Este mediodía de final de febrero las cañas eran agitadas por el viento en la desembocadura del Fluvià. Desde el interior del coche, donde al leve calor de los rayos de sol leía plácidamente, observaba el movimiento, la posición variable de las cañas con respecto a su punto de anclaje. Tal movimiento tenía, indiscutiblemente, una forma susceptible de ser descrita en términos de amplitud y velocidad, frecuencia, densidad espectral, duración. Pero no hubiera sido el mismo de producirse en otro objeto, aún conservándose los mismos valores en aquel restringido conjunto de parámetros. Si el sol no me hubiera acariciado tan suavemente el brazo derecho, el hombro y la nuca, a través de la ventana del coche ahora que sus rayos aún no son muy fuertes, ni si la complejidad del texto me hubiera hecho levantar más o menos veces la vista del papel al tratar de detener el tiempo con la intención de valorar los contenidos de mi lectura, no hubiera sido el mismo movimiento. Por fin, no hubiera sido tampoco el mismo si de coincidir todo lo anterior, no fuera yo, sino otro ser cualquiera, quien lo hubiera experimentado.
Parte de lo que llamamos inteligencia reside en la capacidad de identificar formas en las señales, en las corrientes de datos ; otra, que no pretendo en ningún caso complementaria de la anterior, en la de descubrir nuevas formas en ellas. Forma y sensación van siempre de la mano. No seré el último en recordar que las formas se producen en relación a todos los objetos que percibimos, con independencia de las características especiales de las señales que éstos emiten así como del canal por el que nos llegan. ¿Quién sería el primero en llegar a tal conclusión? Francamente, no lo sé. Sí sé lo fácil que es dar por nuevo lo que tiene decenas, cientos, quizá miles de años. No pretendo novedad, pues ; sólo dar cuenta de los pensamientos y preguntas que en mí suscita el evocar el concepto milenario de forma, pretexto ahora de mi reflexión. En cualquier caso, me interesa manifestar que parto del principio según el cual, si percibimos formas a través del sentido de la vista y del tacto -contacto, dolor, temperatura, descarga eléctrica-, igualmente lo hacemos a través de cualquier otro dispositivo, biológico o no, capaz de modificar su propia estructura e informar de ello a la consciencia, ante la presencia de una señal, sea ésta magnética, mecánica, química o de otra naturaleza. Las esculturas, las obras plásticas, los objetos de naturaleza corpórea tienen forma y también la tienen los sonidos y las construcciones, artísticas o no, que con ellos llevamos a cabo, así como su simple y natural acontecer en el mundo, el paisaje sonoro. Los alimentos presentan una forma olfativo/gustativa, los perfumes y toda esencia capaz de estimular la pituitaria provocan imágenes, y por tanto formas, de naturaleza olfativa. Las señales cinestésicas que informan del estado de la musculatura y otras estructuras anatómicas suscitan, evidentemente, la manifestación de formas. Una pérdida del equilibrio, por ejemplo, no se manifiesta simplemente en la caída, su consecuencia. Quien cae experimenta la sensación de equilibrio de una determinada forma -sea de desequilibrio, si se prefiere-, producida por la variación de movimiento del líquido vestibular en los canales semicirculares. Intuyo incluso que la consciencia y el pensar, hasta la propia actividad biológica del cerebro pensante -o funcionante-, son susceptibles de manifestarse a través de una forma. Sin detenerme en ello, señalo que elproceso de identificación de una forma puede ser considerado como una cadena de modificaciones de estructuras en función de la presencia de una determinada señal. Lo que da cuenta de tal presencia a la consciencia es, pues, la alteración final de una forma. Y tal estructura no es la forma de la que el sistema da cuenta, sino la propia del sistema ante la consciencia. Sugiero que la forma resultante debe manifestarse como el flujo de la variación instantánea de la forma del sistema perceptivo al completo. Substitúyase en secuencia, si se desea, variación por oscilación, vibración, alteración, deformación u otros conceptos afines. Lanzo al aire así la idea no contrastada por ninguna experiencia de la que yo tenga noticia y a sabiendas de la recursión al infinito que ello pudiese implicar de no existir un mecanismo que rompiera el bucle, según la que la forma percibida es una función derivada de la forma, más o menos inestable a su vez, del sistema que la percibe.
Tomando como justa la generalización por la que la forma surge de la relación entre un sistema perceptivo y cualesquiera que sean las señales que entran en contacto con él, la forma se manifiesta como la frontera de lo que del mundo es describible, contable, numerable, discreto y muestra el límite con lo inefable, lo continuo, lo quimérico, no por ello menos esencial. Por eso, superficialmente tendemos a describirla en términos de caparazón, envoltorio de las cosas. Pero las cosas no son ellas mismas si no suscitan su forma habitual en los receptores habituales. La forma es mucho más que simple envoltorio -y totalmente distinta. Un envoltorio cualquiera no tiene por qué dar información alguna acerca de lo que contiene. Puede, incluso, ofrecer información contradictoria con la realidad de su contenido. La forma sí da información acerca del objeto y así es como D’Espagnat puede hablar de un velo de la realidad, de esa realidad velada que, por principio estructural del Universo que nos acoge, nunca será enteramente desvelada al ojo interior de la consciencia.
De los objetos, percibo la forma. Digo de todo objeto cuyas señales me llegan que tiene una forma. Me hago consciente de formas. Adjudico una forma a toda señal que llega a mi consciencia. Por extensión, digo que la fuente de la que tal señal procede es la poseedora de esa forma. Pero la forma sólo puede existir en el choque de una señal con una inteligencia. Siendo A y B dos inteligencias diferentes y P, una cosa cualquiera, la forma f(A,P) no coincide con la forma f(B,P). Cuando A y B intercambian información acerca de f(P) - forma de P-, la imagen en A es f(A,P) y en B, f(B,P). A menudo para simplificar hablamos de la forma de algo -f(x)- y no de la forma de algo en algo/alguien -f(x,y). Las simplificaciones llevan a engaño cuando se olvida, no se sabe o no se quiere saber que son simplificaciones.
Me gustaría ahora hacer ciertas precisiones relativas al caso inverso al de las formas de un objeto manifestándose en varios receptores. Se trata de la situación en la que objetos distintos producen formas similares, tendiendo a la igualdad en algunos casos, en un único receptor. Estamos habituados a atribuir formas a los objetos que nos rodean. Vivimos y actuamos como si entre formas y objetos hubiera una correspondencia biyectiva, a veces más, hasta como si existiera un homomorfismo. ¿Será ello un mecanismo darwinistaque asume la función de evitar la autoreferencia? Hablamos de forma de esto o de aquello. Habitualmente cada forma conocida parece surgir del contacto con una fuente única. En muchas ocasiones más o menos relacionadas con lo artístico, se da la eventualidad de que determinado objeto es utilizado para simular la forma de otro. Normalmente, somos capaces de distinguir entre la señal habitual y la simulada, a menudo mal llamada virtual. No poseen la misma forma, decimos. Y como no la poseen, aunque identifiquemos rasgos comunes, sabemos que una emula a la otra. Para mí sólo tiene sentido hablar de virtualidad cuando la señal llega en ausencia de la fuente que habitualmente la produce. En ese caso no cabe para la consciencia distinción posible entre ambas situaciones. Tienen exactamente la misma forma. Virtualidad y realidad son lo mismo si no se es consciente de que alguien o algo cambió la fuente. Y en ese caso, nuevamente, la necesidad de distinción entre virtualidad y realidad queda restringida. Muy pocas veces puedo estar totalmente seguro de si lo que a mi espíritu llega es la señal procedente de la fuente que espero esté ante mi. Nunca sabré lo que realmente tengo enfrente.
Esta es una situación a la que los músicos vienen acostumbrándose desde hace tiempo. La reproducción a través de un sistema suficientemente sofisticado de la grabación de las variaciones de presión producidas por la vibración de una fuente (instrumento musical, lata de sardinas, gente que compra pescado berreando a las ocho de la mañana, tanto da) produce la ilusión de la presencia de la fuente habitual. Indistinguible es, en condiciones óptimas, una cosa de la otra si las oímos a través del mismo dispositivo de amplificación, usando micrófono para la fuente habitual y DAT o cualquier otro grabador/reproductor de suficiente calidad para la fuente substitutiva.
Hay una cuestión notable más a la que apuntar : no hace falta que las señales sean exactamente iguales para que no percibamos su diferencia ya que no siempre coinciden los detalles de la forma que a través de diferentes canales perceptivos proceden de un determinado objeto. Volvamos al sonido nuevamente para tomar un ejemplo. La vibración estimula el oído y somos capaces, previo entreno, de distinguir una cierta cantidad de características formales. Regístrese simultáneamente la secuencia de las variaciones de presión que han llegado al tímpano y, por los métodos habituales, analícense los datos obtenidos. Estableceremos relaciones entre las características formales que hemos identificado a la escucha y algunas de las muchas que identificamos en las gráficas del comportamiento de la presión en función del tiempo y del espectro de frecuencias resultantes del análisis. Otros pormenores formales de las gráficas no tendrán información significativa para nosotros. No sabremos a ciencia cierta si se corresponden o no con la experiencia perceptiva. Algunos, empero, y es un hecho demostrado por Risset, serán totalmente irrelevantes en cuanto a la sensación sonora experimentada : suprímanse tales quiebros formales de la gráfica, sintetícese nuevamente la muestra según los nuevos datos y dése a escuchar en comparación a la antigua señal portadora de la información genuina : a la escucha, no distinguimos entre una y otra. No debe concluirse de todo ello que las gráficas ofrezcan en cualquier circunstancia más información que la que a través del oído u otro sentido se obtiene. En múltiples ocasiones fracasael intento de atribuir alguna forma identificable en las gráficas con aspectos formales claramente manifiestos a la escucha.
Diríase que un sistema perceptivo no se relaciona directamente con los objetos, lo hace a través de las señales que los objetos emiten. Puedo, sin embargo, pensar las señales como parte del objeto. ¿Penetrarían así en el sujeto los objetos cuya forma percibe? ¿Sería en consecuencia factible considerar esa forma como parte del objeto? ¿Hasta qué punto en ese caso podría el objeto percibido ser considerado como parte del sujeto que lo percibe? ¿Hasta que punto lo inverso? Percibimos la forma como adherida a los objetos. Eso no es más que ilusión, costumbre, vicio, automatismo, censura, pero sobretodo síntoma de una relación : la del sujeto con el mundo. Sin embargo, el sujeto siente a veces formas no externas a él. Si el sujeto fuera un límite del mundo, como tiempo ha ya propuso quién todo el mundo a estas alturas sabe, la forma sería el resultado del choque del sujeto con el mundo. No hay duda, se evitan así bucles de esos tan molestos para algunos porque se realimentan al infinito, pero ¿significa ello que no puede el sujeto percibirse? ¿O debemos, por el contrario, abandonar la idea del entonces demasiado joven lógico y entender el sujeto como parte del mundo? ¿Cómo llegar a ver al sujeto como límite del mundo al tiempo que perteneciendo a él?