Al iniciar el camino a Queralbs desde el lado de Poniente del Estany de Núria, cerca del embarcadero, el valle y el lago quedan a la izquierda, a Levante; el monte, las crestas más cercanas, que hacen frontera con Francia, a la derecha, a Poniente. El sendero te eleva y al dejar el santuario atrás, encontrarás más árboles a Poniente que a Levante, pero no tantos como para decir que te hallas en medio del bosque. Podría ser que a la derecha oyeras el canto de algún ave. No es que no las haya en el lado del valle. Probablemente, encontrarías más cerca del río, pero los árboles del lado del monte son ahora más y, en general, más próximos. Por otra parte, si caminas erguido, el valle siempre queda más alejado que el monte. Como los sonidos pierden intensidad proporcionalmente al cuadrado de la distancia y, descendiendo del Valle de Nuria, el camino conduce en dirección Sur, la probabilidad de oír pájaros al principio es superior a tu derecha. Caminas. Tu respiración y tus pasos suenan fuerte. Parten de ti. Son parte de ti : dominan tu paisaje sonoro y enmascaran el resto de sonidos. Incluso el del flujo constante de agua, generado inicialmente por sus saltos grandes y pequeños, pero que parece llegar a ti de todas partes, de rebote de piedra en piedra, de pared en pared,. 

El sonido del agua es muy interesante. Aunque parece constante, si prestas atención, escucharás su comportamiento siempre localmente divergente. De constante, solo tiene la variación continua y es que el mecanismo de producción, demasiado complejo y dependiente del contexto para ser previsible a escala humana, es caótico. El azar lo impregna. Escribía Leibniz en sus Nuevos ensayos para entender la naturaleza humana que, para percibir efectivamente el sonido de las olas, es necesario percibir el que produce cada gota de las que están compuestas. Pensaba también el erudito que este sonido imperceptible solo en unión con todos los otros, es decir, en el estrépito de la ola, es perceptible, y no lo sería si la gota en cuestión fuera única. Esta visión, que, al neófito, como yo, parece asociable a su teoría de las mónadas, es bastante cercana a lo que yo imagino trescientos años después, a pesar de que no pueda decirse que el mar y las olas estén hechos de gotas. Una cosa son las moléculas y otra, las gotas que se juntan para devenir mar, río, lago o estanque, y pierden la identidad en ese acto. El agua no es algo compacto. El mar, que es una masa grande de agua, al impactar con los límites del contenedor -rocas, arena, etc.-, suena desintegrándose en gotas en movimiento, que chocan de nuevo y producen parte del sonido. Otra parte proviene del rozamiento del agua con sí misma al romper la ola, también entonces desintegrada en innumerables gotas. También fue bien visto por Leibniz que un único choque de una gota puede no ser perceptible por el oído humano; no tanto, sin embargo, por su energía, sino por la duración mínima de esos eventos mínimos que, según el, causaban percepciones insensibles, en contraposición de las que denominaba claras, aquellas de las que nos hacemos efectivamente conscientes. De hecho, pensamos hoy que es la suma de eventos a punto de ser perceptibles lo que estimula la generación de las sensaciones de las que nos hacemos conscientes.

Si el agua corre lenta, como en un río ancho, y no se arremolina, o si se mantiene inmóvil, como en un estanque, casi no suena. No hay colisiones ni fricciones. En esos casos, la masa de agua actúa como un único cuerpo. El sonido se genera en la discontinuidad. En saltos y desniveles, que, por la energía cinética alcanzada en el choque, desintegran en gotas las masas de agua. Se genera en la percusión y la fricción de cada gota de agua con las otras; sobre todo, empero, con las piedras y cualquier cosa que pare o frene momentáneamente su viaje al mar a caballo de la inercia y la fuerza de la gravedad.

Piensa en la lluvia, por ejemplo : solo suena al llegar cada gota al suelo o a alguna superficie que la detenga. Es ahí donde suena; pero aún es más importante el hecho de que no se trata de un único sonido. Es una cantidad difícilmente contable de sonidos mínimos bastante similares que se producen continuamente. Unas gotas son más energéticas que otras, de manera que las propiedades de los sonidos que generan en los choques, a pesar de la similitud, varían bastante del uno al otro. Como se producen tantísimas gotas por unidad de tiempo, un buen número de ellas choca en instantes muy cercanos, de manera que cuando el choque de una de ellas no ha terminado de sonar, vienen otras a chocar muy cerca. Sus sonidos se superponen y el oído, cuyo poder de separación temporal no es ilimitado, hace el resto por integrarlos en una única percepción. Cuantas más gotas, más continuo es el sonido. Cuantas menos, más fácilmente perceptible es entonces el grano.

Pero eso no es todo. Hay dos detalles más. Uno es que, como las partículas de agua no chocan en el mismo punto, los sonidos generados por cada una de ellas llegan a los oídos en instantes distintos. Como el oído no identifica conscientemente los instantes de llegada cuando son muy próximos, aunque fueran perfectamente iguales, la percepción no podría nunca ser igual. Es como un campo de grillos o de saltamontes, un pinar lleno de cigarras o de cualquier especie de insecto que cante en comunidad. O como un estanque donde cantan las ranas. O como una sala de conciertos en el momento de los aplausos. Si los emisores te quedan lejos -de hecho, casi siempre quedan lejos, porque si te acercas, callan-, las diferencias pequeñas de tiempo entre las llegadas de los sonidos se perciben en términos de espacio codificadas en el comportamiento espectral; nunca como separaciones temporales. Hallarse en medio de un campo de insectos eusociales es como estar entre los violines de una orquesta. Tal vez, mucho más, porque, de hecho, una orquesta sinfónica solo tiene cuarenta. Nunca he contado los saltamontes de un campo, pero sí a menudo me he maravillado escuchándolos. A estas alturas y sin duda, para mí, es mucho mejor que un concierto. El otro detalle importante está en que, al chocar las innumerables gotas contra las superficies en puntos orientados en todas direcciones, los sonidos así generados parten hacia piedras, árboles y otros elementos reflejantes aquí y allá del valle, los cuales, a su vez, los reenvían en el sentido hacia el que ellos se orientan. En tiempos cercanos pero distintos y multiplicados en centenares de copias, quién sabe si miles, llegan así a tus oídos los granos mínimos de los sonidos del agua. El espacio canta al reflejarlos. Es un holograma sonoro. Si el valle fuera un instrumento musical, las cascadas, grandes y pequeñas, se corresponderían con el generador primario, como las cuerdas de una guitarra, y las paredes, las piedras y los troncos de los árboles, la caja de resonancia. Pero en realidad, eres tú quien canta. 

Todo ello contribuye en que el sonido del agua sea muy complejo. Es de los más complejos. Tanto lo es y la forma de la secuencia de presiones, tan imprevisible, que a menudo lo llamamos ruido. Hay quien piensa que es ruido blanco; pero eso no es del todo cierto. El ruido blanco contiene una mezcla aleatoria completamente uniforme de todas las frecuencias, como el color blanco, del que se sabe se obtiene al girar un disco de sectores pintados con los colores del arco iris. Los sonidos del agua son ruidos coloreados. De rojo, porque la composición de la mezcla favorece las frecuencias bajas. 

Sin discontinuidad, es decir, si fuera infinitamente suave, este mundo sería muy aburrido. De vez en cuando, trata de detenerte, pues. Hazlo más a menudo de lo normal y, por unos instantes, no andes ni hables. Date el tiempo de descansar para así reducir la intensidad de la respiración. Cuando no te oigas, presta atención y escucha. Si cambias la orientación de la cabeza, los sonidos legan a tus oídos en tiempos distintos. Es así como los oyes de manera diversa de resultas de cada movimiento y de cada posición. Es tu manera de intervenir en el sonido que te llega. Tú puedes ser tu propio intérprete del paisaje sonoro del valle.

Has estado andando un rato y ya casi llegas al Mirador de la Creu d'en Riba. Los ecos son distintos aquí. Encontrarás un punto donde el agua casi no se oye. Si hubiera gente, las voces serán ahora mucho más claras. Al bajar del mirador vendrá otra vez a abrazarte el campo acústico del agua. Podría ser también que oyeras el silbido del Cremallera, que rebota fuerte por todas partes antes de llegar a ti; también de piedra en piedra, de árbol en árbol. Pero ve bajando. Una vez en el bosque de abetos -o de pinos negros; siento desconocer la Botánica-, el río sonará más grave. La frecuencia habrá ido descendiendo a medida que seguías los recodos del camino. Es normal. En la proximidad del río, casi siempre hallarás más graves que si escuchas de lejos. Hay por aquí un riachuelo mínimo que baja a la derecha. Búscalo; la experiencia vale le pena. Hasta ahora has escuchado el agua a cierta distancia y proveniente de grandes masas. Si quieres, detente otra vez y aprovecha para comparar. Te hallas ante uno de los componentes básicos del fenómeno casi cósmico que hasta ahora escuchabas. Como la actividad es mucho menor que en el río, que baja al Este, a la izquierda, apreciarás de muy cerca los sonidos de las salpicaduras, que son agudos y cortos, bien destacados los unos de los otros. Es que el agua percute directamente sobre las piedras. Si te acercas lentamente y aumentar así su nivel, disminuyes la presencia relativa del resto del paisaje. La belleza pura se manifiesta penetrante frente a ti. Tienes que acercarte para escuchar bien esto. Es una maravilla. 

No es necesario que te quedes mucho rato. Retoma el sendero y encontrarás otros riachuelos donde escuchar nuevos fenómenos. El siguiente tiene un sonido algo más grave. Repite el procedimiento de acercarte y alejarte. Experimentarás la mezcla de esta fuente local, aislada, débil y sutil, también frágil, con la masa sonora del gran flujo del río, que viene de la izquierda, mucho más potente, y desde aquí, poco definida, oscura. Estás cerca del Torrent de la Coma de les Perdius, que pronto divisarás al fondo del valle. El camino se acerca durante un rato, de manera que el nivel aumenta virando lentamente al grave, que es el rojo, hasta que la pendiente, que va haciéndose más suave que la del río, te separa. Al llegar a este punto del trayecto, lo habrás escuchado muy poderoso, pero a partir de ahora, claro, el nivel sonoro bajará. Lo hará virando el color a azulado, agudo y lejano. Podría aparecer otra vez el Cremallera. Subiendo o bajando. Una cosa y otra no son lo mismo. Si sube, la diversidad sonora da para un concierto. Aprovecha y orienta la cabeza en direcciones diversas. Interactúa y experimenta. La escucha no es nunca pasiva. De nuevo puedes decidir ser tu intérprete. Filtrado por los árboles que entre ti y él se interponen, el sonido del paso del Cremallera terminará desvaneciéndose lentamente. Un instante antes será una especie de hilo sonoro muy tenue que se escurre entre los otros sonidos. Trata de determinar el momento preciso en que ya no lo oyes. Es imposible, pero no te preocupes; has aprovechado la experiencia sonora del desvanecimiento para concentrarte en el hecho de tu propia escucha. Para hacerte consciente de ti. Es decir, hacerte consciente de que te haces consciente de que te haces consciente de que ... Cuando haya pasado, algunas aves podrían quedar cantando. Te ayudarán a salir del bucle fenoménico. Si no, será el aire o cualquier otra cosa lo que te arranque del ensimismamiento. Por lo que respecta a la experiencia sonora, resulta interesante comparar el recuerdo del silbido del Cremallera y el trinar de los pájaros con los colores del agua. Uno y otro se le oponen en concreción. Si de ella llegarías a extraer mentalmente la presencia de cualquier altura musical, ni de los pájaros ni del silbido podrías nunca extraer más que las pocas y limitadas notas que te proporcionan. Por eso el sonido diverso del agua, que contiene casi todas las frecuencias audibles en una mezcla u otra, actúa como espacio de convivencia. Es el horizonte del que los otros sonidos emergen y donde tarde o temprano terminan sumergiéndose. Mucho más frágiles y finos, tampoco son comparables. El silbato del tren produce una única nota que, mezclada con el sonido del roce metálico con la vía, rebota pletórica de una pared a la otra hasta que se desvanece. Es una explosión tímbrica de desarrollo relativamente previsible e indiferente a lo que pueda ocurrir a su alrededor; un evento rígido, contrariamente al trinar de las aves. A pesar de que este último se refleja igualmente -con mucha suavidad, conviene precisar-, la coloración es mínima; apenas la de una onda sinuosidal modulada. Melodía y precisión dominan aquí. Extremadamente sensibles al contexto, nunca sabes cuándo las aves dejan de cantar ni cuándo empiezan. Decíamos algo parecido del silbato. Pero no. Es cuestión de escala temporal. Del silbato, una vez presente, podrías acotar mucho más el momento de la desaparición. Por eso te ha ayudado a escucharte escuchar. 

Al atravesar el pedregal, el agua te queda detrás de los árboles. Está cerca, pero se oye mucho menos grave que antes. Al contrario : en este caso, el azul, que es un agudo brillante, se manifiesta particularmente vivo si tu paso coincide con el canto de algún ave silbadora. Observa que el color cambia en función de los obstáculos que durante el trayecto se interponen entre el río y tú. Si te plantas delante de un árbol, filtrarás los azules del agua y así las aves, menos enmascaradas, vendrán al primer plano de la escucha. En el bosque, cada árbol filtra a su manera. La rugosidad variable de la corteza de los troncos, la complejidad irrepetible de las ramas y la distribución del amortiguamiento foliar intervienen. Cada posición tuya implica una coloración diversa de las voces del agua. Donde la vegetación es baja, el sonido se abre. El espectro se ensancha aquí, pero si continúas adelante, rápidamente se hará grave; especialmente grave. Habrás llegado entonces a un árbol seco muy característico. Una conífera; probablemente, un abeto o un pino negro. Eso es difícil de decidir, al menos, para mí; pero el árbol no pasa desapercibido. No encontrarás otro como este en todo el trayecto. 

Atravesarás luego un riachuelo más ancho que los anteriores. Suena más agudo y claro. Puedes ver cómo el agua cae o simplemente resbala sobre las piedras. Es probable que te sorprenda aquí alguna ave silbadora. Si canta, goza de la mezcla del color azulado y metálico del sonido del agua con el silbido reverberante y melódico del pájaro. Es una aleación dura pero cordial sobre la que intervienes a medida que el río se acerca. Le restas cuerpo al aproximarte. Deviene a la vez grave y agudo, sin frecuencias medias; por eso, hasta la llegada al puente, tienes la impresión de oír muy detalladamente las manifestaciones aisladas de algunos de los múltiples saltos del agua de una superficie a la otra.

Pasarlo no solo te cambia de orilla. Al alejarte experimentas en tu carne la intensidad y el poder del filtro. Del amarillo, viajas directo al grave rojo intenso de una pequeña cascada que baja a mano derecha. Oyes ahora el rojo especialmente bien. Mucho mejor que en otros lugares. Te envuelve completamente y tan fuerte es, además, que el riachuelo de la izquierda ni se oye. Has de poner tus orejas casi al nivel del agua para añadir un mínimo hilo azul a tu experiencia sonora. Acércate y sepárate. Una melodía secreta será tu premio; aún eres tu propio intérprete, recuerda. Pruébalo un poco, pero no eches raíces. Continúa el viaje, porque cuando llegues a la primera poza, justo delante percibirás una franja aguda que se superpone al grave de la cascada, algo más retrasado. Es un efecto curioso, pero bastante habitual en los saltos de agua importantes. La parte aguda se oye asociada a un lugar y la grave, a otro. Ambas rebotan independientes en los límites duros -o relativamente duros- de los espacios donde te los encuentras. Eso ocurre tanto por la composición de los sonidos y los distintos mecanismos que los generan, como por tu perspectiva. El agua resbala aquí sobre grande losas de piedra hasta llegar a un salto de agua muy pronunciado que, mucho menor, recuerda un poco a la Cola de Caballo de Ordesa. Suena especialmente agudo y, como muy cerca hay un tramo largo de vía, si pasara, podrías comparar el subir o el bajar del Cremallera con ese fondo agudo. Escucharías un conflicto acústico interesante. 

Venía a decir Luigi Nono que el mundo y el arte no serían sin conflicto. Y es que el, por encima de todo amaba la Dialéctica. Pero retoma la ruta alejándote del agua y, por más lentamente que lo hagas y te concentres en ella, habrás de escucharla cada vez más amarilla, verde y azul; progresivamente filiforme, también. Te sorprenderás de repente al oír otro riachuelo. Fluye a tu izquierda. Si aún no te has cansado de jugar, de ser tu propio intérprete, acércate una vez más, aléjate, límpiate, gírate, y por el sendero del bosque vendrá a tu encuentro el rumor de la cascada de allá arriba, lejos a la derecha. Viene de muy arriba y tú aún bajas. Verás entonces entrar en el túnel la vía del Cremallera casi en el mismo punto en que de repente el agua cercana desaparece de tu alcance acústico; pero solo es por un momento. Pronto, grandes salpicaduras y gritos y voces podrían reverberar no muy lejos. Es que hay pozas donde la gente se baña. Verás algunos que, incluso, se tiran de culo con gran estrépito al agua. Escucha como la percusión potente y grave del impacto de los cuerpos se refleja en las paredes de grandes rocas. Estás en el Torrent de Fontalba. No continúes hacia el Pont del Cremal. Toma el Camí del Dui y me hallarás tras alguna curva o una roca; nunca subido a un árbol.

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