Se nos pregunta a veces a los artistas acerca de la necesidad de politizar el arte y si, en caso positivo, en especial, a quienes la empleamos en nuestras obras, la tecnología debería desempeñar alguna función en ese proceso y si ella misma debiera ser repolitizada. También yo, usuario convencido y activo de la tecnología, me lo he planteado a veces y siempre empiezo a darme respuesta diciéndome que, al menos, el papel de la tecnología es esencial en la política, se piense esta ya como arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los estados, ya como actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos, ya como actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto o con cualquier otra acción. Es un instrumento ampliamente empleado en todas esas situaciones hasta el punto de condicionar sus usos e, incluso, de contribuir en su evolución. Los gobiernos, los políticos, los militares, los religiosos, los grupos de presión, las empresas y también la gente en general,empleamos la tecnología con profusión en todas las actividades políticas, incluso en el límite, cuando el enfrentamiento entre posiciones llega a ser un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar una determinada voluntad. Por cierto, que no hay más que atender a los media aunque sea de manera difusa, para darse cuenta de que los gobiernos actuales continúan considerando válida la conocidísima máxima de Clausewitz, según la cual, la guerra es una mera continuación de la política, donde además, no solo emplean, sino que también ponen a prueba con gran espectacularidad todo tipo de tecnologías.
Concepción, producción, uso y debate en la esfera pública implican politización de la tecnología. Por tanto, al margen de que cabría preguntarse si verdaderamente existen actividades no políticas, la propuesta de repolitizar la tecnología no supone pensar que esté despolitizada, sino, más bien, que la resultante global de su signo político, es decir, del vector resultante de sus influencias en los hechos públicos es, cuanto menos, reorientable. No tengo datos determinantes, pero sí demasiados indicios para sospechar que se emplean más recursos tecnológicos en someter a la gente que en hacerla partícipe de cualquier conocimiento. Un ejemplo de ello, por cierto, en mi país : el Gobierno de España, en un contexto de clara actitud de acoso y derribo de las orientaciones independientes del arte y la cultura, casi al mismo tiempo en que, con la excusa de la crisis, incrementaba en 2012 el IVA de los productos culturales al 21% y rebajaba un 0.25% el presupuesto de enseñanza, acordaba un aumento del 30% en el presupuesto del Ministerio de Defensa. ¿Para qué? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Por desgracia, esa actitud opaca y desequilibrada es mayoritaria en los gobiernos del mundo. Pareciera como si solo se combatiera el analfabetismo con la finalidad de que podamos participar en las farsas pseudo-democráticas a las que, con suerte, nos someten cada cuatro años.
Una vez cubiertas las habilidades mínimas para votar, todo lo que las exceda resulta poco menos que castigado. Muchos más recursos económicos se emplean en el desarrollo de tecnologías para matar y dominar, controlar jerárquicamente, que en la concepción de tecnologías orientadas a compartir horizontalmente experiencia y conocimiento o en la de las tecnologías que contribuirían en el planteamiento público de cuestiones fundamentales de la existencia.
A pesar de la gran diseminación e influencia de esas incomprensibles e inexplicadas actitudes del poder, continúa creciendo el número de voces que abogan por una idea de moral en términos de espacio de reflexiones, intuiciones y acontecimientos al que la especie humana tendería por naturaleza. Esa supuesta especificidad podría coincidir con la polaridad de las culturas humanas hacia la política, en clara relación con la complejidad de sus organizaciones jerárquicas, algo difícilmente desvinculable de la condición biológica de la especie. Me pregunto, pues, si, más que la tecnología y el arte, no será la propia política lo que habría de ser repolitizado y definitivamente transformado en un comportamiento que asuma con completa consciencia el carácter de esa novena acepción del diccionario castellano, a saber, la que la define como actividad de la ciudadanía orientada a la intervención en los asuntos públicos y abandonar todas las demás. Está por ver, sin embargo, que el arte pueda contribuir decisivamente en dar a la propia política un impulso que la reoriente. Quizá para ello deba cambiar él mismo de posición. Quizá, incluso, dejar de ser arte y convertirse en otra cosa.
A veces pensamos que la tecnología cambiará totalmente la vida de la Humanidad, que gracias a ella los mercados evolucionarán de manera que el acceso de los usuarios a los productos sea directo, la plusvalía desaparezca, las conductas capitalistas se vuelvan insostenibles, se haga necesario establecer mecanismos de control de los valores y por ello la estructuración de la Humanidad devenga horizontal, que todo el mundo sea libre, creativo y goce de las mismas oportunidades. Ojalá lleguemos a estos extremos, pero es la Humanidad, ella misma, por la suma de los poderes de las voluntades, la que cambia constantemente de vida. La tecnología es uno más, muy importante, pero sólo uno más entre todos los aspectos determinantes de los cambios humanos. Siempre nos hemos servido de ella para evolucionar, pero ni de lejos es ella la esencia de la evolución.
Tampoco lo somos los humanos ni el genoma que nos posee y probablemente dirige nuestro comportamiento. Ni la misma vida, en abstracto. La esencia de la evolución está en la materia toda en bruto. Y en el extremo, tampoco es la materia, sino algo que se inscribe en la materia y se halla en la más íntima relación con ella: la información, de la que la materia es portadora desde que fue materia en el primer instante, podría ser la causa de las evoluciones que observamos. Que en este momento de la Historia del Universo y desde aquí, en la Tierra, la tecnología nos parezca a algunos esencial es tan solo una cuestión de perspectiva, un síntoma más de antropocentrismo.
En cualquier caso, el empleo masificado de esta tecnología de la computación y de las telecomunicaciones que tanto nos fascina, determinará una población cada vez más densa de intermediarios especializados en la distribución de imaginarios, que es lo que ya actualmente más vende y prolifera, mucho más que la variedad de los productos en sí mismos. Confianza, seriedad, eficacia, velocidad, discreción, seguridad, distribución, son algunos de los conceptos que -se supone- solo una red completa de intermediarios entre productores y consumidores puede asegurar. No hace falta navegar demasiado por el World Wide Web para darse cuenta: el acceso a la información está expresamente filtrado, mientras que la tendencia a la proliferación de editores y dispositivos de búsqueda es cada vez más exagerada, cada vez más exclusiva. Es necesario pagar para obtener la información de mejor calidad. Ciertas previsiones de aspecto utópico vinculadas al desarrollo de la tecnología por desgracia no van más allá de ser eslóganes propagandísticos indispensables para la difusión de un producto en un mercado donde progresivamente se incrementa el enraizamiento en la competencia y en la plusvalía. Situamos de esa forma la Utopía al mismo nivel que los imaginarios distribuidos por los intermediarios, convirtiéndola en un factor más de valor adicional de los productos tecnológicos. Banalizamos la Utopía. El significado atribuido a las palabras evoluciona y la deriva lo lleva a la disolución en el ruido. Si como resultado global de la suma de los poderes de las voluntades permitimos que el sentido del término desaparezca y derive en algo no conflictivo, debe ser porque la resultante de todos los pensamientos al respecto es que la Utopía, tome la forma que tome, es peligrosa.
A veces sorprenden formulaciones como esa que empezó a estar de moda en medios tecno-artísticos -en concreto, Ars Electronica de Linz- en los años noventa y según la cual habíamos llegado, ya entonces, al futuro y ahora lo que había que hacer era ver pasar las cosas para decidir qué haríamos más adelante. Me pregunto quiénes eran esos que habían llegado al futuro de quién. Si junto al Tercer Mundo -sea lo que sea-, tenemos en cuenta aquellos que en el primero no pueden acceder de ninguna manera a la tecnología porque no tienen suficiente poder adquisitivo para procurársela -pienso especialmente en esta nueva clase emergente que no tiene el privilegio del trabajo-, ¿en qué mundo podemos pensar que alguien pueda haber llegado a algún futuro previsto por alguna utopía? ¿Cuántos son los que tienen actualmente acceso de banda ancha a Internet? ¿Son ellos los que han llegado al futuro de los miles de millones restantes? ¿Y entre estos, quienes han llegado al futuro de los otros?¡Se trata actualmente de unos 3800 millones, en el mejor de los casos! Que más de mil millones de personas en 2005 tuvieran acceso a Internet quiere decir que más de seis mil no lo tenían entonces. La empresa eMarketer publicaba además ese año que solo el 25 por ciento de esos algo más de mil millones de usuarios de Internet tenían acceso a la banda ancha telefónica. En 2012, el acceso a ese servicio no superaba el 9 por ciento de la población. Si en 2016, el acceso a cualquier servicio de Internet era del 43,3%, en 2020 la banda ancha alcanza a algo más de la mitad de la población mundial. No era cierto, como prometía Eriksson en 2012, que el acceso a la banda ancha móvil alcanzaría en 2017 al 85% de la población mundial. Aunque pueda serlo para el mercado, que aprecia en esas cifras un volumen de negocio enorme, no es, por tanto, ningún logro espectacular para la Humanidad, que, en conjunto, permanece mal conectada o desconectada y ya veremos hasta qué punto, cuando el fenómeno alcance cifras más altas, si la conexión a internet aún resultará crucial o si para entonces habrán aparecido tecnologías nuevas y más eficaces solo accesibles a unos pocos. Casi seguro que ocurrirá algo parecido.
Comprendo que las aplicaciones artísticas de la tecnología lleguen a impresionarnos, especialmente a aquellos que la utilizamos cotidianamente con mayor implicación. Pero que unos pocos accedan a ciertas cosas no es prueba de haber llegado a ninguna meta relevante. Es interesante, de todas maneras, la constatación de la existencia de una clase privilegiada -sólo juego con la terminología marxista, no pretendo usarla en toda su significación-, casta o grupo, que crea haber llegado a la última frontera, que más lejos no se pueda llegar. Toma cuerpo así otra muestra del dominio y la prevalencia de la competitividad como la más deseable característica de las personalidades que habrían de intervenir activamente en las sociedades del futuro, para las que, paradójicamente, se prevé una estructura horizontal, igualitaria, donde ninguna persona tenga más poder que las otras. Si no se considera claramente patológica, ¿no parece, al menos, a todas luces, enfermiza esa complacencia en el hecho de pertenecer al grupo de los escogidos, al grupo cuyas experiencias piloto producirán hallazgos ulteriormente extensibles a una Humanidad supuestamente más equilibrada? ¿O tan solo es ingenua? Este sentimiento no es nuevo entre los grupos de personas vinculados de alguna manera al desarrollo tecnológico o a la investigación artística con medios nuevos y sofisticados. Al fin y al cabo, debería admitir que la necesidad de pertenecer a alguna élite es muy humana; que la soledad, es decir, la clausura, el conjunto de los propios límites, pues, pone de manifiesto la existencia de un encierro difícilmente soportable. En el mundo musical, tal vez el primero entre los artísticos en utilizar la tecnología derivada de la electricidad, pero también en el de las artes visuales y luego casi por todas partes, resultó divertido al tiempo que desconcertante comprobar la seguridad con que los partidarios de una tecnología justificaban su superioridad en relación a las otras. Me atrevería a resolver dos conclusiones. La primera es que unos no conocían las ventajas de las tecnologías usadas por los otros. La segunda -bastante más general-, que la causa última -pero no razón- de la vehemencia de ese tipo de argumentaciones debe ser la inseguridad personal propiciada por un contexto socio-cultural extraordinariamente agresivo que nos exige, una vez más, aunque sea con la boca pequeña y a pesar de su sempiterna promesa de igualdad futura, el sacrificio de los más débiles. Contra la realidad comprobada de la naturaleza biodiversa, nos lo pide un mundo construido sobre la estrecha y ya obsoleta lógica de una evolución que únicamente tendría lugar como resultado de una competición brutal y no cooperativa por los recursos del medio. Creo que una utopía digna debería tener en cuenta la diversidad de las propuestas, la cooperación, el desarrollo sostenible, a pesar de que no pueda ser realmente sostenible porque con su implantación los recursos finitos del planeta, a largo plazo pero no ad infinitum, tenderán irrevocablemente a la total extinción.
El arte es casi siempre una actividad política cuyas manifestaciones, las obras de arte, nunca me ha sido dado entender. Ello no es óbice para que muchas me apasionen. Entender no es lo que espero cuando me dispongo a su contemplación o, en el caso de las manifestaciones interactivas, me relaciono con ellas a través de su interfaz. Siento que muy poco o nada es lo que hay que entender en una obra de arte para gozar de ella. Si se pretende la difusión de algún discurso preciso, lo indicado es que se plantee la escritura como medio de transmisión. Y en ese caso, cuanto más formal y precisa, mejor, porque su belleza fácilmente transciende la verdad o la falsedad de los discursos que transporta. Incluso puede no ser consistente con ellos. La verdad intrínseca de una obra de arte no necesita de su contenido manifiesto. Lo que demasiadas veces se ha llamado mensaje, consigna, eslogan, etc., acostumbra a resultarme accesorio. Una gran obra de arte no necesita mostrar directamente lo que otras formas de pensamiento han manifestado ya a través de medios mucho menos arcanos y más eficaces. En el afán por democratizar la función social del arte, por estrechar la brecha entre población y creadores, hemos alcanzando un punto en que otorgamos demasiada relevancia al contenido explícito de las obras de arte. Si tanta es la necesidad social de entendimiento del trabajo de los artistas, se deberá ello a que ya no lo necesitamos o no lo deseamos. ¿Hemos querido el arte alguna vez libre? Quizá prefiramos otra cosa en su lugar y, si ese fuera el caso, lo mejor sería que nos enfrentáramos a la realidad. Pero si resulta que no, que deseamos el arte libre, que sentimos que lo necesitamos, entonces, tal vez convenga renunciar explícitamente a entenderlo. El crecimiento y el desarrollo de nuestra especie requieren admitir mayoritariamente que el mundo está lleno de cosas que no es posible entender, que hay un límite al entendimiento y que nada es ilimitado, por enorme que nos parezca en comparación con nuestras pobres y humanas capacidades. Por eso, siento absolutamente necesario reflexionar con la mayor profundidad acerca de lo que queremos significar cuando hablamos del entendimiento de una obra de arte. Seguramente concluiremos que entenderla no es lo mismo que entender cualquier otra cosa, pero si profundizamos más, quizá nos veamos obligados a admitir que entender, como crear, no es más que un sueño, una pesadilla.
Hace dos décadas era reconfortante que por fin hubiera signos de que estábamos en el camino de aceptar la democratización horizontal, casi como única posibilidad viable de evolución en el seno de las culturas humanas. Ahora, tras el convulso cambio de siglo que no es necesario aquí describir, esa tendencia está claramente en entredicho, pero incluso así, no hay otra : no salimos de esta si no todos tenemos acceso a todos los recursos. Ni uno solo debe permanecer vedado a nadie. En ello está la esencia de la democracia. Pero igualmente imprescindible es reparar en el hecho de que no todos somos iguales y que, en virtud de esa diversidad, nuestras sociedades son complejas, y por ello, deberían ser flexibles y capaces de reaccionar ante bruscas y dramáticas modificaciones del entorno. En colonias robóticas de individuos relacionados genéticamente, la habilidad de comunicación emerge con especial rapidez cuando la presión evolutiva se ejerce sobre grupos y no individualmente. De manera similar a la habilidad de comunicar, es factible considerar la habilidad ética en términos de resultado evolutivo. Sin ella, la complejidad de nuestras sociedades no podría operar de la manera más eficaz y colaborativa ante las presiones medioambientales. En el contexto de esa supuesta horizontalidad, tiene sentido que cada vez se sienta como menos necesario el carisma entre las cualidades de los líderes, quienes, sumidos en la dinámica devoradora de los medios de comunicación, auténticos escenarios donde la realidad deviene ficción de sí misma dictada por las necesidades del poder verdadero, no sé si sin darse demasiada cuenta o aceptándolo -habrá de todo, digo yo-, han terminado adoptando la patética función de los bufones, tan próximos a los artistas de las cortes feudales.
También es comprensible que en ese escenario se tienda a relegar la idea romántica de artista tocado por lo divino. De hecho, la asunción de responsabilidades que el medio ambiente reclama con cada vez más insistencia es incompatible con la misma idea de divinidad. Por ese mismo tipo de razones, por cuestiones similares a las evolutivas, pues, los desarrollos posibles de un ser humano en su imprescindible contexto social son muchos y, ya por azar, ya por necesidad, unos adquieren unas habilidades y otros, otras. En cualquier caso, obtenerlas requiere inversión de esfuerzo en uno u otro sentido y se hace necesario elegir. No podemos seguir todos los senderos al mismo tiempo. A unos les es dado profundizar en unas cuestiones y a otros, en otras, pero la colaboración entre iguales no es posible sin confianza. Pretender dominar todo lo que los demás generan entraña falta de confianza y presunción de omnipotencia. No es necesario haber generado previamente un conocimiento para emplearlo en la generación de otro nuevo. Tampoco, comprenderlo en su totalidad. Basta con tejer a su alrededor una trama de significaciones que sean útiles a nuestros proyectos, pero debemos poder creer que el punto de partida es consistente. En eso consiste confiar.
Democratizar el acceso al arte es absolutamente imprescindible. Para la evolución del arte y para la de la sociedad. Su divulgación, que requiere la difusión de importantes cantidades de información crítica a toda la población, es un cometido social importante. Sin embargo, una cosa es la divulgación artística, la tarea de facilitar a la sociedad razones acerca de la significación y la pura existencia de los hechos artísticos, y otra muy distinta, el conjunto de procesos de investigación que conduce a la generación de obras de arte. Si las obras plantean cuestiones difíciles de explicar, es tarea del divulgador buscar y elaborar esforzadamente razones y redes de relaciones que las hagan justificables. Puede que tales razones no sean evidentes y por ello se tienda a presionar a los artistas para que hagan sus obras más accesibles, pero como en el caso de la ciencia, cuya necesidad de divulgación no influye en la producción científica, la del arte no tiene por qué condicionar la producción artística. ¿Cómo se explica a la población que un pequeño grupo de investigadores se decida a estudiar un objeto de 26 dimensiones? Aunque no existe explicación directa asequible, está claro para todo el mundo que deben continuar en ello. Se les da crédito, pues. Entonces, ¿por qué el hecho de que se adhiera a un discurso comprensible debiera ser considerado en términos de criterio de decisión acerca de si una obra artística hubiera o no de ser favorecida? Es justo lo que ahora están haciendo muchos, pero no hay razón. En cambio, la razón para lo contrario es bien poderosa: la libertad de investigación es el único recurso de que dispone el arte para evolucionar. Si se confunde divulgación con investigación, a medio plazo, esta última desaparecerá y con ello, la evolución del arte devendrá involución. Para tener sentido más allá de él, el arte debe perseverar en la manifestación de lo más recóndito e inefable, porque para los otros aspectos de la realidad, ya hemos desarrollado otras maneras de conocer y de pensar. Cuando, a pesar del efímero auge mediático contemporáneo, las religiones pierdan definitivamente toda su influencia, solo quedará el arte a nuestro alcance para preguntarnos acerca de lo no formulable, un conjunto de realidades, por cierto, que parece mucho mayor que el de lo formulable. No es objetivo fundamental del trabajo artístico el planteamiento de lo que nos parece que en el mundo haya de verdad o falsedad. Hacer arte implica viajar más allá de lo decible y ello impone la reformulación de la creación artística en términos de generación de realidades nuevas. Las verdades afloran de las obras de arte, pero no porque estas las formulen, sino porque son realidades y, como tales, contribuyen en la generación de verdades al entrar en relación con las consciencias. La realidad existe independientemente de las consciencias. En cambio, las verdades -o falsedades, tanto da-, constataciones conscientes acerca de aspectos de la realidad, no. Desvelar verdades resulta placentero. No es peregrino, pues, preguntarse acerca de la relación de la belleza con la liberación de endorfinas. De ahí el riesgo que entraña el sentimiento de cercanía con la comprensión de la realidad, porque podría ser que comprenderla no fuera más que un sentimiento, una sensación, quizá influenciada hasta por secreciones hormonales.
Con la vida me ocurre lo mismo que con el arte: no la entiendo pero me apasiona. Quizá por eso me interesan las obras de arte que tan solo son. Como la mayoría de seres vivos, que son sin querer quererlo. Ya sean corpóreas, conceptuales o inmateriales, despierta mi atención el hecho de que, sin evocar verdades ajenas a su existencia, resulten ellas mismas reales cuando se las inquiere. El arte electrónico ofrece gran variedad de ejemplos que, como resultado de la aplicación masiva de algoritmos elementales, presentan pautas de actuación emergentes cuya complejidad es mayor que la propia formulación inicial. Desde luego que sus grados de complejidad no son equiparables con el de los seres vivientes, pero llevan a reflexionar acerca de lo que significa estar vivo. No importa si son previsibles o imprevisibles, ya que en la vida, el grado de previsión o imprevisión es siempre relativo. Todo el mundo sabe que, si no se le impide de alguna forma, independientemente de los trazados concretos de las trayectorias que describa, la probabilidad de que el mosquito termine posándose sobre la piel es muy alta. Claro que no se sabe cuándo, desde luego, pero sí que lo hará. Igualmente, nunca está claro si, por más que se le intente seducir, el gato terminará dejándose acariciar antes de un momento dado. Es el caso de esas obras de arte de comportamiento complejo, tanto da si parecen evolucionar independientemente de su contexto inmediato, como si muestran cambios relacionados con el hecho de que se les observe o se les intente activar algún comportamiento. De hecho, para mí, lo más atractivo es la posibilidad de descubrir en ellas la contradicción, la lucha por ser lo que son y que se adivina en virtud de sus acciones, siempre derivables de un estado arbitrariamente considerado inicial, pero de incertidumbre a menudo creciente a partir del preciso instante en que se empiezan a crear expectativas en alguna consciencia.
La libertad no es precisamente un atributo exclusivo ni característico de la vida. Pero sí lo es un cierto grado de autonomía. El arte electrónico ha tratado a menudo de aproximarse a ella con la ayuda del manejo de complejidad. Desde el punto de vista del observador, es difícil concluir si el comportamiento de las obras depende de lo interno o de lo externo, si son arbitrariamente libres o si están condicionadas en algún grado por algo distinto de sí mismas. ¿Cómo se sabe, pues, que algo vive? ¿Significa algo especial que viva? Siempre queda la duda. En cualquier caso, la vida no consiste en la imprevisibilidad que el ser autónomo le atribuye a un objeto. Tampoco puede decirse que los comportamientos de los seres vivos obedezcan a teleología alguna. Con reservas, atribuiría ese tipo de motivaciones a algún sistema inteligente, pero no a todos; no, a un sistema viviente cualquiera. De todas maneras, poco importa la propiedad de la vida que se pretenda emular : la consciencia de la magnitud del trecho que falta por recorrer aumenta con el grado de aproximación de la emulación a su modelo y es que las definiciones terminan de una manera u otra orbitando en el vacío. Como la de vida, que cuanto más se ahonda en ella, más se revela como objetivo inalcanzable. Una rápida revisión histórica de las definiciones abstractas que de vida se han dado en biología recuerda las que desde la perspectiva de las ciencias cognitivas trataba hasta hace bien poco de acotar el concepto de inteligencia. A medida que la computación iba alcanzando cotas en otros tiempos reservadas a la inteligencia humana, las definiciones tendían a reservar para esa propiedad aspectos cada vez más etéreos y esquivos al cálculo algorítmico. Parecería también que la simulación, ya sea electrónica o computacional, de ciertas propiedades de los seres vivos y otras estructuras supuestamente inertes pero generadoras de orden, ha condicionado las concepciones de vida. Una de las ideas más generales de sistema vivo remite a una región acotada donde, de manera continua y sin intervención exterior, se mantiene el orden o incluso aumenta. Como una región no siempre es una porción de espacio físico, la perspectiva computacional de la vida no queda excluida de esta visión. Por el contrario, sí es excluyente de la vía computacional tradicional la consideración de la vida, como se tiende a hacer en astrobiología, en términos de retraso en los procesos espontáneos de difusión o dispersión de la energía interna de las biomoléculas, inexorablemente abocadas a la degradación en diversos microestados potenciales, menos ordenados. Según esa forma de ver las cosas, la biocomputación sería entonces el único medio artificial apto para la generación de vida genuina. Pero también en astrobiología se acostumbra a pensar que si el ADN de un organismo alienígena fuera tan sólo ligeramente diferente del de la vida terrestre, por ejemplo, con bases nucleicas distintas de las que codifican la información genética conocida, no podría ser interpretado como vivo por las herramientas de análisis al alcance humano. Si se está dispuesto a admitir la posibilidad de vida en una entidad como esa, ¿por qué no atribuirla también a un ser de menor parecido con los seres vivos conocidos? Y en ese caso, ¿dónde situar el punto en que la distancia estructural ya no admitiría la vida? Para mí, la cuestión central no está en las propiedades de la materia misma. Sospecho que sólo tiene sentido buscarla en la consciencia y en su intervención en el mundo y en la esfera relacional. ¿Qué más da si el contexto en el que esos procesos termodinámicos tienen lugar es el que nos viene dado, el natural, externo a nuestra voluntad humana, o si es uno artificial que nosotros hemos creado? Que se pretenda tanta diferencia entre lo que procede de nosotros y lo que no, siempre me ha parecido sospechoso de elusión de responsabilidades. El sentido de la distinción entre naturalidad y artificialidad no puede estar en la realidad externa. Intuyo que el espejismo de la divinidad nos impide nuevamente ser nosotros mismos, pero me reconforto en la idea de que mientras haya arte, la especie tendrá opción a la experiencia de lo inefable sin que por ello deba rendir tributo a los dioses.