Resumen

La valoración académica tradicional de las obras de arte sonoro, así como la de los jóvenes artistas que las producen es una tarea difícil cuyo sentido es puesto en cuestión en este artículo. En su lugar, tras proponer un conjunto de materias sobre las que a la larga un artista sonoro ideal habría de poseer rudimentos, se sugiere una vía de autovaloración critica y comparativa que permita situar a los alumnos en el contexto global del estado de la creación. 

Corregir y valorar

Un alud de contradicciones me asalta al tratar de responder a preguntas acerca de los procedimientos de valoración del aprovechamiento de los jóvenes artistas que cursan estudios de arte sonoro. El estado mental con el que desde hace unos años quizá más familiar me sienta, la perplejidad, vuelve a visitarme y así, de lo más íntimo, siento brotar la cuestión, a mi parecer más esencial que aquellas, acerca de la fuente de donde emana la verdadera necesidad de valorar aspectos de esa naturaleza, pero también la sospecha de que la razón principal de clasificar los trabajos o los nuevos creadores en una escala ordenada de valores acaso sea la satisfacción de la necesidad compartida por todo sistema de poder : ejercerlo para perpetuarse.

Si la evaluación de la capacidad y el aprovechamiento de los alumnos presenta dificultades importantes en cualquier disciplina, en arte, dada su marcada naturaleza holística, esa tarea se hace poco menos que utópica. ¿En qué podría consistir la competencia artística, si la suma de habilidades técnicas no la asegura? De hecho, no podemos saberlo; básicamente, porque no tenemos ninguna descripción clara acerca de qué podría ser tal cosa. Nadie parece estar en posición de precisar de forma mínimamente consensuada en qué consisten la valía, la competencia u otras calidades afines en arte. No es extraño; muchos aspectos de las capacidades humanas son igualmente difíciles de concretar. Pese a los numerosos intentos de evaluar la inteligencia, que en parte nos han conducido a la definición de una serie de cualidades disjuntas que supuestamente la integran, siempre ha quedado fuera algo que se resiste a la definición y, por tanto, a la evaluación. Bien conocida es la falta de generalidad de los tests de inteligencia. Por poner un ejemplo, lo que en ese terreno es adecuado para evaluar las capacidades cognitivas de los marines es un sinsentido si se pretende lo mismo de los chamanes Suar. Las habilidades que en un cierto momento quedan fuera de lo que parece deseable para el alcance de un determinado objetivo pueden llegar en algún momento a ser consideradas esenciales si las características del medio cambian. La evolución de la vida así lo muestra a lo largo de la historia de la Tierra. Buen ejemplo de ello es la desaparición de los imponentes dinosaurios en beneficio de la proliferación de las musarañas y otros mamíferos minúsculos cuando el aire respirable del planeta llegó a ser insuficiente para mantener vivos animales de gran tamaño. Contrariamente a aquellos pequeños animales, no podían acceder a las madrigueras subterráneas donde el aire, rarificado y tóxico tras la caída de un imponente meteorito en la península del Yucatán, se filtraba naturalmente y era, por tanto, ahí sí, respirable. Si más de una vez ocurrió así con la vida, ¿por qué habría de ser distinto con aspectos que se derivan directamente de ella, como son la inteligencia, el arte, la música, las habilidades sociales, la política y, por supuesto, el arte sonoro que aquí nos ocupa? En cultura no hace falta esperar mucho : de una generación a otra, especialmente en los últimos decenios, las habilidades deseables para alcanzar los objetivos van mutando. También los objetivos, de hecho, de manera que no está completamente claro que deban ser considerados como genuinos. Frente a la multiplicidad cambiante de sus significados a lo largo de sus historias, lo que parece mutar menos son los significantes; las palabras. Su estructura fonética.

¿Qué camino tomar, pues : el del refuerzo de las competencias restringidas o el del de la globalidad? Si, emulando aquella máxima de Pascal que aconsejaba fragmentar los problemas en subproblemas más manejables, nos inclináramos por la parcialidad y el reduccionismo, terminaríamos condicionando el desarrollo de una sociedad de especialistas sin demasiada opinión sobre el conjunto de las cosas. En el caso del arte, contribuiríamos en la creación de generaciones de artesanos y, más pronto que tarde, el sentido del término arte habría mutado sin que hubiéramos tenido tiempo de darnos cuenta. Si, por el contrario, apostáramos por la globalidad, probablemente contribuiríamos en la formación de ciudadanos interesados y comprometidos en todo. En la existencia, pues. Y eso, que es altamente deseable para la condición actual de artista, que requiere haber desarrollado una forma elaborada de entender el mundo, así como mejor cuanto mayor capacidad para la toma de posiciones respecto de él, trasciende el arte y cualquier otro aspecto parcial de la experiencia humana. Nos descubrimos así completamente sumergidos en el dominio de la Etica y la Moral, de la Política; sobre todo, de la posición ético-estética que un artista toma con respecto del mundo, del que, por cierto, se requiere un análisis lo más detallado posible : en especial, de las interacciones entre sus partes, de los procesos que le afectan, pero también de su verdad íntima, de su autoanálisis, de la naturaleza del deseo que le impele a proyectar en el mundo su propia respuesta; sus propias realidades, su pasión, su implicación. Valorar estos aspectos es mucho más arduo que las puras competencias parciales, porque no existe prueba alguna que directamente nos dé cuenta de ello.

Estas dificultades podrían verse agravadas por problemáticas propias de contextos artísticos particulares. Considérese cuál puede ser el significado de la evaluación de la competencia en una disciplina cuya imagen social no goza de una definición ampliamente consensuada. Ese es el caso del arte sonoro, que casi se define más por lo que no es que por lo que es. Más que definirlo, pues, únicamente lo acotamos y, así, no estando claro qué es y qué no es arte sonoro, quién es y quién no es artista sonoro, surge toda otra familia de cuestiones inquietantes acerca de quién es competente para realizar tal evaluación, acerca de si es o no posible ser más o menos competente en ese cometido y si es solo en virtud de la indefinición del dominio que el establecimiento de esa competencia sea cuestionable o si eso es solo un síntoma de razones más profundas y, quizá, ocultas.

Como la ascendencia plástica del arte sonoro es un hecho documentado y puesto a menudo de manifiesto, siendo el arte plástico un conjunto de discursos fundamentados en la particularidad de las formas posibles, dados unos materiales y unos condicionantes contextuales entre los que las obras de arte habitan, en mi opinión, cualquier manifestación artística cuya existencia se apoyara coherentemente en la diversidad de las formas de los objetos sonoros formaría parte de esa supuesta nueva disciplina. Si la escultura reúne las construcciones artísticas acerca del espacio/tiempo percibido en los dominios de la visión y el tacto, sería posible pensar un arte sonoro escultural cuyo dominio fuera el de los discursos artísticos acerca del espacio/tiempo percibido en virtud del sentido del oído. Sería entonces razonable pensar en una expansión sonora de la escultura, aunque, de hecho, esta perspectiva lo acerca muchísimo a la música y es que también es comprobable que ella es uno de sus ancestros distinguidos.

Alguien podría pues preguntarse si ello significaría que, además del conocimiento escultórico y organológico básicos que le permitieran construir objetos sonantes así como distribuirlos en el espacio, un artista sonoro habría de estar familiarizado con los detalles de las técnicas contrapuntísticas o las armónicas, con las sutilezas de la interpretación musical o el análisis de partituras. Desde luego que ese conocimiento sería deseable en cualquier artista sonoro. Y en cualquiera, de hecho, puesto que no se entiende cómo en la escuela se nos exige comprensión lectora y dominio de la escritura y ninguna habilidad que nos permita la interpretación elemental de una partitura o la escritura del más simple motivo musical. Sin embargo, no parece realista exigirlo, puesto que en la actualidad, la mayor parte de artistas sonoros parecen desconocer los rudimentos de esas disciplinas. No pongo en cuestión que hagan arte sonoro. Por supuesto que lo hacen, pero algo me dice que si todos estuvieran al menos al corriente de la evolución del pensamiento y del quehacer musical, probablemente sus trabajos irían bastante más lejos y tampoco habría espacio para esas muestras de autocomplacencia que ya en demasiadas ocasiones se manifiestan junto a la pretensión de la invención de determinadas técnicas y conocimientos de hecho explorados en otras épocas por la creación musical.

Tal vez ese desconocimiento tenga lugar porque, a pesar de que en el imaginario cultural se dé por supuesta su naturaleza artistica, como cada vez a menos gente le pasa por la cabeza que de verdad y con todas sus consecuencias la música pueda ser hoy en día campo del mismo tipo de creación que otras artes más libres, de enseñanza menos castrante, las técnicas musicales tienden a ser vistas como saberes arcaicos y superados, compendios de procedimientos tediosos, cuando, en realidad, interpretados adecuadamente, atesoran no solo la historia del pensamiento artístico que ha empleado el sonido como vehículo principal, sino también la del conocimiento y la experiencia del sonido en clave cognitiva, en definitiva, del arte de la escucha, es decir, de la práctica consciente de la percepción del sonido y el estudio de las elaboraciones teóricas que de su experiencia se derivan.

En cierta forma, la creación del concepto de arte sonoro guarda relación como el fracaso de la música como dominio libre de creación; un punto de inflexión donde dejó de ser capaz de recuperar la dimensión especulativa y vanguardista que otrora caracterizó algunas de sus propuestas. Hubo un tiempo en que la música pudo haber evolucionado hacia el arte sonoro, pero la academia y el mercado no contribuyeron en la integración de las nuevas propuestas creativas. El colapso de la música como dominio propicio a la libertad de creación no justifica el abandono del saber artístico y psicofisiológico que su desarrollo generó. Debería existir alguna forma en que ese saber fuera recuperable para el arte sonoro. Sin embargo, para que ello ocurriera sería necesario salvar un escollo difícil : el miedo a la libertad. A la independencia. La tendencia al abandono a lo gregario.

Las técnicas contrapuntísticas, así como las armónicas, el análisis musical y la composición comparten puntos de contacto con otras disciplinas; muchas de ellas son científicas. No se trata del tan esgrimido carácter matemático de la música, que, a mi entender, debería ser matizado. De hecho, la profundidad matemática de las estructuras musicales no es demasiado real, pese a que recurrentemente surja esa idea. Para mi, lo que verdaderamente acerca esas disciplinas es la gestión profunda e íntima del detalle; la comprensión de la significación de las relaciones que una a una tejen las unidades mínimas integrantes de realidades de orden superior, a menudo consideradas, no sin cierta frivolidad y apenas reparando en su estructura interna, como entidades independientes e indivisibles. En realidad, entran en esa categoría no solo materias científicas. Ya científicas ya humanísticas, las materias analíticas son así : no se dominan las matemáticas, la física, el contrapunto, el análisis musical, la lectura, la escritura, etc., si no se va individualmente más allá de la teoría o la discusión en clase o en el salón. La lectura, el análisis de partituras, la interpretación, requieren la resolución de problemas concretos sobre cuyas particularidades se aplican concienzudamente los presupuestos teóricos al uso. Es imposible llegar a esa experiencia en grupo; así que, sin el control personal de la pulsión hacia lo gregario, sin la soledad activa que la experiencia en carne propia requiere, el dominio de esas materias no pasa de la ficción. El control del detalle es tedioso. Requiere concentración y esta, soledad. A su vez, la soledad exige una tensión que toma cuerpo en el ejercicio de la libertad. Por supuesto que la discusión en el aula es siempre enriquecedora; pero pierde profundidad y eficacia sin la previa confrontación tediosa y solitaria con el detalle. Lo que acostumbramos a interpretar como realidades aisladas está casi siempre constituido de realidades de órdenes inferiores. Además, forma parte de realidades de orden superior e interactúa con otras que pueden ser del mismo u otro nivel, tanto si las percibimos como si no. No es cierto que esas entidades sean independientes de las propiedades de sus integrantes. Que las propiedades del todo no se sigan directamente de las propiedades de las partes que lo integran no implica que no sean consecuencia directa de la interacción entre las partes según dictan sus propiedades individuales. Tradicionalmente, en música esas unidades fueron las notas; en ocasiones, fragmentos algo mayores, los musemas. Los edificios musicales se construyen a base de superponerlas, concatenarlas y manipular sus propiedades. Por debajo del nivel de la nota, hubo un tiempo en que, sobre todo, era difícil concretar los comportamientos con la precisión que hubiera sido deseable. En arte sonoro se opera con objetos sonoros, que, contrariamente a las notas, al ser fragmentados, revelan miríadas de nuevos objetos sonoros de muy diversa forma y, a menudo, inesperada.

En ciertos aspectos, la concreción en el detalle de los objetos sonoros es estructuralmente comparable a la concreción que los músicos tradicionales perseguían en el detalle de las viejas notas. Para su manipulación, sin embargo, es imprescindible trascender el papel pautado y adentrarse en el empleo de las tecnologías audiovisuales clásicas que permiten el control manual del flujo sonoro con toda la precisión necesaria, así como la manipulación microscópica de sus características formales. Desgraciadamente para algunos -quizá muchos-, si el objetivo es estar al día de todas las posibilidades, ello no es suficiente. Dado el altísimo grado relativo de sofisticación de la interacción entre los comportamientos del sonido, la imagen, la gestualidad y en general, los datos procedentes del mundo circundante, que en la actualidad alcanzan los trabajos de arte sonoro e intermedia más influyentes y refinados, su escritura fina, su concepción y realización, exigen maestría tanto en los procesos computacionales de síntesis y organización sincrónica y diacrónica del sonido como en la concepción de dispositivos electrónicos capaces de comportamientos sonoros de cierta complejidad y capacidad de reacción al entorno.

Así, tras estas breves consideraciones, una enumeración sin pretensión de completitud de los campos de conocimiento cuya familiaridad me parecería aconsejable para el ejercicio del arte sonoro incluiría los siguientes :

Etica, estética y sociopolítica de los hechos sonoros

Estado actual, historia y teoría del arte

Estado actual, historia y teoría de la música. Música experimental

Escultura e instalación

Usos artísticos de la tecnología

Grabación y postproducción de audio

Acústica de materiales, acústica arquitectónica y electrónica básica para la construcción o la intervención de circuitos sonoros

Psicofisiología de la percepción. Psicoacústica

Elementos de composicion musical. Programación orientada a la generación de objetos sonoros y su relación con el comportamiento de las imagen, el gesto y el mundo en general

Poesía sonora

Performance

Radioarte y arte basado en las telecomunicaciones

Improvisación

En mi opinión, la valoración del conocimiento en cada una de esas materias no es imposible. Existe todo tipo de pruebas y estrategias para hacerlo, pero, sinceramente, tras darle muchas vueltas, no le veo mayor sentido que la satisfacción de las necesidades de ejercicio del poder del sistema así como a la pulsión narcisista reactiva del alumno ansioso de medirse con su entorno cercano. Pese a que muy a menudo una de esas dos contingencias obliga a los docentes a valorar a la manera tradicional, dudo de la realidad de su eficacia pedagógica, porque la valoración en una escala ordenada de valores se me antoja demasiado simple como para dar cuenta de la importancia real de las obras respecto del estado general de la creación. 

Creo que la mejor oportunidad de valoración es la que hace el propio alumno de sus proyectos en relación con el estado general de la cuestión, en el que previamente tiene que haber estado introducido. Esa valoración íntima solo puede emanar del estímulo de la confianza en sus proyectos y en sus capacidades para que desde el ejercicio de la autocrítica continúe insistiendo en ellos y refinándolos hasta que sienta de manera natural el momento de darles fin y así estar en posición de contribuir con ellos de manera significativa en el desarrollo de la disciplina. Esa valoración, que surge también de su pasión, se refuerza por las muestras de interés del profesorado por su trabajo y las oportunidades que se le ofrecen para mostrarlo en el mundo real. También, por la consideración lo más exhaustiva posible de los desarrollos viables de cada obra, así como el aporte de informaciones precisas y coherentes con cada problemática, a fin de facilitar la apertura de puertas en todas direcciones; las conocidas, pero también las desconocidas. Todo ello, en fin, con la intención de dejar vía libre al planteamiento llano de las cuestiones de fondo que uno considera esenciales de la disciplina y la esperanza de que sean los propios interesados quienes, por sí mismos y en su intimidad, dirijan sus pasos e investigaciones en el sentido que crean más conveniente. No en vano, si la completa descripción de las obras de arte es un objetivo inalcanzable, ¿cómo no iba a serlo también la de sus creadores?

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