticos cada vez más potentes. Tal vez hayan pasado el invierno sin escucharla o escuchándola muy poco. Sin embargo, cuando las temperaturas aumentan, la apertura de ventanas se acompaña a menudo de cada vez más altos niveles de música saliendo por ellas. Sin duda, la caricia en el cuerpo de la brisa fresca de una mañana de primavera es un gran placer que, acompañado del exhibicionismo indispensable para vencer el pudor natural por invadir el vecindario de efluvios y basuras personales, debe ser doblemente estimulante. Estoy seguro de que si la exhibición de insignias y banderas no fuera placentera, la apertura de ventanas al son de la música no se practicaría tanto. 

El fenómeno, lejos de disminuir, va en aumento a la par de casi todo su contexto inmediato : potencia de los equipos de música domésticos y ensanchamiento del espectro, tiempo medio de escucha de música, niveles medios y máximos de sonoridad en las aglomeraciones urbanas, franjas de horarios de explotación de negocios ruidosos, así como umbral medio de audición en las sociedades industrializadas y otros indicadores, como los niveles de consumo de música, que crecen a pesar de las lágrimas de cocodrilo de los editores cuando se quejan de la piratería. No creo que existan datos que establezcan directamente vínculos de equivalencia, pero el comportamiento de esas variables que caracterizan los usos sociales del sonido parece comparable al de otras que nos alertan de cuestiones fundamentales para el equilibrio social, incluso, para nuestra supervivencia en la Tierra, como por ejemplo y sin ir demasiado lejos, el incremento acelerado de la temperatura media del planeta. Como a juzgar por la escasez de resultados obtenidos en la lucha contra esta evidencia está claro que esta cuestión acuciante no preocupa suficientemente a una masa crítica de dirigentes políticos, parece normal que su interés por otros temas no tan llamativos, entre ellos, la calidad acústica del entorno, sea casi nulo. Las tímidas campañas que de vez en cuando se plantean con una dedicación de recursos a todas luces escasa hacen pensar que están sólo orientadas a lavar la cara de las administraciones ante el público sensible, que los responsables políticos deben evaluar tan escaso como los medios empleados. Al parecer, ésta es, desde el punto de vista político, una problemática considerada menor. Sin embargo, aunque los dirigentes casi no la tengan en cuenta, yo diría que, tanto su evolución como la forma pusilánime de tratarla parecen sintomáticas de un mundo desbocado y preso de un proceso de realimentación positiva que no es capaz de desactivar.

Las brechas social y económica aumentan. Nos cuentan que la cantidad de gente que se halla por debajo del umbral de pobreza disminuye, pero no nos dicen nada o muy poco acerca de los que justo rebasan ese límite. Resulta que hay quien sostiene que son la mitad de la población mundial y que van en aumento. Con los niveles de violencia pasa igual. Como con los de metano y dióxido de carbono. Como con el nivel del mar. Como con la carrera perversa a la que se entregan demasiados medios de comunicación que conciben y estimulan la realización de emisiones donde gana el que más tonterías dice, el que propone la actividad más violenta o más denigrante, quien se hace más rico o más famoso o quien está más tiempo ocioso. Si alguien nos viera de lejos, podría decir que estamos convencidos de que no tenemos límites. Tenemos prisa por ir a cada vez a más. Los medios van repletos de publicidades que, una y otra vez, tanto da si de forma manifiesta o subrepticia, nos repiten ese mensaje. Luego, cuando las bolsas bajan, parece que se termina el mundo. Pero ¿cómo podemos pensar, o creer, más bien, que vamos a ir creciendo indefinidamente? ¿A quién le interesa que nos creamos semejante patraña, si está claro que los recursos del planeta son finitos? ¿Quién tiene aún interés en que nos creamos iguales a los dioses? ¿Quién lo tiene en que continuemos pensando que tenemos derechos sobre la Tierra y el resto de seres que la habitan? Quien lo tenga, será porque no abriga ya ninguna esperanza y piensa que bien vale la pena acelerar el proceso un poco más, si de ello puede sacar algún partido a corto plazo. Así, los discursos triunfalistas que sin enunciarlo explícitamente nos anuncian un futuro mejor, paradójicamente, nos conducen con velocidad creciente al desastre. 

Cuando aún no habían caído las Torres Gemelas, casi sólo se hablaba de calentamiento global como una suposición de algunos científicos cuya credibilidad se ponía en duda en diversos ambientes, puesto que su mensaje resultaba más bien molesto, al enfriar las profecías espectaculares, siempre tan estimulantes y apreciadas. En el contexto hipomaníaco de esa época, escuchaba una vez en ARCO a Derrick de Kerkhove en un alegato donde apologizaba por el crecimiento del pulso metabólico de la cultura, que asociaba al desarrollo de Internet, al aumento del ancho de banda de los canales de transmisión de datos, así como al de la velocidad de la electrónica computacional. Me dejó perplejo que en su eufórico alegato sostuviera que la auténtica nueva música, la más apropiada a las especificidades de Internet y más acorde con el pensamiento cibernético propio de los tiempos que estaban por venir, había de ser lo que entonces haría una década se llamaba música techno. Nunca entendí como fue que le diera por ahí, porque la cosa no me parecía relevante para su argumentación. Superado el segundo decenio de siglo, ahora que la atribución del progreso a los logros técnicos no es sostenible sin tener en consideración otras complejidades y, cedidas a otras propuestas estéticas las marcas de modernidad, contestación y alternatividad que en su momento acaparó despiadadamente, casi sin dejar espacio a otras manifestaciones musicales igualmente modernas pero menos agresivas, se confirma ahora la absorción, más que la fusión, del techno por los géneros musicales tradicionales. En esa época, De Kerkhove no era el único observador visionario entusiasmado por la velocidad a la que íbamos quemando etapas; ese ir hacia algo de lo cual sólo se sabía que era más que el punto en el que nos encontrábamos era generalizado ¿Más qué? En realidad, no decían mucho más : sólo más. Como si hubiera algún lugar a dónde ir. Como si hubiera algo que fuera superior a otra cosa. ¿Qué íbamos a generar estando en semejante estado de ánimo? Sinceramente,  creo que, más que nada, confusión. 

Podría ser que Internet representara un paso más en la evolución del pensamiento humano; seguro que es un factor que contribuye extraordinariamente en los procesos de  socialización, pero si con el empleo del término evolución se quiere apuntar a cambios sustanciales en el material genético ¿tenemos en cuenta los límites físicos del funcionamiento del órgano que lo hace posible, el cerebro, así como su capacidad real de evolucionar? Durante un paseo por la Vila de Gràcia en el verano de 2009 y con la Inteligencia Artificial como tema general de conversación, Lali Barrière me hizo ver que la inteligencia podría caracterizarse por la capacidad de generar productos de desecho. En efecto, llama la atención el hecho de que nuestro cerebro, un órgano que se va constituyendo como resultado de uno de los múltiples procesos evolutivos de la vida, fenómeno que invierte temporalmente la tendencia inexorable del Universo al desorden, es capaz de terminar generando tanta basura, tanto desorden, tanto ruido, precisamente en el momento en que parece estar alcanzando sus límites de eficacia. Es claro que nos convendría un reajuste evolutivo. No lo es tanto si ello es o no posible. 

Los sonidos, igual que los colores y los contornos de las cosas son percibidos como formas. Todas las estructuras generadoras de formas en la naturaleza están de manera directa o indirecta condicionadas por mecanismos evolutivos, así que suscitan percepciones cambiantes. Las cosas son como son, las percibimos como las percibimos, porque  a causa de ello, si se trata de material inerte, tienden a la permanencia frente a estructuras más inestables, o, si se trata de seres vivos, alguna población de individuos de alguna especie ha obtenido ventajas en la perpetuación de sus genes, los cuales, tras ciclos y ciclos reproductivos, tienden así a extenderse a la mayoría de los individuos de la especie. Los cantos nupciales de las aves, por ejemplo, son de una forma concreta porque, gracias a ello, las estructuras genéticas que los determinan tienden a obtener más éxito reproductivo que otras estructuras genéticas que determinan cantos menos atractivos para los individuos del sexo opuesto. Pongo el caso de las aves porque es muy espectacular, pero igual ocurre con los sonidos de las otras clases de animales; con cada especie. Las hembras del grillo, por poner otro ejemplo, localizan al macho por su canto, que debe ser de una forma particular para que les parezca “sexy”. El sonido de unas especies encuentra su lugar entre el de las otras tras períodos larguísimos de adaptación. Es muy instructivo comprobar que en la selva o en la sabana, los sonidos de los animales se escuchan independientemente, casi sin interferir entre ellos. Tienden a ocupar bandas espectrales o ventanas temporales distintas, así que es habitual percibirlos simultáneamente en todo su esplendor. Eso es porque, generación tras generación, los individuos de cada especie van ajustando sus producciones sonoras de manera que ocupan las bandas de espectro o las franjas de tiempo menos densas, por lo que la probabilidad de enmascaramiento de su canto es menor. Con ello, aumentará la probabilidad de ser localizado por los congéneres del sexo opuesto y así, si no lo localizan también sus depredadores, mayor será también la probabilidad de aparearse y perpetuar su material genético.

El paisaje sonoro, pues, está sujeto a procesos evolutivos. Me gustaría señalar que, una vez estabilizados, los cambios debidos a tales procesos tienden a ser irreversibles. El sentido de la evolución es el mismo que el de la flecha del tiempo. Una vez afianzado un determinado estado, la vuelta atrás es de una probabilidad escasísima. Casi tanto como la de que espontáneamente se recompongan los añicos de un vaso que se estrelló contra el suelo. El paisaje sonoro cambia constantemente y de manera irreversible. Siempre. Haya mediación humana o no. Esté compuesto de sonidos de procedencia humana o no. Probablemente, sin embargo, el proceso sea mucho más rápido cuando los humanos entramos en juego y eso sí es algo sobre lo que me gustaría llamar la atención. Existen incrementos en la velocidad del cambio del paisaje sonoro, que, inducidos por la presencia humana, impedirían o dificultarían el ajuste del resto de elementos sonoros a las nuevas situaciones globales de ocupación del espectro. Tenemos, pues, el poder de llenar de basura el paisaje sonoro y ello no es soportable por todos los seres vivos. Puede que tampoco lo sea por nosotros mismos, porque los altos niveles de sonido aumentan el estrés en los seres humanos y disminuyen su capacidad de comunicación y de respuesta. En algunas ciudades parece comprobado que hay aves que trasponen hacia arriba la frecuencia de sus cantos, posiblemente, como resultado de una adaptación a zonas de espectro donde no hay tanto enmascaramiento, de manera que podrían escucharse con mayor facilidad. Otras especies con menos capacidad de adaptación quizá hayan abandonado las aglomeraciones urbanas a la búsqueda de otros hábitats acústicamente menos confusos, menos atacados. No todas las agresiones al paisaje sonoro se producen por gusto. Lo corriente es que se den sólo como consecuencia de actividades que quienes tienen poder para ello juzgan necesarias para las comunidades humanas y que, como efecto colateral, producen un alto contenido de basura en forma de señales sonoras. A veces han ocurrido acompañadas de la inconsciencia. Otras, las más, la inconsciencia y la falta de información de los más directamente afectados ha sido conscientemente explotada para extraer beneficios económicos a costa de la degradación del patrimonio sonoro. 

Tratamos la naturaleza como si estuviéramos al margen de ella; pero el lugar de la especie humana en la naturaleza es totalmente equiparable al de las otras especies : ni está por encima ni por debajo ni al lado de la naturaleza. La humanidad está en la naturaleza. Forma parte de ella. Como las demás especies, contribuye con los productos de su actividad en la conformación del medio que las contiene a todas. La oposición entre artificialidad, como propiedad eminentemente humana no determinada biológicamente, y la naturalidad, como característica tanto humana como del resto de la naturaleza, no me parece convincente. En principio, porque siento dudoso que las culturas humanas no tengan determinantes biológicos. Si uno ahonda un poco en las razones de las costumbres, halla vínculos fuertes entre éstas y las respuestas de las comunidades humanas a las presiones del entorno. Es factible considerar las ciudades, construcciones tradicionalmente calificadas de artificiales, como interfaces de la humanidad con el mundo. Son como son para dar respuesta a las presiones del ambiente, como los nidos o las madrigueras. Los techos de las casas están para protegernos de la lluvia, del calor y del frío; los acondicionadores de aire, para contribuir en el mantenimiento de la temperatura entre unos determinados límites. Igualmente, el alcantarillado, para canalizar las aguas y así poder desplazarnos sin demasiado problema por las aceras. Si el mobiliario es diseñado de acuerdo a nuestras especificidades biofísicas, los menús se diseñan teniendo en cuenta tanto nuestras necesidades de aporte energético como las particularidades placenteras del sentido del gusto. Los deportes llevan al extremo habilidades enteramente dependientes de nuestras condiciones biológicas. Debemos protegernos de las lluvias y de la temperatura porque dependemos de nuestra condición biológica. Necesitamos los mercados para acceder a los nutrientes que asegurarán el equilibrio termodinámico de nuestras estructuras bioquímicas. Encontraríamos infinidad de ejemplos similares. Se me puede objetar que hay una gran diversidad de culturas, de respuestas distintas, pues, a las presiones del ambiente sobre los humanos y que no se entiende cómo hay tantas. Pero cada especie constituye en sí una respuesta distinta a esa clase de presiones. Se trata de azar filtrado por las condiciones ambientales de cada lugar. Como cuenta Jacques Monod que diría Demócrito, las cosas ocurren por azar y por necesidad. ¿Por qué en la actividad humana no habría de ocurrir igual? Alguien podría objetarme, también, que las respuestas humanas son resultado de la reflexión y del libre albedrío, del empleo de la mente. Yo respondería que la reflexión y la voluntad son hoy por hoy términos en tela de juicio en el terreno neurobiológico. Resulta que la experimentación neuropsicológica no ha conseguido demostrar que movamos un dedo porque queramos moverlo. Podría ser justo lo contrario : tener la sensación de quererlo mover porque lo movemos. Y es que la inteligencia parece haberse desarrollado para responder apropiadamente a las presiones ambientales; no, para querer o no querer dar tal o cual respuesta.

No podemos, pues, considerar las producciones humanas al margen de la naturaleza, porque son naturaleza. Tampoco, decir con total convicción que la humanidad sea especialmente perniciosa para la vida. Hace tiempo que se habla de la séptima extinción, la de la llamada megafauna, la que habría dado comienzo en el Holoceno, hace 10000 años, con gran probabilidad a causa de actividades humanas. Quizá responda a un sentimiento poco fundamentado, pero me gustaría romper una lanza en favor de las culturas que viven en armonía con las otras especies. Desde luego que cabe preguntarse si esa armonía es real. Sea como sea, yo convendría en que, a pesar del poder de destrucción que adquirimos a medida que superamos nuestras habilidades técnicas, hay usos culturales más perniciosos para la vida que otros y, dicho sea de paso : no es necesaria la procedencia humana de un agente para que tenga poder de causar daño irreparable en la naturaleza.

A pesar de que desde hace ya muchas décadas los científicos vienen argumentado con indicios incuestionables que la evolución no se dirige hacia ninguna parte, que no tiene ningún sentido defender la existencia de cúspides evolutivas, que no hay especies evolutivamente superiores a otras, que no sobrevive el más fuerte sino el que mejor se adapta a los cambios del medio y que, en consecuencia, la humanidad es tan sólo una pieza del mosaico de la vida en la Tierra y no una especie privilegiada, con muchísima frecuencia y en personas de recursos intelectuales muy variopintos, escuchamos, opiniones que, si fueran argumentadas al extremo, se revelarían contrarias ese punto de vista evolucionista, tan razonable. La tendencia a situarnos por encima del resto de la naturaleza es algo muy atávico. Por las razones que sean, las orientaciones preponderantes de las culturas humanas han preferido dominarla a integrarse en ella. Al parecer, por alguna razón resultó rentable diferenciarse de la naturaleza; quizá para dominarla. Ahora que nos sentimos inseguros porque en el horizonte se avizora ya la escasez de recursos, que sea rentable dominarla no debería estar nada claro para nadie. Lo llamativo, a pesar de las evidencias de todo tipo, es que aún haya quienes propugnen la huída hacia adelante. No se me ocurre nada amable acerca de las posiciones ideológicas que necesitan separar la humanidad del resto de la naturaleza porque se justifican en visiones jerarquizadas y piramidales del mundo, en cuya cúspide sólo cabe instalar a algún dios, justo por debajo del cual se sitúa la humanidad y, por debajo de ella, el resto de seres vivientes. Se sigue de tal construcción que, si la estructura de la creación divina tiene jerarquías, también debe poseerlas la humanidad, es decir, que es natural que existan unos humanos con derechos sobre otros humanos. Pienso, por ejemplo, en quienes, totalmente al margen de la voluntad popular, deciden las leyes de bosques o de costas de un país en beneficio de entidades chapucera e irresponsablemente diseñadas para la obtención de rendimiento económico, sin tener en cuenta el seguro deterioro de recursos que conllevan las estrategias orientadas exclusivamente a tal fin. La presencia de la jerarquización en esas estructuras ideológicas y la consecuente existencia de castas con derechos sobre otras castas y sobre el mundo es la fuente de todos los desmanes a los que desgraciadamente estamos tan acostumbrados ya, que, casi, ni reaccionamos.

La música, para los humanos parte importante del paisaje sonoro, es un espejo de ello en muchos sentidos. Por ejemplo, muchos escenarios que se instalan al aire libre para las celebraciones populares tienen aspecto de mezquita o de ábside de una iglesia cristiana. Templo, en cualquier caso, ni una ni otra imagen me tranquiliza. El caso es que no puedo compartir mi desasosiego con todo el mundo, porque la idea de que la música emite mensajes cargados de ideología no necesariamente concordante con la de los textos y contextos que se le asocian no es moneda de cambio. Más bien predomina la tendencia a ser tratada al mismo nivel que las sales de baño : un edulcorante más de la vida, un masaje. Tal parece ser su función para la mayoría. Sin embargo, a mi me parece que el trasfondo ideológico transpira de cualquier aspecto puramente musical que se quiera tener en cuenta. A menudo hallo especial coherencia entre las formas de presentación pública de la música y el substrato ideológico de quienes la producen o la proponen en el seno de los diversos grupos sociales a su alcance. Debería llamar la atención que un escenario musical callejero tenga tanta similitud con la cabecera de las iglesias, la zona donde se sitúa el altar, con su retablo al fondo y a los lados y toda esa imaginería moderna cargada de focos y proyecciones audiovisuales. Es notable que en la mente de tanta gente de tantos grupos sociales y culturales tan distintos, la música comparta tanto con la religión. Contrasta profundamente el hecho de que mientras la procedencia del sonido en la mayoría de paisajes sonoros se reparta de forma tan distribuida, en los conciertos sea totalmente direccional. La multifocalidad, índice del grado de equivalencia entre los sonidos de un paisaje sonoro, se opone a la direccionalidad tan acusada de los conciertos, aspecto que denota la procedencia de la jerarquía en la dirección del flujo de sonido : lo que vale más que todo lo demás. La momentánea desaparición de los dijéis de las posiciones centrales de los escenarios en los años noventa fue esperanzadora, porque parecía poner en cuestión esa organización ancestral y proponía algo genuinamente horizontal y democrático. Lástima que la cosa no duró mucho. Poco a poco los dijéis ocuparon nuevamente los lugares reservados a los oficiantes musicales de antaño. Su público apenas reparó en ello. Quizá hasta echara en falta la presencia de figuras predominantes. ¿Cómo fue que al principio los dijéis se situaron en las esquinas de las escenas? ¿A qué se debió? ¿Y cómo fue que dejaron de hacerlo? Yo diría que no querían asumir el papel tradicional de los músicos, pero que la marea ideológica fue poniéndolos sin demasiado trabajo en el lugar donde los necesitaba.

Ante nosotros se levantan escollos cada vez más definidos y de muy complicada superación. Estamos a las puertas de lo que muchos califican de cuello de botella. Las reservas de petróleo se acercan a toda velocidad al punto en que su explotación deja de ser rentable y las energías renovables continúan siendo incapaces de suministrar toda la energía que requerimos para continuar al mismo ritmo que en la actualidad. El cambio climático y el calentamiento global asociado, cuya probabilidad de ser antropogénico es de un 90%, están ya en situación crítica. En la actualidad, la temperatura media global supera en 0.8° centígrados la media de la era preindustrial y todas las simulaciones prevén ascensos acelerados que rápidamente superan los 2°centígrados. Si la temperatura global media de la Tierra llegara a superar los 4° centígrados, la vida humana ya no sería posible en ella.

Esos son datos al alcance de todos y ampliamente cotejados. A pesar de la evidencia, seguimos confiando en que sabremos reaccionar en el último momento. No contamos con que seguramente no será fácil evaluar si hemos alcanzado o no el punto de no retorno. Si, como sugiere Jacques Attali, la música es a la vez espejo y profecía del mundo, mientras su evolución continúe más marcada por esa tendencia al crecimiento exponencial y divergente que por cambios cualitativos y autoregulados, parece que no tendremos ningún indicio de que la tendencia global al desastre que ahora nos amenaza vaya a diluirse. Continuamos anteponiendo los dictados del placer a los de la realidad. Continuamos aferrándonos a la vieja idea semítico-cristiana de que el mundo está para servirnos, y, no sin sarcasmo, diríase que los dogmas del Génesis nos llevan directamente a un Apocalipsis que podría no ser tan espectacular ni tan épico como el de San Juan, pero, al fin y al cabo, Apocalipsis.  La ruptura con el curso actual de las cosas es inevitable : o bien conseguimos dominar nuestros requerimientos energéticos y así modular el ascenso de las temperaturas o bien terminamos desapareciendo. 

Pese a poseer esa habilidad ética que Francisco Varela tan bien describió como hecho evolutivo casi únicamente propio de los humanos, aún no disponemos de herramientas demasiado sofisticadas para controlarnos. Según Varela, esa característica sobresaliente de nuestra especie procede en gran medida de otra contingencia cognitiva de más bajo nivel, algo más próxima a la maquinaria neuronal, consistente en la facultad de percibimos a nosotros mismos percibiendo. Y actuando. En general, cuando pensamos en nosotros, no sólo nos referimos a nuestro cerebro, a pesar de que es precisamente ese órgano lo que lleva a cabo la actividad de pensar. Nuestros miembros y nuestros órganos forman parte de la entidad a la que apuntamos en esa autoreferencia y el cerebro sabe que necesita de todo ello para mantenerse vivo. Como consecuencia de la capacidad de autoreferencia y de reconocernos formando parte de nuestra especie, la percibimos actuando en el mundo y, demasiado a menudo, introduciendo ruido en muchos, si no todos, los sistemas con los que se relaciona. Este texto es, precisamente, una de tantas muestras de la realidad de percepciones como esa. Eudald Carbonell diría que poseemos consciencia crítica de especie. Nuestro órgano del pensamiento es capaz de pensarse a sí mismo como parte de una maquinaria que necesita de unos cuidados, sin los cuales podría peligrar su propia integridad. Entre esas necesidades, consta el intercambio social y la socialización de nuevos bienes patrimoniales, imposibles sin la existencia de la especie, que, a su vez necesita de un contexto sano para continuar viva. Al cerebro le conviene, pues, considerar al mundo como su extensión y cuidarlo como si del cuerpo que lo aloja se tratara; y lo sabe. Lo sabemos. Lo que desconocemos es la forma de cuidarlo. Necesitamos aprender a identificar y rechazar los mensajes orientados a la satisfacción de necesidades individuales, por más que alimenten la inmediatez afectiva, que, por su aleatoriedad intrínseca, está en la base de la falta de definición en las estrategias globales que deberíamos adoptar. La dinámica ciclotímica de ascensos y descensos reactivos, que tiene un espejo fiel en fenómenos como la bolsa, esa especie de barómetro de los avatares de la afectividad global de los poderosos, debería ser reemplazada por otra más lógica, razonable y ajustada a las necesidades reales de todos; más consciente de nuestras relaciones con todo lo demás, que, de una forma u otra, no deja de ser nosotros mismos. 

El mundo necesita atenciones y nosotros necesitamos estar atentos al mundo. Escucharlo, pues. Lo percibimos conscientemente porque nos vemos, pero lo saboreamos y lo sentimos poco. Aún lo escuchamos menos, porque la percepción del sonido guarda una especial relación con lo inconsciente. Nuestra consciencia es bastante sorda. No puede escuchar sin el beneplácito del mundo inconsciente, que a menudo se emplea a fondo para impedir que nos escuchemos. No nos dejamos ver desnudos por la ventana, pero sí permitimos que se nos oiga lo más íntimo : música, sexo y peleas domésticas son parte importante del paisaje sonoro de patios de luces de cualquier vecindario. Si, como parece, el incremento del desarrollo y la intercomunicación de nuestras consciencias es vital, ese cambio global debe operarse en el interior de cada una de ellas. Es individual, pues, y además debe afectar por igual a todos los dominios perceptivos. Esa idea debe inspirar nuestra aportación al mundo como oyentes especializados : enseñar a escuchar; a escuchar cómo estamos modificando el paisaje sonoro y si muchos o algunos de esos cambios son susceptibles de ser considerados consecuencia o síntoma de los cambios ambientales con los que a todas luces estamos profundamente relacionados. Se impone la diseminación global de la necesidad de una escucha del mundo atenta y profunda, que no consiste más que en la práctica individual de la consciencia aplicada a la propia manera de escuchar. Para ello, lo que necesitamos es silencio.

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