No sé muy bien lo que realmente ocurre cuando me pongo a hacer eso que también yo llamo crear. Tampoco tengo nada claro que crear o creación sean buenos términos para denominar lo que yo hago o creo hacer al llevar a cabo mi actividad artística.  De hecho, no me parece que lo sean para ninguna de las actividades humanas.  Tengo la sensación de que los utilizamos para sentirnos más cerca de la divinidad, de nuestra divinidad, quiero decir, para sentirnos, para creernos, a fin de cuentas, dioses. Tiene ello que ver también con esa idea romántica de los artistas como gente poseedora de un don especial por el que nos pondrían en comunicación directa con los dioses. Parece como si aún muchos pensaran que la práctica artística tuviera algo de divino, como si se hubieran creído a pies juntillas el delirio de Dalí 

Pero en realidad, la práctica artística se parece más a un ir tirando de un hilo, con suma delicadeza, eso sí,  para que no se quede trabado nunca y así evitar su rotura. Cuando el hilo se traba, es necesario comprender que la razón se halla más allá de lo que uno ve y que no va a dejar de existir por la simple aplicación de mayores tensiones. 

En el pasado,  mi actividad creativa más importante consistió en hacer música.  De diversas maneras. Primero, de la forma más directa posible, con la guitarra en la mano y dejando que melodías, acordes y ritmos  fluyeran directamente del contacto de mis dedos con las cuerdas, casi sin pensar, sólo sintiendo y dejándome sorprender por lo que emergía ante mi consciencia como si no fuera yo mismo quien estuviera tras ello. Como si fuera otro quien tocara. Un verdadero desdoblamiento de la personalidad, en virtud del cual, el espectador podía seleccionar lo que el casi automático ejecutante producía. De todas maneras, esa forma de actuar tiene un límite, porque el inconsciente es reaccionario. Al menos, el mío, que termina repitiendo siempre la misma canción porque sus gustos nunca cambian, así que siempre se satisface con las mismas cosas.

Ahora, cuando entro en el estudio, la mayor parte del tiempo en que me hallo en esa situación, si alguien me viera por un agujero, quizá pensaría que estoy perdiendo el tiempo. De hecho, yo mismo me pregunto por qué no avanzo más deprisa, por qué no resuelvo antes cuestiones que me parecen totalmente triviales. Eso me ocurre ya desde hace años. En 1999 concluí un ciclo de mi actividad musical con una pieza a la que llamé Dur. Es muy dura. Suena muy duro. Por eso la llamé así. El sonido de toda la pieza procede de transformaciones de una muestra de unos pocos segundos de un bombo que sustraje de un track de un disco de Laurent Garnier. Sin embargo, dada la aparente distancia entre Dur y su material de base, ni el propio Garnier podría en ningún momento demostrar que ello sea verdadero o falso. Es un caso de apropiacionismo que nadie estaría en situación de denunciar.  El único que posee las pruebas del delito, los pasos del proceso que del sonido inicial llevan a la construcción definitiva de la pieza, soy yo y no voy, de momento a tratar de perjudicarme. El proceso de creación duró apenas dos semanas. Los últimos cinco días estuve escuchando una y otra vez la pieza. No daba crédito a mis sentidos. Tras nueve días de aplicar sin piedad  ni descanso una metodología   que había determinado de antemano, la escucha crítica de los 10 minutos obtenidos no conseguía hacer saltar ninguna de mis alarmas formales. Mi sentimiento dominante era que no podía ser que hubiera terminado la pieza tan fácilmente. Por eso pasé tantos días tratando

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