En los espacios de discusión de Internet por los que últimamente acostumbro a moverme -unos, eruditos o especializados, de inspiración popular o generalizantes, otros- entidades diversas, personajes con nombre pero a menudo sin otra muestra de su existencia, a veces amenazantes y otras, con la frialdad de quien juega con la probabilidad alta de que sus interlocutores no hayan dedicado demasiado tiempo a considerar esos temas, me asaltan con inquietantes preguntas acerca del arte, de la creación, de la inspiración, del sentido de la autoría, de sus derechos, de la verdad que los pensamientos humanos puedan encerrar, precisamente en estos tiempos de transmisión de la información -del uno al otro confín de la tierra a velocidad cuasi lumínica-, cuando la posibilidad de modificación de los productos de la creación se hace infinita e incluso es cada vez más factible la suplantación por medios electrónicos de la personalidad artística de un determinado autor.
Se enuncian cuestiones problemáticas, a las que difícilmente hará frente quien no posea un sistema de convicciones lo suficientemente estable : ¿En qué consiste la creación? ¿Qué es el arte? ¿Existe realmente? ¿Qué sentido tiene? ¿Quién es un artista? ¿Cómo es el trabajo de un artista? ¿Cuándo un trabajo fruto de la creación merece el calificativo de arte? ¿Hasta que punto es lícita la transformación de los objetos de arte con los nuevos medios tecnológicos? ¿Es el arte un espejo de la realidad? ¿Forma el arte parte de la realidad? ¿A quién se dirige? ¿Desaparecerán los artistas y el arte, cuando todos puedan crear lo que quieran gracias a las prótesis hijas del hiperdesarrollo tecnológico al que nuestra sociedad aparece sometida?
No pretendo dar ninguna solución ni respuesta concreta extensible al sentir o al uso de todos, pero me declaro sensible al hecho de que en los espacios del pensamiento -no sólo en los de Internet, ciertamente muestra fiel de aquéllos- parecen flotar brumas especialmente opacas a los conceptos de los cuales esas cuestiones proceden. En los diversos ambientes culturales que uno frecuenta, vagas, la mayor parte de las veces, circulan ideas acerca de todo ello. Llama especialmente la atención que las dominantes sean verdaderos fósiles, testimonio del sentir de otras épocas en las que los medios de comunicación tuvieron un alcance muy diverso del de los que actualmente consideramos como tales.
Se continúa pensando, por ejemplo, en el chispazo de genialidad, en la inspiración, en el duende, en lo mágico, como condición única, esencial, de la que dependen los actos artísticos. Se continúa pensando, también, en el artista como ser al margen del mundo y de todos los demás humanos; como superhombre que vive más allá de los condicionamientos económico-existenciales habituales a los que todos estamos sujetos. El caparazón socio-tecnológico que constituye nuestro hábitat nos impide a veces reconocerlo, pero la vida es dura y no es posible olvidar que todos los seres vivientes conocidos, creadores o no, dependen de cuestiones biológicas que involucran su intercambio energético con el medio.
Se continúa pensando, y desde una perspectiva razonable ello parece nocivo para la justificación de la estima de la propia identidad, que la poesía de las cosas, el arte, la creación, la belleza, se hallan en lo que es diferente de nosotros, en lo inalcanzable, en lo divino. Quién sabe si por eso, ya que nadie es divino y la creatividad se pretenda inalcanzable, haya aún quien confiera divinidad al artista. Como más allá de la patología no es posible creer en la propia divinidad, todo ello suena muy raro a cualquiera que viva -que haga frente al medio, quiero decir- de su capacidad de creación. No puede pues ocurrírsele a los creadores otra cosa que considerarla fruto del trabajo sistemático de años, llevado a cabo, eso si, con una intensidad tan sólo sostenible gracias a una pasión tremenda por su profesión.
A pesar de esa realidad, se continúa, incluso, dando crédito a la idea de que sólo los mejores, los más dotados, los más brillantes, los más raros, son los únicos llamados a la práctica del arte o de la creación. Y ya no es así, porque no puede ser así : el mundo ha cambiado y no necesita ya de aquellos artistas semidioses a los que estaba permitido todo lo vedado a los demás, supuestamente no creadores. Este mundo nuestro, una vez iniciada esa vorágine informacional cuya inercia enorme deja sin sentido toda acción opuesta encaminada a frenarla, necesita generación, elaboración y filtrado sistemáticos de ideas, conceptos y productos. Esa es precisamente la tarea que debe encomendarse a creadores y a artistas; a los autores, en definitiva, entre quienes, por cierto, dada la diversidad de fines y de personalidades que caracterizan esta sociedad telecomunicativa, ya no es posible, felizmente, distinguir, al menos desde las perspectivas tradicionalmente clasificantes, el mejor o el más brillante, el más especial o el más dotado de los creadores. Simplemente, no existe. Esa imagen es un espejismo, un indicio de que hubo un tiempo en que sólo una forma de hacer arte era posible. Ahora, cada uno dispone de medios para definir la propia.
La sociedad se ha convertido paulatinamente en una gigantesca máquina generadora y elaboradora de informaciones con niveles de sofisticación variables, capaces de despertar sensibilidades, afectos, intencionalidades y calidades humanas en sus receptores, que son sus propios integrantes. En ese tejido complejo, todos generamos información como consecuencia del hecho de que la consumimos : es una especie de metabolismo, de homeostasis, cuyo espacio de funcionamiento se extiende a todas las capas de la sociedad y afecta particular y específicamente a cada individuo.
El substrato de la creación es inmaterial. Se da creación, no precisamente con la generación de la materia, sino con la posibilidad de modificación de su estructura, y por tanto, de la información. Por eso, a un cerebro, sociedad de neuronas y de estructuras metaneuronales, le es dado crear, y es así, recomponiendo la materia, como los hombres crean. Es artista, pues, quién es capaz de expresar sensiblemente su visión del mundo a través de algún acto creativo. Otrora, cuando los medios de comunicación eran escasos y su alcance, reducido, tal vez tan sólo fueran necesarios unos pocos artistas. Como especie, nuestro propio sistema social y de diferenciación del medio no nos empujaba en el mismo sentido que pueda hacerlo ahora. Entre otras cosas, pudo entonces parecer imprescindible destacar las personalidadesindividuales, apoyar la diferencialidad del individuo frente al grupo o incentivar las heroicidades.
Superado ese paradigma de valoración del individuo frente al tejido social, en nuestro momento, cuando parece que los omnipotentes medios se nos comen y tienden a imponernos su ley, cuando los índices de creación parecen francamente escuálidos frente al crecimiento de la infraestructura comunicativa, lo que el equilibrio social necesita es precisamente un enorme torbellino de ideas nuevas, entretejidas las unas con las otras. Ideas que funcionen apoyándose, confiriéndose mutuamente verdad y consistencia, valiéndose, precisamente, de esa infraestructura que si no llegaran a dominar terminaría por colapsar su crecimiento. Ya no es tan sólo una cuestión de calidad, cosa que se supone debe darse por la propia naturaleza histórica de la creación, sino de cantidad. Además es una cuestión ética: generar ese movimiento compensatorio es beneficioso para la continuidad sana del tal vez más importante de los sistemas propios que al hombre le dan identidad como especie. Para ello no existe -Eduardo Bautista lo sugería no hace mucho en una conferencia en el Conservatorio de Madrid- otro medio que posibilitar la presencia social de gran número de autores, artistas y creadores profesionales, dispuestos, ya no tan sólo a crear, sino a comprender y explotar el funcionamiento de ese complejo sistema homeostático del que nadie puede escapar, se encuentre en el estado en que se encuentre, por ser precisamente una de sus artes al tiempo que una de sus partes.