El término arte sonoro emerge a principios de los años 90 de diversos textos, en su mayoría redactados originalmente en Inglés y publicados como soporte teórico de actividades de música y arte contemporáneos. Esbozar sus límites no resulta fácil. Como se trata de una forma de expresión reciente y no estabilizada, que, además, procede de múltiples tradiciones artísticas, parece adecuado imaginarlo inmerso en el sistema integrado por el arte y la cultura. Tampoco tengo forma de conocer con total precisión a qué me refiero con arte y con cultura, pero es habitual que, cuando pienso en algo, su clausura se desvanezca y su contexto alternativamente parezca devenir parte del objeto y dejar de serlo. Y quizá las cosas sean realmente así, que, de un lugar a otro, de una colectividad a otra, los límites del arte sonoro no permanezcan inmutables, que constantemente fluctúen, conmuten, se redefinan continuamente. Precisamente, arte sonoro, arte y cultura, por su empleo, quizá exagerado en algunos ambientes, experimentan una evolución muy rápida. Por muy diversas razones, cambian a menudo y, si el resultado del cambio se antoja suficientemente atractivo para algún grupo humano suficientemente extenso y poderoso, cabe pensar, desde una perspectiva evolucionista, por la que no oculto mi predilección, que permanecen en el nuevo estado hasta que un grupo más poderoso conviene en darles un nuevo significado, más acorde con sus intereses. Sin embargo, el poder de los grupos humanos tiene, felizmente, alcances limitados, así que varias interpretaciones de arte sonoro conviven sincrónicamente, lo que a la larga debería contribuir en una síntesis, más que en la adopción de una única posición en detrimento de otras. A favor de ello está la gran cantidad de flujo de conocimiento y de información, propia de la pretendida sociedad global. En su contra, el hecho de que, en ese mismo contexto, el ruido es cada vez más intenso y la probabilidad de manipulación y engaño, manifiestamente creciente.

Arte sonoro significa muchas cosas distintas que no necesariamente comparten las mismas raíces históricas. Aunque podría decirse sin error que se trata de un conjunto de manifestaciones culturales que tienen que ver con el arte y con el sonido, tal afirmación, por demasiado general, gozaría de poca o ninguna utilidad. Una vía para estrechar el cerco a ese concepto consistiría en trabajar a partir de la idea de que el arte sonoro es el arte de los sonidos, que es como tradicionalmente se denomina a la música, una disciplina cuyo concepto más ampliamente consensuado hoy en día es más cercano a la industria del entretenimiento que al pensamiento artístico contemporáneo. Sin embargo, si se presenta la necesidad de una denominación tan novedosa como la de arte sonoro, una de las razones estriba en que se pretende una distancia, precisamente, con la música, arte de los sonidos, sí, pero organizados y de los silencios, como añaden algunos, con una idea de silencio y de organización verdaderamente restringida, como si los silencios de las escrituras musicales tradicionales fueran silencios verdaderos - ausencia total de sonido - y como si los modelos de organización que subyacen tras ellas fueran los únicos posibles. Pero justamente, El arte de los ruidos, manifiesto futurista de Luigi Russolo, toma ese nombre como contraposición a ese descabellado imaginario de orden antediluviano. Según esta óptica, música y arte sonoro no parecen ser la misma cosa y ello sugiere que, para centrar el campo de intereses que afecta al arte sonoro, quizá fuera más conveniente pensar en la idea de que designa a aquellas producciones artísticas realizadas con sonidos, arte con sonidos y no necesariamente notas, lo que no excluiría a todas las músicas, porque, de la misma manera que existe un sinfín de objetos y actitudes genuinamente artísticos y no musicales que centran su discurso principal en torno al sonido, en el fondo de gran cantidad de productos musicales es fácil hallar la huella del arte tal como aún se entiende en la actualidad, a pesar de la preocupante alza, en el propio seno del pensamiento artístico, de actitudes manifiestamente benevolentes con las industrias del entretenimiento.

La primera vez que me enfrenté al término en cuestión, me dije que el tipo de propuesta artística que se me planteaba coincidía plenamente con la idea que tenía yo de lo que debería ser la música. Incluso pensé que esa experiencia en particular ya había sido explorada anteriormente desde perspectivas enteramente musicales. ¿Como era, pues, que, en el contexto de una sala de arte se presentara como novedosa, sin la más mínima referencia a las experiencias de las que, desde un punto de vista puramente formal, era claramente deudora? No entendía entonces que muchos productos sonoros necesitan distancia del ámbito puramente musical porque su planteamiento obliga a formas y actitudes de escucha radicalmente distintas de las tradicionales.  Muchos creadores musicales europeos y americanos del siglo XX, algunos quizá sin reconocer que en cierta forma eran herederos de los teóricos y críticos del primer romanticismo, que acuñaron el mito de la música pura como ideal artístico a través del cual acceder a la trascendencia, creyeron a pies juntillas que la música coincidía plenamente con el arte de los sonidos, sin tener en cuenta que la tendencia principal continuaba -y de hecho, continúa- exactamente igual que en los tiempos de la Grecia clásica, cuando música,  musiké, era el arte de todas las musas juntas : bella voz, arte de los sonidos, danza, alegría, deseo, variedad, elevación y fama. A nadie se le escapa que la idea de música pura ofrecía un contexto favorable al desarrollo radical e ilimitado de todo tipo de propuestas estéticas, pero, tanto por la inercia del medio musical, altamente compartimentado e industrializado, manifiesta en su exacerbada tendencia a rechazar cualquier producto cuya estructura se alejara mínimamente de los cánones, como por lo difícil que resultaba a los propios creadores desprenderse de una liturgia concertística en total sintonía con el peligroso imaginario de poder que supone sentirse en la cúspide de una pirámide humana, las innovaciones artísticas en las formas de escucha y las producciones que las requerían tenían serios impedimentos para prosperar si eran consideradas como productos puramente musicales. Si bien muchas de las propuestas pioneras fueron estrenadas en salas de concierto, a la larga, desaparecieron de las programaciones habituales de música contemporánea. Las más tardías, ni se estrenaron en esas condiciones ni pudieron dejar de hacerlo. Sus ejecuciones, exposiciones y performances, se dieron en lugares cada vez más alejados de los medios musicales, como por ejemplo, espacios polivalentes y galerías de arte, y los compartieron con otras manifestaciones artísticas que, procedentes de otras disciplinas, se producían en torno a intereses sonoros parecidos. Es el caso, por ejemplo, de la poesía sonora, tan deudora de las innovaciones tecnológicas en el terreno del tratamiento y la reproducción de sonido como la música concreta, la electrónica de los años 50, la electroacústica y el arte radiofónico; todas, por cierto, vinculadas en mayor o menor medida con los planteamientos sonoros y poéticos de las primeras vanguardias. 

En los años 80, tras la pérdida definitiva de interés de la intelligentzia musical por la creación sonora, así como, en  gran medida, por las tecnologías analógicas y digitales del sonido, y con el inicio de la democratización del acceso a las herramientas computacionales para la generación y proceso de música y sonido, el arte sonoro ocupó otros nichos quizá menos ilustrados en el dominio musical, pero mucho más próximos al pensamiento artístico de su época. Así es como el arte sonoro ha sido asociado frecuentemente a practicas artísticas como las denominadas escultura sonora, computer music, música cibernética, música electrónica, música generativa, música mecánica, música mínimal, música en red, instalación sonora, cine sonoro, escucha profunda, noise music, registros sonoros de campo, musica experimental, paisaje sonoro, audio art, ecología acústica y un sinfín de otras más. En ellas, no quedan al margen ni la melodía, ni el  ritmo, ni la situación de concierto, ni  el uso de instrumentos musicales tradicionales.  Lo que para mí contribuye más en la caracterización de ese terreno es el hecho de que en sus producciones se desdibuja la barrera entre lo tradicionalmente musical y lo que no lo es. Tanto vale el sonido producido por un instrumento tradicional como el fragor de las olas. Tanto, un sonido de altura definida como uno del que es imposible extraer una sensación clara de altura. Tanto, un sonido aislado, simple o complejo, como una melodía. Tanto, un acorde armonioso como un clúster de bocinas en un atasco. Con el arte sonoro desaparece la barrera entre ruido y sonido. Todos los sonidos son ruidos y todos los ruidos, sonidos. Muchas veces no hay jerarquía entre ellos, pero si la hay, no está preestablecida; para cada obra se reinventa. 

No parece que en todos los países de la cuenca del Mediterráneo haya ocurrido exactamente este proceso. Juntos conforman un mosaico multicultural donde, a pesar de tratarse de una zona relativamente pequeña, con unos 480.000.000 habitantes, menos del diez por ciento de la población mundial, las cosas y los términos que las señalan presentan una gran variabilidad. Es necesario tener en cuenta que cada país, además de pertenecer geográficamente a la cuenca mediterránea, pertenece también, al menos, a un área de influencia cultural no necesariamente mediterránea.  Así, por ejemplo, mientras que los países del Norte mantienen relaciones intensas con las culturas europeas de más al norte, los del Sur tienen mayor vínculo con los otros países islámicos.  De uno a otro lugar el arte sonoro presenta diferencias, especialmente, en el volumen del tejido social que localmente muestra interés en él y en los recursos económicos que se le destinan. Por supuesto que eso afecta a las cuestiones éticas y estéticas, pero, por reactivo, yo diría que ese aspecto no debe considerarse intrínseco a las culturas mediterráneas ni a los artistas que en su seno producen obras de arte sonoro. Si se buscan en Google documentos en la red que contengan la cadena formada por el término "sound art" seguido por el nombre de cada uno de los países mediterráneos, los resultados obtenidos no se alejan mucho de lo que, desde mi perspectiva parcial y subjetiva, era de esperar : el número de resultados positivos por país se muestra fuertemente correlacionado con su producto interior bruto. El arte sonoro, como el arte, pero, sobre todo, como la tecnología y el dinero, de Norte a Sur no se encuentra uniformemente distribuido en el Mediterráneo. Lo que también queda patente, y coincide plenamente con mi impresión a priori, es que se disemina en una extensa red de miles de nodos, quizá decenas de miles; tantos, en cualquier caso, que me obligan a sólo considerar aquí las cuestiones más generales. Quedan las innumerables precisiones, los casos específicos, a la espera de encontrar espacio suficiente como para dar justa cuenta de todas ellas.

Parece que el arte sonoro despierta el mayor interés en el Noroeste, donde Francia es el país que, con diferencia, más recursos dedica y España, el que menos. Aunque una cierta correlación con el PIB puede hallarse al respecto de esta situación, la diferencia, que para nada debe achacarse a la calidad de los creadores ni de las propuestas, parece consecuencia directa de la percepción de las administraciones acerca de la relevancia social del pensamiento artístico, en especial el que se expresa a través del sonido, así como de la valoración de la necesidad de apoyo a la investigación y el uso de las tecnologías de la electricidad y la comunicación en la creación especulativa. En Francia, país latino, pero con una larga e intensa historia de relaciones de todo tipo con las culturas del Norte de Europa, el desarrollo tecnológico, así como la investigación científica y artística gozan de un nivel al que, por el momento, ningún otro país mediterráneo sueña alcanzar. Todo ello, junto al peso subjetivo de la identidad cultural, tan característico de la actividad política y la vida social de ese país vecino, contribuye en la actitud de sus gobernantes hacia la creación sonora y, por ende, en el grado de proliferación de esos productos en su interior.

Si se considera el Noreste, la Península Balcánica, a pesar de su PIB modesto, algo menor, incluso, que el de la zona del Este, la presencia del arte sonoro es, comparativamente, extensa y goza de una especial diversidad. Los intereses de Alemania y Francia en la zona son bien conocidos. Eso, junto con la pertenencia de algunos de sus países a la Unión Europea, así como la simple proximidad de los que no pertenecen a ella, justifican la diversidad con la que la presencia del arte sonoro se manifiesta en sus contextos culturales, con muchas interacciones con los países de la Europa Central y del Este, donde el arte sonoro presenta un desarrollo vigoroso. Debida con certeza a los últimos conflictos de los Balcanes,  la representación del arte sonoro de los países de la antigua Yugoslavia se halla diseminada por toda Europa y América del Norte y, similarmente a como ocurre en el Noroeste, en el Noreste, un solo país, Grecia, se halla a una distancia enorme del resto. Nuevamente, se trata del país que goza de mayor nivel económico y desarrollo tecnológico de la zona. Por otra parte su estructuración política y social es la más estabilizada. Por causas muy distintas a las del último éxodo de artistas e intelectuales balcánicos, la presencia de artistas sonoros griegos en otros países de Europa debe entenderse en un contexto de normalidad, comparable a la situación de otros colegas de la Unión Europea que tampoco viven en su país de origen. 

Como he anticipado, es en el Sur donde menor interés por el sonido parece haber en el mundo del arte, a parte, claro está, de sus usos tradicionalmente musicales que, conviene señalarlo, no han experimentado los cambios que llevaron a la música europea y a la americana a la explosión que sumariamente he descrito más arriba como uno de los elementos clave de la génesis del arte sonoro. Así, la penetración de la idea de arte sonoro es bien superficial en países como Libia o Marruecos. En Túnez, es quizá algo más profunda. La coincidencia de esa superficialidad con el PIB es, en el caso del Sur, aplastante, pero también creo necesario hacer notar que, con el Este, se trata de la zona mediterránea donde la influencia cultural de la Europa del Norte es menor, sin tener en cuenta a Turquía e Israel, cuyos ambientes culturales, por razones distintas, mantienen otro tipo de relaciones y acercamientos con Europa y América.  Junto a la cuestión económica, posiblemente por el hecho de que el arte sonoro no procede de ninguno de los elementos artísticos y culturales propios de esas sociedades, muchos artistas sonoros cuyo origen es el Sur y el Este del Mediterráneo prefieren establecerse en otros lugares, como, por ejemplo, Francia, Alemania, Suiza, Austria, Polonia, Estados Unidos o Canadá. Quizá la naturaleza cultural tan fragmentaria del Líbano explique la contribución notable de sus artistas en el arte sonoro, paradójica, si se tiene en cuenta la preocupación que suscita en sus vecinos, exceptuando Israel, donde el arte sonoro goza de un desarrollo similar al de España. Al margen de las argumentaciones anteriores, habiendo vivido en carne propia las limitaciones infinitas que para el desarrollo del arte hubo en la España franquista y que perduraron hasta bien entrados los años 90, mi impresión personal es que en la mayoría de los países del Sur y del Este hay aún demasiadas cuestiones inmediatas que resolver como para que sus dirigentes tengan tiempo de considerar las ventajas del desarrollo de sus culturas.  Cuando la lucha por la existencia es apremiante no hay lugar para el arte y el pensamiento.

Tras este breve análisis, se ve que el término arte sonoro, presumiblemente anglosajón y enraizado en el proceso de desintegración del pensamiento musical de occidente, no goza de la misma consideración a lo largo de toda la cuenca mediterránea. La hipotética condición de sobrevenido. amén de la objetiva escasez comparativa de recursos empleados en los dispositivos sonoros - valga como ejemplo el escaso interés de los agentes culturales por algo tan relevante y ampliamente difundido como la multifocalidad -,  darían la impresión de que, en el contexto general de las manifestaciones artísticas mediterráneas, el arte sonoro es un género marginado. 

No me parece que eso pueda circunscribirse geográficamente. Creo, más bien, que la naturaleza de la situación que induce a ese sentimiento proviene del hecho mucho más general de que la experiencia sonora, por cuestiones meramente psicobiológicas, se segrega parcialmente de la experiencia consciente. Mientras que la imagen tiende a ser percibida de forma consciente, el sonido parece entrar en el cerebro por la puerta secreta de lo inconsciente. Se oyen sonidos externos en estado de semiinconsciencia e, incluso, durante el sueño. Vehículo de informaciones esenciales para la subsistencia en condiciones visuales adversas, como la oscuridad, la presencia de niebla o la lejanía, el sonido es un elemento de gran importancia para la evolución de los seres vivos dotados de sistema nervioso. Entre muchas otras razones, hemos llegado hasta aquí gracias a que, desde que apareciera, la capacidad de percibir las vibraciones sonoras se ha transmitido a lo largo de toda nuestra filogenia.

Con los párpados cerrados, ninguna imagen del exterior puede ser percibida. Tan sólo la luz intensa los atraviesa. La visión atenta requiere movimiento y voluntad. Es necesario levantar los párpados, dirigir la mirada a su causa física para percibir la imagen y es perfectamente posible dejar de mirar, incluso ver, si no se desea ver. Por el contrario, la audición ocurre sin movimiento aparente. Los sonidos de la colectividad distraen la atención y enmascaran las otras señales acústicas, con lo que, para un rendimiento perceptivo óptimo, requiere la soledad. Pero, como señalan ya tantos autores que es imposible saber quién lo hizo notar el primero, no tenemos párpados para los oídos. Contrariamente a lo que ocurre con la visión, para oír no es necesario querer oir. Se oye porque el entorno suena. Produce sonidos que nos obligan a insertarnos en el contexto inmediato aunque no lo pretendamos. Tampoco somos libres de dejar de oír. No podemos cortar el flujo de información sonora de forma mecánica y voluntaria, salvo por la acción de taparnos los oídos. La desactivación de la escucha sólo es posible por medio de recursos de naturaleza psíquica o psicofísica. Tendemos a escuchar en colectividad, como en los conciertos, las clases o las conferencias.  Ya no cazamos, así que en la mayoría de las colectividades humanas, la escucha es una actividad preferentemente social. Muy pocas veces nos ponemos a escuchar en soledad. No hay tradición. Mientras que la mirada parece contribuir al distanciamiento de la colectividad, a la diferenciación del yo, la escucha, cuando tiene lugar de manera ausente -lo más  habitual-, tiende a borrar sus límites y a fundirnos con el entorno, a facilitar el dominio de nuestras  voluntades.  Es la vía perceptiva por la que más peligro corremos de ser dominados. El sonido no se oye como lo que es, sino como lo que representa. Cuando se ha identificado la fuente, no se escucha más, aunque se continúe oyendo, como también se ve, aunque no se mire. Pero se escucha mucho menos de lo que se mira y en ese lapso de tiempo que queda entre que se dejó de escuchar y se continúa oyendo, la voluntad queda a merced de cualquier mensaje subliminal. Si a penas somos conscientes de la propia escucha ¿cómo no iba  el arte sonoro a ser tenido en menos?  Pero si es así ¿cómo vamos a reparar en la sutileza sensible que puede ocultarse tras un mensaje sonoro? ¿Cómo, pues, ser conscientes del arte sonoro?  ¿Cómo, en definitiva, llegar a valorarlo al mismo nivel que las otras producciones artísticas? 

Mi propuesta es la búsqueda activa de una escucha consciente que contribuya al cierre de las puertas abiertas a los mensajes que contra la voluntad habitan la mente y terminan poseyéndola. Así resultará posible comprender que la música característica de los productos de la industria del entretenimiento, esa producción cultural mayoritariamente considerada como música, no es de nuestro tiempo, porque se mantiene extraordinariamente fiel a la vieja concepción helenística del arte como técnica. Sus producciones son generadas por la aplicación directa de técnicas especiales, ampliamente conocidas y dominadas por los profesionales, desde mi punto de vista no necesariamente artistas de nuestro tiempo, pero sí artesanos altamente cualificados, con la finalidad de disponer los sonidos según un reducido conjunto de patrones de ordenación preestablecidos, a cuya cristalización se ha llegado tras un larguísimo proceso de depuración. Aislados, diríase que esos productos sonoros carecen de ideología, porque habitualmente se aplican a cualquier contexto para subrayar aspectos casi exclusivamente afectivos. Aparentemente son esencialmente utilitarios y vacíos de contenido explícito. Pareciera que poco hay tras las estructuras musicales así generadas : el contenido, la reflexión acerca del mundo, la experimentación, el discurso, la toma de posición, el compromiso, se reservan para otros canales, en su mayoría dependientes de la imagen y el lenguaje hablado, donde la transmisión de esos contenidos está más codificada socialmente. Sin embargo, conviene no olvidar que la propia recurrencia de estructuras del tipo que sea a lo largo de los siglos constituye por si sola un mensaje de sumisión. Le ocurre a la música lo mismo que a las técnicas pictóricas, escultóricas, fotográficas, cinematográficas, tipográficas o cualesquiera técnicas electrónicas para el proceso de señales interpretables por el sistema nervioso humano : se ponen al servicio de una producción que, de naturaleza artística o no, las incluye o las emplea para configurar su apariencia. Lo diferencial en la música de estas características es que, paradójicamente, goza del mismo prestigio que las producciones consideradas artísticas en otros dominios donde la idea de arte se asocia preferentemente a la experiencia sensible y su conexión con el pensamiento, más que a la  excelencia técnica, la cual no debería ser más que un punto de partida obligado pero banal.

¿Será relegado el arte a la misma función utilitaria de la música? Dicho de otro modo ¿es el de la música un caso particular y especialmente evolucionado de un proceso de transformación por el que el arte tendería a la industrialización? ¿Está en regresión el valor del carácter especulativo del arte en beneficio del valor que como recurso técnico podría recuperar?  Y en el caso de que así llegara a ser, a pesar de haber sido aparentemente vaciado de contenido, como la música ¿continuaría el arte gozando de un prestigio equiparable? ¿Es imaginable, en el contexto de un eventual cambio general de paradigma de la función del arte, la aparición del arte sonoro como migración de un cierto tipo de pensamiento a nichos culturales más favorables?  No tengo respuesta a esas preguntas, así que no las planteo de forma retórica con la pretensión de responderlas más adelante. Sólo trato de concluir esta breve reflexión poniendo de manifiesto las emergencias de ciertos demonios para los que no encuentro exorcismo y que me asaltan al comprobar, una vez el dominio del espectáculo ha sido enteramente secuestrado por la política y despojado de cualquier elemento artístico que no deba ser interpretado más que como mero aderezo,  que el proceso sufre ahora una vuelta de tuerca con la proliferación, relativamente reciente en los media, de la figura del comunicador estrella que vampiriza la actividad política para pervertirla. Sin dejar de ser instrumento favorito del poder, el espectáculo, que en otro tiempo había operado alternativamente en los dominios de la ficción y la realidad,  ha venido a convertirse en el campo de acción preferido de la mentira. Pierde así el pensamiento artístico una herramienta preciosa con la que diseminar sus mensajes.

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